CUANTO MÁS UNIDOS ESTEMOS A JESÚS NOS SENTIREMOS RESPONSABLES DE LOS DEMÁS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA ORACIÓN ECUMÉNICA POR LA PAZ (20/10/2020)

“Nadie se salva solo – Paz y Fraternidad”, es éste el título del trigésimo cuarto encuentro de Oración por la Paz en el espíritu de Asís, promovido por la Comunidad de San Egidio, y que se llevó a cabo en Roma, debido a la pandemia. Es importante recordar que esta histórica jornada fue deseada por el Papa Juan Pablo II en 1986. Desde el corazón de Europa, se ofreció al mundo un solemne momento de reflexión, oración y de encuentro: un mensaje de esperanza para el futuro en el nombre del bien más grande, el de la Paz. Tras las oraciones en diversas religiones en lugares distintos, los cristianos oraron este 20 de octubre, desde la Basílica de Santa María Ara Coeli, en presencia del Papa Francisco, de Bartolomé, el Patriarca de Constantinopla, y de representantes de diversas Iglesias ortodoxas y protestantes. Transcribimos a continuación, el texto completo de la homilía del Papa, traducido del italiano:

Es un don orar juntos. Agradezco y saludo con afecto a todos ustedes, en particular a Su Santidad el Patriarca Ecuménico, mi hermano Bartolomé y al querido Obispo Heinrich, Presidente del Consejo de la Iglesia Evangélica en Alemania. Desafortunadamente, el Reverendísimo Arzobispo de Canterbury Justin no pudo venir debido a la pandemia.

El pasaje de la Pasión del Señor que hemos escuchado se sitúa poco antes de la muerte de Jesús y habla de la tentación que se cierne sobre Él, exhausto en la cruz. Mientras vive el momento más extremo del dolor y del amor, muchos, sin piedad, lanzan unas palabras contra Él: «Sálvate a ti mismo» (Mc 15, 30). Es una tentación crucial, que nos amenaza a todos, también a nosotros, cristianos: es la tentación de pensar sólo en protegerse a sí mismo o al propio grupo, de tener en mente solamente los propios problemas e intereses, mientras todo lo demás no cuenta. Es un instinto muy humano, pero malo, y es el último desafío al Dios crucificado.

Sálvate a ti mismo. Lo dicen primero «los que pasaban por ahí» (v. 29). Era gente común, que había escuchado hablar a Jesús y hacer prodigios. Ahora le dicen: «Sálvate a ti mismo, bajando de la cruz». No tenían compasión, sino ganas de milagros, de verlo bajar de la cruz. Quizás también nosotros a veces preferiríamos un dios espectacular más que compasivo, un dios poderoso a los ojos del mundo, que se impone con la fuerza y desbarata a quien nos odia. Pero este no es Dios, es nuestro yo. Cuántas veces queremos un dios a nuestra medida, más que llegar nosotros a la medida de Dios; un dios como nosotros, más que llegar a ser nosotros como Él. Pero así, en vez de la adoración a Dios preferimos el culto al yo. Es un culto que crece y se alimenta con la indiferencia hacia el otro. A los que pasaban, de hecho, Jesús les interesaba sólo para satisfacer sus deseos. Pero, reducido a un descartado en la cruz, ya no les interesaba más. Estaba delante de sus ojos, pero lejos de su corazón. La indiferencia los mantenía distantes del verdadero rostro de Dios.

Sálvate a ti mismo. En un segundo momento dan un paso al frente los jefes de los sacerdotes y los escribas. Eran los que habían condenado a Jesús porque representaba un peligro para ellos. Pero todos somos especialistas en poner en la cruz a los demás para salvarnos a nosotros mismos. Jesús, en cambio, se deja clavar para enseñarnos a no descargar el mal sobre los demás: «¡A otros ha salvado y a sí mismo no puede salvarse a sí mismo!» (v. 31). Conocían a Jesús, recordaban las curaciones y las liberaciones que había realizado, y relacionan todo esto con malicia: insinúan que salvar, socorrer a los demás no trae ningún bien; Él, que se había entregado tanto por los demás, ¡se está perdiendo a sí mismo! La acusación es sarcástica y se reviste de términos religiosos, usando dos veces el verbo salvar. Pero el “evangelio” del sálvate a ti mismo no es el Evangelio de la salvación. Es el evangelio apócrifo más falso, que carga las cruces sobre los demás. El Evangelio verdadero, en cambio, se carga con las cruces de los demás.

Sálvate a ti mismo. Al final, incluso los crucificados con Jesús se unen al clima de desafío contra Él. ¡Qué fácil es criticar, hablar en contra, ver el mal en los demás y no en uno mismo, hasta descargar las culpas sobre los más débiles y marginados! Pero ¿por qué esos crucificados se ensañan con Jesús? Porque no los quita de la cruz. Le dicen: «Sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lc 23, 39). Sólo buscan a Jesús para resolver sus problemas. Pero Dios no viene tanto a liberarnos de los problemas, que siempre vuelven a presentarse, sino para salvarnos del verdadero problema, que es la falta de amor. Esta es la causa profunda de nuestros males personales, sociales, internacionales, ambientales. Pensar sólo en sí mismo es el padre de todos los males. Pero uno de los ladrones observa a Jesús y ve en Él el amor humilde. Y obtiene el cielo haciendo una sola cosa: cambiando la atención de sí mismo a Jesús, de sí mismo a quien estaba a su lado (cf. v. 42).

Queridos hermanos y hermanas, en el Calvario tuvo lugar el gran duelo entre Dios que vino a salvarnos y el hombre que quiere salvarse a sí mismo; entre la fe en Dios y el culto al yo; entre el hombre que acusa y Dios que perdona. Y llegó la victoria de Dios, su misericordia descendió sobre el mundo. De la cruz brotó el perdón, renació la fraternidad: «La cruz nos hace hermanos» (Benedicto XVI, Palabras al final del Vía Crucis, 21 marzo 2008). Los brazos de Jesús, abiertos en la cruz, marcan el punto de inflexión, porque Dios no señala con el dedo a nadie, sino que abraza a todos. Porque sólo el amor apaga el odio, sólo el amor vence a la injusticia. Sólo el amor hace lugar para el otro. Sólo el amor es el camino para la plena comunión entre nosotros.

Miremos a Dios crucificado, y pidámosle a Dios crucificado la gracia de estar más unidos, de ser más fraternos. Y cuando estemos tentados a seguir la lógica del mundo, recordemos las palabras de Jesús: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35). Lo que a los ojos de los hombres es una pérdida, para nosotros es la salvación. Aprendamos del Señor, que nos ha salvado despojándose de sí mismo (cf. Flp 2, 7), haciéndose otro: de Dios, hombre; de espíritu, carne; de rey, siervo. También a nosotros nos invita a “hacernos otros”, a ir hacia los demás. Cuanto más unidos estemos al Señor Jesús, seremos más abiertos y “universales”, porque nos sentiremos responsables de los demás. Y el otro será el camino para salvarse a sí mismo: cada otro, cada ser humano, cualquiera sea su historia o su credo. Comenzando por los pobres, por los más parecidos a Cristo. El gran arzobispo de Constantinopla, San Juan Crisóstomo, escribió que «si no hubiera pobres, en gran parte sería demolida nuestra salvación» (Sobre la 2ª. Carta a los Corintios, XVII, 2). Que el Señor nos ayude a caminar juntos por el camino de la fraternidad, para ser testigos creíbles del Dios vivo.

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