INTERCEDE POR ROMA Y POR LA PAZ EN EL MUNDO: HOMILÍA DEL PAPA EN LAS VÍSPERAS POR LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA MAYOR (05/08/2024)

La imagen es la misma, siempre evocadora, vista y vivida por el pueblo de Roma unas 115 veces: el Papa recogido, en su silla de ruedas, en oración ante la Salus Populi Romani, icono protector de los ciudadanos de la Capital en el que la gracia toma forma concreta, libre de “todo revestimiento mitológico, mágico, espiritualista, siempre al acecho en el campo de la religión”. Este 5 de agosto, sin embargo, el contexto que enmarca este marco es diferente: tanto por la ocasión, la Fiesta de Nuestra Señora de las Nieves en la que el Papa Francisco participó asistiendo a las Segundas Vísperas en la Solemnidad de la dedicación de la Basílica; como por la actualidad, es decir, las guerras que desfiguran a la humanidad, con la creciente tensión en el polvorín de Medio Oriente y en otros lugares del mundo que hacen aún más solemne la invocación de paz que el Papa confió a la Virgen. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Hay dos signos que caracterizan esta celebración: el primero es la tradicional “nevada”, que ocurrirá dentro de poco, durante el Magníficat; el segundo es el icono de la Salus Populi Romani. Estos dos signos, bien interpretados, nos pueden ayudar a captar el mensaje de la Palabra de Dios que hemos rezado en los salmos y escuchado en la Lectura.

La “nevada”. ¿Es sólo folclore o tiene un valor simbólico? Depende de nosotros, de cómo la percibimos y del sentido que le damos. Todos sabemos que está evoca el fenómeno prodigioso que le indicó al Papa Liberio el lugar donde construir la basílica primitiva. Sin embargo, el hecho de que este signo se repita en la celebración de la solemnidad de este día, dentro de la Basílica y durante la liturgia, invita a leerlo más bien en una clave simbólica.

Y entonces sugiero dejarnos guiar por dos versículos del libro de Sirácides que, a propósito de la nieve que Dios hace caer del cielo, dice así: «el ojo admira la belleza de su candor / y el corazón se asombra al verla caer» (Sir 43, 18). Aquí, el sabio hace evidente el doble sentimiento que el fenómeno natural suscita en el ánimo humano: admiración y asombro. Viendo caer la nieve, “el ojo admira” y “el corazón se asombra”. Y esto nos orienta para interpretar el signo de la nevada: ésta puede entenderse como símbolo de la gracia, es decir de una realidad que une la belleza y la gratuidad. Es algo que no se merece, ni mucho menos se compra, solo puede recibirse como don, y como tal es también totalmente impredecible, precisamente como una nevada en Roma en pleno verano. La gracia suscita admiración y asombro. No olvidemos estas dos palabras: capacidad de admirarse y capacidad de asombrarse. Y estas dos capacidades no debemos perderlas, porque forman parte de la experiencia de nuestra fe.

Y con esta actitud interior, nuestra mirada puede ahora dirigirse al segundo signo, mucho más importante: el antiguo Icono mariano qué es, por así decirlo, la joya de esta Basílica. En ella la gracia adquiere plenamente su forma cristiana en la imagen de la Virgen Madre con el Niño. La Santa Madre de Dios. Aquí la gracia aparece de manera concreta, despojada de todo revestimiento mitológico, o mágico, o espiritualista, siempre al acecho en la religión. En el icono está sólo lo esencial: Mujer e Hijo, como en el texto de San Pablo que escuchamos hace poco: «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4, 4). La Mujer es la llena de gracia, concebida sin pecado, Inmaculada como la nieve apenas caída. Dios la miró con admiración y asombro – también Dios se asombra… –, y la eligió como Madre porque es hija de su Hijo: engendrada en Él antes de todos los tiempos y convertida en su Madre en la plenitud del tiempo. El Niño sostiene el Libro Sagrado con el brazo izquierdo y con el derecho bendice; y la primera bendecida es ella, la Madre, la Bendita entre todas las mujeres. Su manto oscuro permite resaltar las vestiduras doradas del Hijo: solamente en Él habita toda la plenitud de la divinidad; ella, con el rostro descubierto, refleja su gloria. Tomémonos un poco de tiempo para ir a mirar a la Virgen. Mirémosla en silencio, viendo todas estas cosas, mirando este icono que nos santifica tanto, a todos nosotros. Tomémonos un poco de tiempo para ir, después, a mirarla.

Por eso el pueblo fiel viene a pedir la bendición a la Santa Madre de Dios, porque ella es la mediadora de la gracia que surge siempre y solamente de Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. Especialmente durante el próximo año, Año Santo del Jubileo, serán muchísimos los peregrinos que vendrán a esta Basílica a pedir la bendición a la Madre. Hoy, nosotros estamos aquí reunidos como una especie de avanzada e invocamos su intercesión por la ciudad de Roma, nuestra ciudad, y por todo el mundo, especialmente por la paz: la paz que es verdadera y duradera solo si nace de corazones arrepentidos y corazones perdonados; el perdón crea la paz, porque es la actitud más noble del Señor, perdonar; la paz que viene de la Cruz de Cristo, de su sangre, que Él tomó de María y derramó para la remisión de los pecados.

Quisiera concluir dirigiéndome a la Virgen Santa con las palabras de San Cirilo de Alejandría al finalizar el Concilio de Éfeso: «Te saludo, oh María, Madre de Dios, tú que trajiste a la luz, tu purísima. Te saludo, Virgen María, Madre y sierva. Virgen, por medio de Aquel que nació de ti; madre, por aquel al que tuviste en brazos. […] Te saludo, María tesoro de la tierra; lámpara que no se apaga; de ti nació el sol de justicia» (Homilía 11: PG 77). Santa Madre de Dios, ruega por nosotros.

Y ahora los invito, todos juntos – veamos si son capaces de hacerlo – todos juntos, a repetir tres veces: “Te saludo, Santa Madre de Dios”. Todos juntos: [todos] “Te saludo, Santa Madre de Dios”. [todos] “Te saludo, Santa Madre de Dios”. Una vez más, más fuerte: [todos] “Te saludo, Santa Madre de Dios”.

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