CATEQUESIS DEL PAPA: JESÚS, HOMBRE DE ORACIÓN (28/10/2020)

La oración de Jesús a orillas del Jordán es la oración de todos los bautizados en Cristo. Así lo recordó el Papa Francisco la mañana de este 28 de octubre, en la tradicional Audiencia General del miércoles celebrada en el Aula Pablo VI. Continuando con su ciclo de catequesis dedicado a la oración, tras haber recorrido el Antiguo Testamento, el Pontífice se detuvo en la figura de Jesús y el comienzo de su misión publica, que tuvo lugar con su bautismo en el río Jordán, donde el pueblo reunido en espíritu de oración recibía de Juan el bautismo de penitencia. Reproducimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, en esta audiencia, como hemos hecho en las audiencias precedentes, permaneceré aquí. A mí me gustaría mucho bajar, saludar a cada uno, pero debemos mantener las distancias, porque si yo bajo se hace una aglomeración para saludar, y esto está contra los cuidados, las precauciones que debemos tener delante de esta “señora” que se llama COVID y que nos hace tanto daño. Por eso, perdonadme si yo no bajo a saludarlos: los saludo desde aquí pero los llevo a todos en el corazón. Y ustedes, llévenme a mí en el corazón y oren por mí. A distancia, se puede orar uno por otro; gracias por la comprensión.

En nuestro itinerario de catequesis sobre la oración, después de haber recorrido el Antiguo Testamento, llegamos ahora a Jesús. Y Jesús oraba. El inicio de su misión pública tiene lugar con el bautismo en el río Jordán. Los evangelistas concuerdan en atribuir importancia fundamental a este episodio. Narran cómo todo el pueblo se había recogido en oración, y especifican que este reunirse tuvo un claro carácter penitencial (cf. Mc 1, 5; Mt 3, 8). El pueblo iba con Juan para hacerse bautizar para el perdón de los pecados: hay un carácter penitencial, de conversión.

El primer acto público de Jesús es por tanto la participación en una oración coral del pueblo, una oración del pueblo que va a bautizarse, una oración penitencial, donde todos se reconocían pecadores. Por esto el Bautista quería oponerse, y dice: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?» (Mt 3, 14). El Bautista entiende quién era Jesús. Pero Jesús insiste: el suyo es un acto que obedece a la voluntad del Padre (v. 15), un acto de solidaridad con nuestra condición humana. Él ora con los pecadores del pueblo de Dios. Metámonos esto en la cabeza: Jesús es el Justo, no es pecador. Pero Él ha querido descender hasta nosotros, pecadores, y Él ora con nosotros, y cuando nosotros oramos Él está con nosotros orando; Él está con nosotros porque está en el cielo orando por nosotros. Jesús siempre ora con su pueblo, siempre ora con nosotros: siempre. Nunca oramos solos, siempre oramos con Jesús. No se queda en la orilla opuesta del río — “Yo soy justo, ustedes pecadores”— para marcar su diferencia y distancia del pueblo desobediente, sino que sumerge sus pies en las mismas aguas de purificación. Se hace como un pecador. Y esta es la grandeza de Dios que envió a su Hijo que se anonadó a sí mismo y apareció como un pecador.

Jesús no es un Dios lejano, y no puede serlo. La encarnación lo reveló de una manera completa y humanamente impensable. Así, inaugurando su misión, Jesús se pone a la cabeza de un pueblo de penitentes, como encargándose de abrir una brecha a través de la cual todos nosotros, después de Él, debemos tener la valentía de pasar. Pero la vía, el camino, es difícil; pero Él va, abriendo el camino. El Catecismo de la Iglesia Católica explica que esta es la novedad de la plenitud de los tiempos. Dice: «La oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos, es finalmente vivida por el propio Hijo unigénito en su humanidad, con los hombres y por los hombres» (n. 2599). Jesús ora con nosotros. Metamos esto en la cabeza y en el corazón: Jesús ora con nosotros.

Ese día, a orillas del río Jordán, está por tanto toda la humanidad, con sus anhelos sin expresar de oración. Está sobre todo el pueblo de los pecadores: esos que pensaban que no podían ser amados por Dios, los que no osaban ir más allá del umbral del templo, los que no oraban porque no se sentían dignos. Jesús ha venido por todos, también por ellos, y empieza precisamente uniéndose a ellos, a la cabeza.

Sobre todo el Evangelio de Lucas hace evidente el clima de oración en el que tuvo lugar el bautismo de Jesús: «Mientras todo el pueblo era bautizado y Jesús, habiendo recibido el bautismo, estaba en oración, se abrió el cielo» (3, 21). Orando, Jesús abre la puerta de los cielos, y de esa brecha desciende el Espíritu Santo. Y desde lo alto una voz proclama la verdad maravillosa: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti he puesto mi complacencia» (v. 22). Esta sencilla frase encierra un inmenso tesoro: nos hace intuir algo del misterio de Jesús y de su corazón siempre dirigido al Padre. En el torbellino de la vida y el mundo que llegará a condenarlo, incluso en las experiencias más duras y tristes que tendrá que soportar, incluso cuando experimenta que no tiene un lugar donde recostar la cabeza (cf. Mt 8, 20), también cuando a su alrededor se desencadenan el odio y la persecución, Jesús no está nunca sin el refugio de una morada: habita eternamente en el Padre.

Esta es la grandeza única de la oración de Jesús: el Espíritu Santo toma posesión de su persona y la voz del Padre atestigua que Él es el amado, el Hijo en el que Él se refleja plenamente.

Esta oración de Jesús, que a orillas del río Jordán es totalmente personal – y así será durante toda su vida terrena –, en Pentecostés se convertirá por gracia en la oración de todos los bautizados en Cristo. Él mismo nos obtuvo este don, y nos invita a orar como Él oraba.

Por esto, si en una noche de oración nos sentimos débiles y vacíos, si nos parece que la vida ha sido completamente inútil, debemos en ese instante suplicar que la oración de Jesús se haga también la nuestra. “Yo no puedo orar hoy, no sé qué hacer: no me siento capaz, soy indigno, indigna”. En ese momento, es necesario encomendarse a Él para que ore por nosotros. Él en este momento está delante del Padre orando por nosotros, es el intercesor; hace ver al Padre las llagas, por nosotros. ¡Tenemos confianza en esto! Si nosotros tenemos confianza, oiremos entonces una voz del cielo, más fuerte que la que sube de los bajos fondos de nosotros mismos, y escucharemos esta voz susurrar palabras de ternura: “Tú eres el amado de Dios, tú eres hijo, tú eres la alegría del Padre de los cielos”. Precisamente por nosotros, para cada uno de nosotros hace eco la palabra del Padre: aunque fuéramos rechazados por todos, pecadores de la peor especie. Jesús no bajó a las aguas del Jordán por sí mismo, sino por todos nosotros. Era todo el pueblo de Dios que se acercaba al Jordán para orar, para pedir perdón, para hacer ese bautismo de penitencia. Y como dice aquel teólogo, se acercaban al Jordán “desnuda el alma y desnudos los pies”. Así es la humildad. Para orar se necesita humildad. Ha abierto los cielos, como Moisés había abierto las aguas del Mar Rojo, para que todos pudiéramos pasar detrás de Él. Jesús nos ha regalado su misma oración, que es su diálogo de amor con el Padre. Nos lo dio como una semilla de la Trinidad, que quiere echar raíces en nuestro corazón. ¡Acojámoslo! Acojamos este don, el don de la oración. Siempre con Él. Y no nos equivocaremos.

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