CATEQUESIS DEL PAPA: NO AL ATEÍSMO COTIDIANO (21/10/2020)

El “sagrado temor de Dios” es lo que nos hace plenamente humanos. Así lo afirmó el Papa Francisco en su catequesis durante la Audiencia General de este 21 de octubre en el Aula Pablo VI, en la que volvió a hablar sobre la oración de los Salmos. A partir de la figura del “impío”, es decir de aquel que “vive como si Dios no existiera”, que “no teme juicios sobre lo que piensa y lo que hace”, el Papa Francisco explicó que el Libro de los Salmos “presenta la oración como la realidad fundamental de la vida”, pues ella es “la salvación del ser humano”. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy tendremos que cambiar un poco la forma de realizar esta audiencia por causa del coronavirus. Ustedes están separados, también con la protección de la mascarilla y yo estoy aquí un poco distante y no puedo hacer lo que hago siempre, acercarme a ustedes, porque sucede que cada vez que yo me acerco, ustedes se acercan y se pierde la distancia y está el peligro para ustedes del contagio. Siento hacer esto, pero es por su seguridad. En vez de ir cerca de ustedes y estrecharnos la mano y saludar, nos saludamos desde lejos, pero sepan que yo estoy cerca de ustedes con el corazón. Espero que entiendan por qué hago esto. Por otro lado, mientras leían los lectores el pasaje bíblico, me ha llamado la atención ese niño o niña que lloraba. Yo veía a la madre que acunaba y amamantaba al bebé y he pensado: “así hace Dios con nosotros, como esa madre”. Con cuánta ternura trataba de mover al bebé, de amamantar. Son imágenes bellísimas. Y cuando en la Iglesia sucede esto, cuando un niño llora, se sabe que ahí está la ternura de una madre, como hoy, está la ternura de una madre que es el símbolo de la ternura de Dios con nosotros. Nunca hagan callar a un niño que llora en la Iglesia, nunca, porque es la voz que atrae la ternura de Dios. Gracias por tu testimonio.

Completamos hoy la catequesis sobre la oración de los Salmos. Ante todo, notamos que en los Salmos aparece a menudo una figura negativa, la del “impío”, es decir aquel o aquella que vive como si Dios no existiera. Es la persona sin ninguna referencia al trascendente, sin ningún freno a su arrogancia, que no teme juicios sobre lo que piensa y lo que hace.

Por esta razón el Salterio presenta la oración como la realidad fundamental de la vida. La referencia al absoluto y al trascendente — que los maestros de ascética llaman el “sagrado temor de Dios” — es lo que nos hace plenamente humanos, es el límite que nos salva de nosotros mismos, impidiendo que nos abalancemos sobre esta vida de forma predatoria y voraz. La oración es la salvación del ser humano.

Cierto, existe también una oración falsa, una oración hecha solo para ser admirados por los demás. Ese o esos que van a Misa solamente para hacer ver que son católicos o para hacer ver el último modelo que han comprado, o para quedar bien en lo social. Van a una oración falsa. Jesús ha advertido fuertemente a este respecto (cf. Mt 6, 5-6; Lc 9, 14). Pero cuando el verdadero espíritu de la oración es acogido con sinceridad y desciende al corazón, entonces ésta nos hace contemplar la realidad con los ojos mismos de Dios.

Cuando se ora, todo adquiere “espesor”. Esto es curioso en la oración, quizá empezamos en una cosa sutil, pero en la oración esa cosa adquiere espesor, adquiere peso, como si Dios la tomara en sus manos y la transformara. El peor servicio que se puede prestar, a Dios y también al hombre, es orar con cansancio, de forma rutinaria. Orar como los loros. No, se ora con el corazón. La oración es el centro de la vida. Si hay oración, también el hermano, la hermana, incluso el enemigo, se vuelve importante. Un antiguo dicho de los primeros monjes cristianos dice así: «Bienaventurado el monje que, después de Dios, considera a todos los hombres como Dios» (Evagrio Póntico, Tratado sobre la oración, n. 123). Quien adora a Dios, ama a sus hijos. Quien respeta a Dios, respeta a los seres humanos.

Por esto, la oración no es un calmante para aliviar las ansiedades de la vida; o, de cualquier modo, una oración de este tipo no es seguramente cristiana. Más bien la oración responsabiliza a cada uno de nosotros. Lo vemos claramente en el “Padre Nuestro”, que Jesús ha enseñado a sus discípulos.

Para aprender esta forma de orar, el Salterio es una gran escuela. Hemos visto cómo los salmos no usan siempre palabras refinadas y gentiles, y a menudo llevan impresas las cicatrices de la existencia. Sin embargo, todas estas oraciones han sido usadas primero en el Templo de Jerusalén y después en las sinagogas; también las más íntimas y personales. Así se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica: «Las expresiones multiformes de la oración de los Salmos nacen al mismo tiempo en la liturgia del templo y en el corazón del hombre» (n. 2588). Y así la oración personal toma y se alimenta de la del pueblo de Israel, primero, y de la del pueblo de la Iglesia, después.

También los salmos en primera persona singular, que confían los pensamientos y los problemas más íntimos de un individuo, son patrimonio colectivo, hasta ser orados por todos y para todos. La oración de los cristianos tiene esta “respiración”, esta “tensión” espiritual que mantiene unidos el templo y el mundo. La oración puede comenzar en la penumbra de una nave, pero luego termina su recorrido por las calles de la ciudad. Y viceversa, puede germinar durante las ocupaciones cotidianas y encontrar cumplimiento en la liturgia. Las puertas de las iglesias no son barreras, sino “membranas” permeables, disponibles a recoger el grito de todos.

En la oración del Salterio el mundo está siempre presente. Los salmos, por ejemplo, dan voz a la promesa divina de salvación de los más débiles: «Por la opresión de los humildes y el gemido de los pobres, ahora, me alzaré – dice el Señor –; pondré a salvo a quien es despreciado» (12, 6). O advierten sobre el peligro de las riquezas mundanas, porque «el hombre en la prosperidad no comprende, es como los animales que perecen» (48, 21). O, también, abren el horizonte a la mirada de Dios sobre la historia: «El Señor anula los designios de las naciones, hace vanos los proyectos de los pueblos. Pero el designio del Señor subsiste para siempre, los proyectos de su corazón por todas las generaciones» (33, 10-11).

En resumen, donde está Dios, también debe estar el hombre. La Sagrada Escritura es categórica: «Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1Jn 4, 19). Él siempre va antes que nosotros. Él nos espera siempre porque nos ama primero, nos mira primero, nos entiende primero. Él nos espera siempre. «Si alguno dice “Amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso. Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4, 20). Si tú rezas muchos rosarios al día, pero luego chismorreas sobre los demás, y después tienes rencor dentro, tienes odio contra los demás, esto es puro artificio, no es verdad. «Y este es el mandamiento que hemos recibido de él: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1Jn 4, 21). La Escritura admite el caso de una persona que, incluso buscando a Dios sinceramente, nunca logra encontrarlo; pero afirma también que no se pueden negar nunca las lágrimas de los pobres, so pena de no encontrar a Dios. Dios no sostiene el “ateísmo” de quien niega la imagen divina que está impresa en todo ser humano. Ese ateísmo de todos los días: yo creo en Dios, pero con los demás mantengo la distancia y me permito odiar a los demás. Esto es ateísmo práctico. No reconocer a la persona humana como imagen de Dios es un sacrilegio, es una abominación, es la peor ofensa que se puede llevar al templo y al altar.

Queridos hermanos y hermanas, que la oración de los salmos nos ayude a no caer en la tentación de la “impiedad”, es decir de vivir, y quizá también de orar, como si Dios no existiera, y como si los pobres no existieran.

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