NO PERDER EL ASOMBRO ANTE EL DESIGNIO DE DIOS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE CLAUSURA DEL CONSISTORIO CON LOS CARDENALES (30/08/2022)

El Santo Padre Francisco, en la Misa final del Consistorio que celebró este 30 de agosto en la Basílica de San Pedro, recordó a los Cardenales que lo sorprendente del plan de salvación es que Dios nos haya involucrado en su designio. Por ello, mantener ese asombro salva a sus ministros de caer en la rutina, de creerse “a la altura” o alimentar la “falsa seguridad” de que son la jerarquía de una Iglesia grande y sólida. “En el designio de Dios a través de los tiempos todo encuentra su origen, subsistencia, destino y fin en Cristo”, fue la afirmación que estuvo al centro de la homilía del Papa Francisco y cuyo texto completo compartimos a continuación, traducido del italiano:

Las lecturas de esta celebración – propias del formulario “para la Iglesia” – nos presentan un doble asombro: el de Pablo ante el designio de salvación de Dios (cf. Ef 1, 3-14) y el de los discípulos, entre los que está el propio Mateo, en el encuentro con Jesús resucitado, que los envía a la misión (cf. Mt 28, 16-20). Doble asombro. Adentrémonos en estos dos territorios, donde sopla con fuerza el viento del Espíritu Santo, de manera que podamos partir de nuevo desde esta celebración, y desde esta reunión cardenalicia, más capaces de “anunciar a todos los pueblos las maravillas del Señor” (cf. Salmo responsorial).

El himno con el que se abre la Carta a los Efesios surge de la contemplación del plan salvífico de Dios en la historia. De igual forma que nos quedamos encantados al contemplar el universo que nos rodea, así también permanece el asombro al considerar la historia de la salvación. Y si en el cosmos cada cosa se mueve o está quieta de acuerdo a la impalpable fuerza de gravedad, en el designio de Dios a través de los tiempos todo encuentra su origen, subsistencia, destino y fin en Cristo.

En el himno paulino esta expresión – «en Cristo» o « en Él» – es el eje que sostiene todas las fases de la historia de la salvación: En Cristo hemos sido bendecidos desde antes de la creación; en Él hemos sido llamados; en Él hemos sido redimidos; en él toda criatura es nuevamente conducida a la unidad, y todos, cercanos y lejanos, primeros y últimos, estamos destinados, gracias a la obra del Espíritu Santo, a estar en alabanza de la gloria de Dios.

Ante este designio, a nosotros – como dice la liturgia – «corresponde la alabanza» (Resp. Laudes lunes IV semana): alabanza, bendición, adoración, gratitud que reconoce la obra de Dios. Una alabanza que vive del asombro, y es preservada del riesgo de caer en la costumbre porque muestra la maravilla, porque se alimenta con esta actitud fundamental del corazón y del espíritu: el asombro. Quisiera preguntar a cada uno de nosotros, a ustedes queridos hermanos cardenales, a ustedes obispos, sacerdotes, consagrados, consagradas, pueblo de Dios: ¿cómo está tu asombro? ¿Sientes asombro, a veces? ¿O te has olvidado de qué significa?

Este clima de asombro es el clima que respiramos adentrándonos en el territorio del himno paulino.

Si después nos adentramos en el breve pero denso relato evangélico, si junto a los discípulos respondemos a la llamada del señor y nos dirigimos a Galilea – cada uno de nosotros tiene su propia Galilea en la propia historia, esa Galilea en la que sentimos la llamada del Señor, la mirada del Señor que nos llamó; volver a esa Galilea –, si volvemos a esa Galilea, al monte que Él nos indicó, experimentamos un nuevo asombro. Esta vez, nos encanta, no el plan de salvación en sí mismo, sino el hecho – aún más sorprendente – de que Dios nos involucra, en este designio suyo: es la realidad de la misión de los apóstoles con Cristo resucitado. En efecto, apenas podemos imaginar con qué estado de ánimo los «once discípulos» escucharon esas palabras del Señor: «Vayan [...] hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles todo lo que les he mandado» (Mt 28, 19-20); y después la promesa final que infunde esperanza y consuelo – hoy [en la reunión de la mañana] hablamos de la esperanza –: «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (v.20). Estas palabras del Resucitado aún tienen la fuerza de hacer vibrar nuestros corazones, a dos mil años de distancia. No deja de asombrarnos la insondable decisión divina de evangelizar al mundo a partir de aquel miserable grupo de discípulos, los cuales – como anota el Evangelista – aún tenían dudas (cf. v. 17). Pero, si lo vemos bien, no es distinta la maravilla que nos atrapa si nos miramos a nosotros, reunidos aquí hoy, a quienes el Señor ha repetido esas mismas palabras, ese mismo envío. A cada uno de nosotros, y a nosotros como comunidad, como Colegio.

Hermanos, ¡ese asombro es un camino de salvación! Que Dios nos lo conserve siempre vivo, porque nos libera de la tentación de sentirnos “a la altura”, de sentirnos “eminentísimos”, de alimentar la falsa seguridad de que hoy, en realidad, es distinto, ya no es como en los comienzos, hoy la Iglesia es grande, la Iglesia es sólida, y nosotros estamos colocados en los grados eminentes de su jerarquía – nos llaman “eminencias” –... Sí, hay algo de verdad en esto, pero también hay mucho de engaño, con el que el Mentiroso de siempre busca mundanizar a los seguidores de Cristo y hacerlos inocuos. Esta llamada está bajo la tentación de la mundanidad, que paso a paso te quita la fuerza, te quita la esperanza; te impide ver la mirada de Jesús que nos llama por nuestro nombre y nos envía. Esa es la polilla de la mundanidad espiritual.

En verdad, la palabra de Dios hoy revela en nosotros el asombro de estar en la Iglesia, ¡el asombro de ser Iglesia! ¡Volvamos a ese asombro inicial, bautismal! Y es eso lo que hace atrayente a la comunidad de los creyentes, primero para ellos mismos y después para todos: el doble misterio de ser bendecidos en Cristo y de andar con Cristo en el mundo. Y tal asombro no disminuye en nosotros con el paso de los años, no viene a menos con el crecimiento de nuestras responsabilidades en la Iglesia. Gracias a Dios, no. Se refuerza, se profundiza. Estoy seguro que es así también para ustedes, queridos hermanos que han entrado a formar parte del Colegio de los Cardenales.

Nos da alegría el hecho de que este sentido de reconocimiento nos une a todos, a todos nosotros los bautizados. Debemos estar muy agradecidos con el Papa San Pablo VI, que supo transmitirnos este amor por la Iglesia, un amor que ante todo es reconocimiento, maravilla agradecida por su misterio y por el don de ser admitidos, no solamente, de ser involucrados, partícipes, aún más, de ser corresponsables. En el Prólogo de la Encíclica Ecclesiam suam – aquella programática, escrita durante el Concilio – el primer pensamiento que anima al Papa es – cito – «que esta sea la hora en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma; [...] en su propio origen, en su propia misión»; y hace referencia precisamente a la Carta a los Efesios, en el «“plan providencial del misterio oculto por siglos en Dios... para que se manifieste... por medio de la Iglesia” (Ef 3, 9-10)».

Esto, queridos hermanos y hermanas, es un ministro de la Iglesia: uno que sabe maravillarse ante el designio de Dios y que con este espíritu ama apasionadamente a la Iglesia, listo para servir a su misión donde y como quiera el Espíritu Santo. Así era Pablo apóstol – lo vemos en sus Cartas –: el impulso apostólico y la preocupación por la comunidad en él siempre está acompañado, es más, precedido por la bendición llena de agradecida admiración: “Bendito sea Dios...”, y llena de asombro. Y esto quizás es la medida, el termómetro de nuestra vida espiritual. Repito la pregunta, querido hermano, querida hermana –estamos todos juntos aquí –: ¿cómo está tu capacidad de asombrarte? ¿ O ya te has acostumbrado, acostumbrada tanto, que la has perdido? ¿Eres capaz de asombrarte, todavía?

¡Que pueda ser así también para nosotros! Asombrarnos. ¡Que sea así para cada uno de ustedes, queridos hermanos Cardenales! Que nos obtenga esta gracia la intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, que guardaba y llevaba todas las cosas en admiración en su corazón. Así sea.

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