LOS DIÁCONOS COMO «PUENTES» ENTRE EL ALTAR Y LA CALLE: HOMILÍA DEL PAPA PARA LA MISA DEL JUBILEO DE LOS DIÁCONOS (23/02/2025)
El mensaje de las lecturas que hemos escuchado se podría resumir con una palabra: gratuidad. Un término ciertamente apreciado por ustedes Diáconos, aquí reunidos para la celebración del Jubileo. Reflexionemos entonces sobre esta dimensión fundamental de la vida cristiana y de su ministerio, en particular bajo tres aspectos: el perdón, el servicio desinteresado y la comunión.
Primero: el perdón. El anuncio del perdón es una tarea esencial del diácono. Este es, de hecho, elemento indispensable para todo camino eclesial y condición para toda convivencia humana. Jesús nos indica sobre su exigencia y alcance cuando dice: «Amen a sus enemigos» (Lc 6, 27). Y es precisamente así: para crecer juntos, compartiendo luces y sombras, éxitos y fracasos los unos de los otros, es necesario saber perdonar y pedir perdón, restableciendo relaciones y no excluyendo de nuestro amor ni siquiera a quien nos golpea y traiciona. Un mundo en donde para los adversarios hay sólo odio es un mundo sin esperanza, sin futuro, destinado a ser desgarrado por guerras, divisiones y venganzas sin fin, como desafortunadamente vemos también hoy, a tantos niveles y en varias partes del mundo. Perdonar, entonces, quiere decir preparar para el futuro una casa acogedora, segura, en nosotros y en nuestras comunidades. Y el diácono, investido en primera persona de un ministerio que lo lleva hacia las periferias del mundo, se compromete a ver — y a enseñar a los otros a ver — en todos, también en quien se equivoca y hace sufrir, una hermana y un hermano heridos en el alma, y por eso necesitados más que nadie de reconciliación, de guía y de ayuda.
De esta apertura del corazón nos habla la primera lectura, presentándonos el amor leal y generoso de David hacia Saúl, su rey, pero también su perseguidor (cf. 1 Sam 26, 2.7-9.12-13.22-23). Nos habla de ello también, en otro contexto, la muerte ejemplar del diácono Esteban, que cae bajo los golpes de las piedras perdonando a quienes lo lapidan (cf. Hch 7, 60). Pero sobre todo la vemos en Jesús, modelo de toda diaconía, que, sobre la cruz, “vaciándose” a sí mismo hasta dar la vida por nosotros (cf. Fil 2, 7), pide por quienes lo crucifican y abre al buen ladrón las puertas del Paraíso (cf. Lc 23, 34.43).
Y llegamos al segundo punto: el servicio desinteresado. El Señor, en el Evangelio, lo describe con una frase tan simple como clara: «Hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio» (Lc 6, 35). Pocas palabras que llevan consigo el buen perfume de la amistad. Ante todo, la de Dios por nosotros, pero luego también la nuestra. Para el diácono, dicha actitud no es un aspecto accesorio de su actuar, sino una dimensión sustancial de su ser. Se consagra, de hecho, para ser en el ministerio, “escultor” y “pintor” del rostro misericordioso del Padre, testigo del misterio del Dios-Trinidad.
En muchos pasajes evangélicos Jesús habla de sí mismo en este sentido. Lo hace con Felipe, en el cenáculo, poco después de haberle lavado los pies a los Doce, diciéndole: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Así como también cuando instituye la Eucaristía, afirmando: «Yo estoy entre ustedes como el que sirve» (Lc 22, 27). Pero ya desde antes, en el camino de Jerusalén, cuando sus discípulos discutían entre ellos sobre quién era el más grande, les había explicado que «el Hijo del hombre […] no vino para ser servido, sino para servir y dar su propia vida en rescate por muchos» (cf. Mc 10, 45).
Hermanos Diáconos, el trabajo gratuito que realizan, entonces, como expresión de su consagración a la caridad de Cristo, es para ustedes, el primer anuncio de la Palabra, fuente de confianza y de alegría para quienes los encuentran. Acompáñenlo lo más posible con una sonrisa, sin quejarse y sin buscar reconocimientos, unos apoyando a los otros, también en sus relaciones con los Obispos y los presbíteros, «como expresión de una Iglesia comprometida a crecer en el servicio del Reino con la valoración de todos los grados del ministerio ordenado» (C.E.I., Los Diáconos Permanentes en la Iglesia en Italia. Orientaciones y normas, 1993, 55). Su acción concorde y generosa será así un puente que una el Altar a la calle, la Eucaristía a la vida cotidiana de las personas; la caridad será su liturgia más hermosa y la liturgia su más humilde servicio.
Y llegamos al último punto: la gratuidad como fuente de comunión. Dar sin pedir nada a cambio une, crea vínculos, porque expresa y alimenta un estar juntos que no tiene otro fin que el don de sí mismo y el bien de las personas. San Lorenzo, su patrono, cuando le pidieron sus acusadores que entregara los tesoros de la Iglesia, les mostró a los pobres y dijo: «¡Aquí está nuestro tesoro!». Es así como se construye la comunión: diciendo al hermano y a la hermana, con las palabras, pero sobre todo con las obras, personalmente y como comunidad: “para nosotros tú eres importante”, “te amamos”, “queremos que participes en nuestro camino y en nuestra vida”. Esto hacen ustedes: maridos, padres y abuelos listos, en el servicio, para extender sus familias a quien tiene necesidad, allí donde viven.
Así su misión, que los toma de la sociedad para colocarlos nuevamente en medio de ella y hacerla cada vez más un lugar acogedor y abierto a todos, es una de las expresiones más bellas de una Iglesia sinodal y “en salida”.
Dentro de poco algunos de ustedes, al recibir el sacramento del Orden, “descenderán” los escalones del ministerio. Deliberadamente digo y subrayo que “descenderán”, y no que “ascenderán”, porque con la ordenación no se sube, sino que se desciende, nos hacemos pequeños, nos abajamos y nos despojamos. Para usar las palabras de San Pablo, nos abandonamos, en el servicio, del “hombre de la tierra”, y nos revestimos, en la caridad, del “hombre del cielo” (cf. 1 Cor 15, 45-49).
Meditemos todos sobre lo que estamos por hacer, mientras nos encomendamos a la Virgen María, sierva del Señor, y a San Lorenzo, su patrono. Que ellos nos ayuden a vivir todo nuestro ministerio con corazón humilde y lleno de amor, y a ser, en la gratuidad, apóstoles de perdón, servidores desinteresados de los hermanos y constructores de comunión.
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