EL EVANGELIO NO ESTÁ RESERVADO PARA UNOS POCOS ELEGIDOS: ÁNGELUS DEL 11/10/2020

Como todos los domingos, también este 11 de octubre, el Papa Francisco se asomó a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano para rezar junto con los fieles presentes la oración mariana del Ángelus. La meditación del pontífice, giró entorno al relato de la parábola del banquete nupcial, del pasaje evangélico del día (cf. Mt 22, 1-14). Con él, Jesús “delinea el proyecto que Dios ha pensado para la humanidad”. La imagen que Dios Padre ha preparado para la familia humana, afirmó el Papa, es “una maravillosa fiesta de amor y comunión en torno a su Hijo unigénito”. En la parábola, esto es representado por el rey que celebró el banquete de bodas para su hijo, haciendo llamar a invitados que rechazan la invitación porque tienen “otras cosas que hacer”. Compartimos a continuación, el texto completo de su alocución, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Con el relato de la parábola del banquete nupcial, de la página evangélica de hoy (cf. Mt 22, 1-14), Jesús delinea el proyecto que Dios ha pensado para la humanidad. El rey que «hace una fiesta de bodas para su hijo» (v.2) es imagen del Padre que ha preparado para toda la familia humana una maravillosa fiesta de amor y comunión en torno a su Hijo unigénito. Hasta dos veces el rey manda a sus siervos a llamar a los invitados pero estos la rechazan, no quieren ir a la fiesta porque tienen otras cosas en qué pensar: los campos y los negocios. Muchas veces también nosotros anteponemos nuestros intereses y las cosas materiales al Señor que nos llama — y nos llama a una fiesta. Pero el rey de la parábola no quiere que la sala quede vacía, porque desea regalar los tesoros de su reino. Entonces dice a los siervos: «Vayan ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encuentren, llámenlos» (v.9). Así se comporta Dios: cuando es rechazado, en lugar de rendirse, relanza e invita a llamar a todos los que están en los cruces de los caminos, sin excluir a nadie. Nadie está excluido de la casa de Dios.

El término original que utiliza el evangelista Mateo se refiere a los límites de los caminos, es decir, esos puntos donde terminan las calles de la ciudad y comienzan los senderos que conducen al campo, lejos de las zonas habitadas, donde la vida es precaria. A esta humanidad de las encrucijadas es a la que el rey de la parábola envía a sus siervos, con la certeza de encontrar gente dispuesta a sentarse a la mesa. Así la sala del banquete se llena de “excluidos”, los que están “afuera”, de aquellos que nunca habían parecido dignos de participar en una fiesta, en un banquete de bodas. Al contrario: el amo, el rey, dice a los mensajeros: “Llamen a todos, buenos y malos. ¡A todos!”. Dios también llama a los malos. “No, yo soy malo, he hecho tantas...”.Te llama: “¡Ven, ven, ven!”. Y Jesús iba a comer con los publicanos, que eran los pecadores públicos, eran los malos. Dios no tiene miedo de nuestra alma herida por tantas maldades, porque nos ama, nos invita. Y la Iglesia está llamada a llegar a las encrucijadas de hoy, es decir, a las periferias geográficas y existenciales de la humanidad, esos lugares marginales, esas situaciones en las que se encuentran acampados y viven fragmentos de humanidad sin esperanza. Se trata de no apoltronarse en formas cómodas y habituales de evangelización y testimonio de la caridad, sino de abrir las puertas de nuestro corazón y de nuestras comunidades a todos, porque el Evangelio no está reservado a unos pocos elegidos. También cuantos están al margen, incluso los que son rechazados y despreciados por la sociedad, son considerados por Dios dignos de su amor. Él prepara su banquete para todos: justos y pecadores, buenos y malos, inteligentes e incultos. Ayer por la tarde logré llamar por teléfono a un anciano sacerdote italiano, misionero de la juventud en Brasil, pero siempre trabajando con los excluidos, con los pobres. Y vive su vejez en paz: quemó su vida con los pobres. Esta es nuestra Madre Iglesia, este es el mensajero de Dios que va a las encrucijadas.

Sin embargo, el Señor pone una condición: llevar el traje de boda. Y volvemos a la parábola. Cuando la sala está llena, llega el rey y saluda a los invitados de última hora, pero ve a uno de ellos sin el traje de boda, esa especie de chal que en la entrada cada invitado recibía como regalo. La gente iba como estaba vestida, como podía estar vestida, no iba con vestidos de gala. Pero a la entrada recibían una especie de chal, un regalo. Ese hombre, al rechazar el don gratuito, se ha autoexcluido: así el rey no puede hacer otra cosa que echarlo. Este hombre había aceptado la invitación, pero luego decidió que no significaba nada para él: era una persona autosuficiente, no tenía ningún deseo de cambiar o de dejar que el Señor lo cambiase. El traje de boda — ese chal — simboliza la misericordia que Dios nos da gratuitamente, es decir, la gracia. Sin la gracia no se puede avanzar en la vida cristiana. Todo es gracia. No basta aceptar la invitación a seguir al Señor, hay que estar dispuestos a un camino de conversión, que cambia el corazón. El hábito de la misericordia, que Dios nos ofrece sin cesar, es un don gratuito de su amor, es precisamente la gracia. Y requiere ser acogido con asombro y alegría: “Gracias, Señor, por haberme dado este don”.

Que María Santísima nos ayude a imitar a los siervos de la parábola evangélica en el salir de nuestros esquemas y de nuestras visiones estrechas, anunciando a todos que el Señor nos invita a su banquete, para ofrecernos la gracia que salva, para darnos su don.

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