CATEQUESIS DEL PAPA: BENEVOLENCIA Y PAZ, PARA QUE LOS CRISTIANOS PERFUMEN EL MUNDO (21/08/2024)

El Papa Francisco dedicó la catequesis de la Audiencia General de este 21 de agosto, al Espíritu Santo en el bautismo de Jesús, ante unos 5,000 fieles y peregrinos presentes en el Aula Pablo VI. A orillas del Jordán, el Espíritu Santo desciende en forma de paloma sobre Jesús. La página del Evangelio de Marcos (Mc 1, 9-11) describe la escena en la que resuena una voz del cielo que dice: «Tú eres mi Hijo, el amado: en ti he puesto mi complacencia». Se trata de vivir los frutos del Espíritu, “que son el amor, la alegría, la paz, la magnanimidad, la benevolencia, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre, el dominio de sí mismo”, dijo el Pontífice en su catequesis cuyo texto compartimos a continuación, traducido del italiano:

"El Espíritu del Señor está sobre mí". El Espíritu Santo en el Bautismo de Jesús

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy reflexionamos sobre el Espíritu Santo que viene sobre Jesús en el bautismo en el Jordán y desde Él se difunde en su cuerpo, que es la Iglesia. En el Evangelio de Marcos la escena del bautismo de Jesús se describe así: «En aquellos días, Jesús vino de Nazaret de Galilea y fue bautizado en el Jordán por Juan. Y en seguida, al salir del agua, vio abrirse los cielos y al Espíritu que descendía hacia él como una paloma. Y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado: en ti he puesto mi complacencia”» (Mc 1, 9-11).

Toda la Trinidad se dio cita, en aquel momento, a orillas del Jordán. Está el Padre que se hace presente con su voz; está el Espíritu Santo que desciende sobre Jesús en forma de paloma y está aquel a quien el Padre proclama como su Hijo amado, Jesús. Es un momento muy importante de la Revelación, es un momento importante de la historia de la salvación. Nos hará bien releer este pasaje del Evangelio.

¿Qué sucedió que fue tan importante en el bautismo de Jesús que indujo a todos los evangelistas a relatarlo? La respuesta la encontramos en las palabras que Jesús pronuncia, poco tiempo después, en la sinagoga de Nazaret, con clara referencia al evento del Jordán: «El Espíritu del Señor está sobre mí; para esto me ha consagrado con la unción» (Lc 4, 18).

En el Jordán, Dios Padre “ungió de Espíritu Santo”, es decir, consagró a Jesús como Rey, Profeta y Sacerdote. De hecho, con óleo perfumado eran ungidos en el Antiguo Testamento los reyes, profetas y sacerdotes. En el caso de Cristo, en lugar del óleo físico, está el óleo espiritual que es el Espíritu Santo, en lugar del símbolo está la realidad: es el Espíritu mismo el que desciende sobre Jesús.

Jesús estaba lleno del Espíritu Santo desde el primer momento de su Encarnación. Aquella, sin embargo, era una “gracia personal”, incomunicable; ahora, en cambio, con esta unción, recibe la plenitud del don del Espíritu para su misión que, como cabeza, comunicará a su cuerpo que es la Iglesia, y a cada uno de nosotros. Por eso la Iglesia es el nuevo “pueblo real, pueblo profético, pueblo sacerdotal”. El término hebreo “Mesías” y el correspondiente griego “Cristo”, – Christos –, ambos referidos a Jesús, significan “ungido”: fue ungido con el óleo de la alegría, ungido con el Espíritu Santo. Nuestro mismo nombre de “cristianos” será explicado por los Padres en el sentido literal: cristianos quiere decir “ungidos a imitación de Cristo”. [1]

Hay un Salmo en la Biblia que habla de un óleo perfumado, derramado sobre la cabeza del sumo sacerdote Aarón y que desciende hasta el borde de su manto (cf. Sal 133, 2). Esta imagen poética del óleo que desciende, usada para describir la felicidad de vivir juntos como hermanos, se ha convertido en realidad espiritual y mística en Cristo y en la Iglesia. Cristo es la cabeza, nuestro Sumo Sacerdote, el Espíritu Santo es el óleo perfumado y la Iglesia es el cuerpo de Cristo en el que se difunde.

Hemos visto por qué el Espíritu Santo, en la Biblia, es simbolizado por el viento y, aún más, toma de él su propio nombre, Ruah – viento. Vale la pena preguntarse también por qué es simbolizado por el óleo, y qué enseñanza práctica podemos extraer de este símbolo. En la Misa del Jueves Santo, al consagrar el óleo llamado “Crisma”, el Obispo, refiriéndose a los que recibirán la unción en el Bautismo y la Confirmación, dice así: «Que esta unción los penetre y santifique, para que, liberados de la corrupción nativa y consagrados como templo de su gloria, difundan el perfume de una vida santa». Es una aplicación que se remonta a San Pablo, que a los Corintios escribe: «Nosotros somos de hecho, ante Dios, el perfume de Cristo» (2 Cor 2, 15). La unción nos hace perfume, y también una persona que vive con alegría su unción perfuma a la Iglesia, perfuma a la comunidad, perfuma a la familia con este perfume espiritual.

Sabemos que, por desgracia, a veces los cristianos no difunden el perfume de Cristo, sino el mal olor de su propio pecado. Y no olvidemos nunca: el pecado nos aleja de Jesús, el pecado hace que nos volvamos mal aceite. El diablo – no olviden esto – normalmente, el diablo entra por los bolsillos – tengan cuidado. Y esto, sin embargo, no debe distraernos de nuestro compromiso de realizar, en cuanto nos sea posible y cada uno en su ambiente, esta vocación sublime de ser el buen olor de Cristo en el mundo. El perfume de Cristo emana de los “frutos del Espíritu”, que son «amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí mismo» (Gal 5, 22). Esto lo dijo Pablo, y qué hermoso es encontrar una persona que tenga estas virtudes: una persona con amor, una persona gozosa, una persona que crea la paz, una persona magnánima, no tacaña, una persona benévola que acoge a todos, una persona buena. Es hermoso encontrar una persona buena, una persona fiel, una persona mansa, que no sea orgullosa… Si nos esforzamos por cultivar estos frutos y cuando encontremos esta gente, entonces, sin que nos demos cuenta, alguno sentirá en torno a nosotros un poco de la fragancia del Espíritu de Cristo. Pidamos al Espíritu Santo que nos haga más conscientes de ser ungidos, ungidos por Él.


[1] cf. S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógica, III, 1.

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