QUE EUROPA VUELVA A ENCONTRAR EL ROSTRO JOVEN DE JESÚS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA CON LAS CONFERENCIAS EPISCOPALES DE EUROPA (23/09/2021)

Con una Misa en la Basílica Vaticana, el Papa Francisco presidió este 23 de septiembre, la apertura del 50 aniversario del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, reflexionando sobre tres verbos que interpelan a los cristianos y pastores de Europa hoy: reflexionar, reconstruir y ver. La invitación del Señor a reflexionar sobre la propia conducta hecha a su pueblo (Ag 1, 5.7), que una vez regresado del exilio se había preocupado de “adecentar sus hogares”, contentándose con quedarse “cómoda y tranquilamente en su casa”, mientras el templo de Dios estaba en ruinas fue el punto de partida de la homilía del Sumo Pontífice, cuyo texto compartimos a continuación, traducido del italiano:

Hay tres verbos que hoy nos ofrece la Palabra de Dios y que nos interpelan como cristianos y pastores en Europa: reflexionar, reconstruir, ver.

Reflexionar es lo que el Señor ante todo invita a hacer por medio del profeta Ageo: «Reflexionen bien sobre su comportamiento». Dos veces lo dice al pueblo (Ag 1, 5.7). ¿Sobre qué aspectos del propio comportamiento debía reflexionar el pueblo de Dios? Escuchemos qué dice el Señor: «¿Les parece este el momento para vivir tranquilos en sus casas bien protegidas, mientras esta casa todavía está en ruinas?» (v.4). El pueblo, que ha vuelto del exilio, estaba preocupado re reorganizar sus habitaciones. Y ahora se contenta de estar cómodo y tranquilo en casa, mientras el templo de Dios está en escombros y nadie lo reedifica. Esta invitación a reflexionar nos interpela: de hecho, también hoy en Europa nosotros los cristianos tenemos la tentación de quedarnos cómodos en nuestras estructuras, en nuestras casas y nuestras iglesias, en nuestras seguridades dadas por las tradiciones, en la satisfacción de un cierto consenso, mientras alrededor los templos se vacían y Jesús es olvidado cada vez más.

Reflexionemos: ¡cuántas personas ya no tienen hambre y sed de Dios! No porque sean malas, no, sino porque falta quien les abra el apetito de la fe y encienda de nuevo esa sed que existe en el corazón del hombre: esa «creada y perpetua sed» de la que habla Dante (Paraíso, II, 19) y que la dictadura del consumismo, dictadura ligera pero sofocante, trata de extinguir. Muchos son llevados a advertir sólo necesidades materiales, no la falta de Dios. Y nosotros ciertamente nos preocupamos, pero ¿cuánto nos preocupamos en verdad? Es fácil juzgar a quien no cree, es cómodo enlistar los motivos de la secularización, del relativismo y de tantos otros “ismos”, pero en el fondo es estéril. La Palabra de Dios nos lleva a reflexionar sobre nosotros: ¿sentimos afecto y compasión por quien no ha tenido la alegría de encontrar a Jesús o la ha perdido? ¿Estamos tranquilos porque no nos falta nada para vivir, o inquietos al ver a tantos hermanos y hermanas lejos de la alegría de Jesús?

Sobre otra cosa, el Señor, a través del profeta Ageo, pide a su pueblo que reflexione. Dice así: «Comieron, pero no para quitarse el hambre; bebieron, pero no hasta embriagarse; se vistieron, pero no se calentaron» (v. 6). El pueblo, en fin, tenía cuanto quería, y no era feliz. ¿Qué le faltaba? Nos lo sugiere Jesús, con palabras que parecen recalcar las de Ageo: «Tuve hambre y no me dieron de comer, tuve sed y no me dieron de beber, […] estuve desnudo y no me vistieron» (Mt 25, 42-43). La falta de caridad causa la infelicidad, porque sólo el amor sacia el corazón. Sólo el amor sacia el corazón. Encerrados en los intereses por las propias cosas, los habitantes de Jerusalén habían perdido el sabor de la gratuidad. Puede ser también nuestro problema: concentrarse en las distintas posiciones en la Iglesia, en debates, agendas y estrategias, y perder de vista el verdadero programa, el del Evangelio: el impulso de la caridad, el ardor de la gratuidad. El camino de salida de los problemas y las cerrazones es siempre el del don gratuito. No hay otro. Reflexionemos.

Y después de haber reflexionado, está el segundo pasaje: reconstruir. «Reconstruyan mi casa», pide Dios a través del profeta (Ag 1, 8). Y el pueblo reconstruye el templo. Deja de contentarse con un presente tranquilo y trabaja por el porvenir. Y como había gente que estaba en contra de esto, nos dice el Libro de las Crónicas que trabajaban con una mano sobre las piedras, para construir, y la otra mano en la espada, para defender este proceso de reconstruir. No fue fácil reconstruir el templo. De esto tiene necesidad la construcción de la casa común europea: de dejar las conveniencias de lo inmediato para volver a la visión de largo alcance de los padres fundadores, una visión – me atrevo a decir – profética y de conjunto, porque ellos no buscaban los consensos del momento, sino que soñaban el futuro de todos. Así se han construido los muros de la casa europea y sólo así podrán fortalecerse. Esto es válido también para la Iglesia, casa de Dios. Para hacerla bella y hospitalaria, es necesario mirar juntos a, porvenir, no restaurar el pasado. Desafortunadamente está de moda ese “restauracionismo” del pasado que nos mata, nos mata a todos. Es verdad, debemos partir de nuevo de los fundamentos, de las raíces – esto sí, es verdad –, porque desde ahí se reconstruye: de la tradición viva de la Iglesia, que se basa en lo esencial, en la buena nueva, en la cercanía y en el testimonio. Desde aquí se reconstruye, de los fundamentos de la Iglesia de los orígenes y de siempre, de la adoración a Dios y del amor al prójimo, no de los propios gustos particulares, no de pactos y negociaciones que podemos hacer ahora, digamos, para defender a la Iglesia o defender a la cristiandad.

Queridos hermanos, quiero agradecerles por este no fácil trabajo de reconstrucción, que llevan adelante con la gracias de Dios. Gracias por estos primeros 50 años al servicio de la Iglesia y de Europa. Animémonos, sin nunca ceder al desánimo y a la resignación: estamos llamados por el Señor a una obra espléndida, a trabajar para que su casa sea cada vez más acogedora, para que cada uno pueda entrar y habitar en ella, para que la Iglesia tenga las puertas abiertas a todos y nadie tenga la tentación de concentrarse sólo en cuidar y cambiar las cerraduras. Las pequeñas cosas exquisitas… Y estamos tentados. No, el cambio va a otro lado, viene de las raíces. La reconstrucción va a otro lado.

El pueblo de Israel reconstruyó el tempo con sus propias manos. Los grandes reconstructores de la fe de continente han hecho lo mismo – pensemos en los Santos Patronos. Pusieron en juego su pequeñez, encomendándose a Dios. Pienso en los Santos, como Martín, Francisco, Domingo, Pío a quien recordamos hoy; a los patrones como Benito, Cirilo y Metodio, Brígida, Catalina de Siena, Teresa Benedicta de la Cruz. Comenzaron por ellos mismos, por cambiar la propia vida acogiendo la gracia de Dios. No se preocuparon de los tiempos obscuros, de las adversidades y de cualquier división, que siempre ha existido. No perdieron tiempo en criticar y culpar. Vivieron el Evangelio, sin preocuparse de la relevancia y la política. Así, con la fuerza humilde del amor de Dios, encarnaron su estilo de cercanía, de compasión y de ternura – el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura –; y construyeron monasterios, bonificaron tierras, dieron alma a personas y países: ningún programa “social” entre comillas, sólo el Evangelio. Y con el Evangelio fueron adelante.

Reconstruyan mi casa. El verbo está conjugado en plural. Toda reconstrucción se hace juntos, en el signo de unidad. Con los demás. Puede haber visiones distintas, pero siempre se cuida la unidad. Porque, si cuidamos la gracia del conjunto, el Señor construye incluso ahí donde nosotros no lo logramos. La gracia del conjunto. Es nuestra llamada: ser Iglesia, un Cuerpo sólo entre nosotros. Es nuestra vocación, en cuanto a ser Pastores: reunir al rebaño, no dispersarlo y mucho menos preservarlo en bellos recintos cerrados. Esto es matarlo. Reconstruir significa hacerse artesanos de comunión, tejedores de unidad a todos los niveles: no por estrategia, sino por Evangelio.

Si así reconstruimos, daremos la posibilidad a nuestros hermanos y hermanas de ver. Es el tercer verbo, con el cual concluye el Evangelio del día, con Herodes que buscaba “ver a Jesús” (cf. Lc 9, 9). Hoy como entonces se habla mucho de Jesús. En esos tiempos de decía: «Juan resucitó de entre los muertos […] Se apareció Elías […] Resucitó uno de los antiguos profetas» (Lc 9, 7-8). Todos ellos apreciaban a Jesús, pero no comprendían su novedad y lo encerraban en esquemas ya vistos: Juan, Elías, los profetas… Jesús, sin embargo, no puede ser encasillado en los esquemas de “lo que se dice” o de lo “ya visto”. Jesús siempre es novedad, siempre. El encuentro con Jesús te llena de asombro, y si tú en el encuentro con Jesús no sientes asombro, no has encontrado a Jesús.

Muchos en Europa piensan que la fe es algo ya visto, que pertenece al pasado. ¿Por qué? Porque no han visto a Jesús trabajando en sus vidas. Y ha menudo no lo han visto porque nosotros con nuestras vidas no lo hemos mostrado suficientemente. Porque a Dios se le ve en los rostros y los gestos de hombres y mujeres transformados por su presencia. Y si los cristianos, en lugar de irradiar la alegría contagiosa del Evangelio, proponen de nuevo esquemas religiosos desgastados, intelectualistas y moralistas, la gente no ve al Buen Pastor. No reconoce a Aquel que, enamorado de cada una de sus ovejas, la llama por su nombre y la busca para cargarla en sus hombros. No ve a Aquel de quien predicamos la increíble Pasión, precisamente porque Él tiene una sola pasión: el hombre. Este amor divino, misericordioso e impactante, es la novedad perenne del Evangelio. Y nos pide a nosotros, queridos hermanos, opciones sabias y audaces, hechas en nombre de la loca ternura con que Cristo nos ha salvado. No nos pide demostrar, nos pide mostrar a Dios, como han hecho los Santos: no con palabras, sino con la vida. Pide oración y pobreza, pide creatividad y gratuidad. Ayudemos a la Europa de hoy, enferma de cansancio – esta es la enfermedad de la Europa de hoy –, a buscar de nuevo el rostro siempre joven de Jesús y de su esposa. No podemos hacer otra cosa más que dar todo nuestro ser para que se vea esta eterna belleza.

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