LA SORDERA DEL CORAZÓN ES PEOR QUE LA FÍSICA: ÁNGELUS DEL 05/09/2021

El Papa Francisco, como cada domingo, se asomó este 5 de septiembre a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano para presidir la oración mariana del Ángelus. Al comentar el Evangelio del día (Mc 7, 31-37), que en este XXIII Domingo del Tiempo Ordinario presenta a Jesús que realiza la curación de una persona sordomuda, el Santo Padre animó en este día, para nuestra salud espiritual, a dedicar más tiempo al Evangelio: cada día un poco de silencio y de escucha, – dijo – algunas palabras inútiles de menos y algunas Palabras más de Dios. Compartimos a continuación, el texto completo de su alocución, traducida del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la Liturgia de hoy presenta a Jesús que realiza la curación de una persona sordomuda. En el relato impacta la forma en que el Señor realiza este signo prodigioso. Y lo hace así: lleva aparte al sordomudo, le pone los dedos en los oídos y con la saliva le toca la lengua, luego mira al cielo, suspira y dice: «Effatá», es decir, «¡Ábrete!» (cf. Mc 7, 33-34). En otras curaciones, de enfermedades igualmente graves, como la parálisis o la lepra, Jesús no hace tantos gestos. ¿Por qué ahora hace todo esto, a pesar de que le habían pedido solamente que imponer la mano al enfermo (cf. v. 32)? ¿Por qué hace estos gestos? Quizás porque la condición de esa persona tiene un particular valor simbólico. Ser sordomudo es una enfermedad, pero también es un símbolo. Y este símbolo tiene algo que decirnos a todos nosotros. ¿De qué se trata? Se trata de la sordera. Ese hombre no podía hablar porque no podía oír. Jesús, de hecho, para curar la causa de su malestar, le pone ante todo los dedos en los oídos, luego en la boca, pero antes en los oídos.

Todos tenemos oídos, pero muchas veces no somos capaces de escuchar. ¿Por qué? Hermanos y hermanas, hay de hecho una sordera interior, que hoy podemos pedir a Jesús que toque y sane. Y esta sordera interior es peor que la física, porque es la sordera del corazón. Atrapados por las prisas, por mil cosas que decir y hacer, no encontramos el tiempo para detenernos a escuchar a quien nos habla. Corremos el riesgo de volvernos impermeables a todo y de no dar espacio a quien necesita ser escuchado: pienso en los hijos, en los jóvenes, en los ancianos, en muchos que no necesitan tanto palabras y sermones, sino ser escuchados. Preguntémonos: ¿cómo va mi escucha? ¿Me dejo tocar por la vida de la gente, sé dedicar tiempo a quien está cerca de mí para escuchar? Esto es para todos nosotros, pero de manera especial para los curas, para los sacerdotes. El sacerdote debe escuchar a la gente, no andar con prisa, escuchar..., y ver cómo puede ayudar, pero después de escuchar. Y todos nosotros: primero escuchar, luego responder. Pensemos en la vida en familia: ¡cuántas veces se habla sin primero escuchar, repitiendo los propios estribillos que son siempre iguales! Incapaces de escuchar, decimos siempre las mismas cosas, o no dejamos que el otro termine de hablar, de expresarse, y lo interrumpimos. La reanudación de un diálogo, a menudo, no pasa por las palabras, sino por el silencio, por el hecho de no obstinarse, por volver a empezar con paciencia a escuchar al otro, escuchar sus agobios, lo que lleva dentro. La curación del corazón comienza con la escucha. Escuchar. Y esto sana el corazón. “Pero padre, hay gente aburrida que siempre dice lo mismo...”. Escúchalos. Y luego, cuando terminen de hablar, di tu palabra, pero escucha todo.

Y lo mismo ocurre con el Señor. Hacemos bien en inundarle con peticiones, pero haríamos mejor en ponernos ante todo en su escucha. Jesús lo pide. En el Evangelio, cuando le preguntan cuál es el primer mandamiento, responde: «Escucha, Israel». Luego añade el primer mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón [...] y a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 28-31). Pero ante todo: “Escucha, Israel”. Escucha, tú. ¿Nos acordamos de ponernos a la escucha del Señor? Somos cristianos pero quizás, entre las miles de palabras que escuchamos cada día, no encontramos un segundo para hacer resonar en nosotros algunas palabras del Evangelio. Jesús es la Palabra: si no nos detenemos a escucharlo, pasa de largo. Si no nos detenemos a escuchar a Jesús, pasa de largo. San Agustín decía: “Tengo miedo del Señor cuando pasa”. Y el miedo era dejarlo pasar sin escucharlo. Pero si dedicamos tiempo al Evangelio, encontraremos un secreto para nuestra salud espiritual. He aquí la medicina: cada día un poco de silencio y de escucha, algunas palabras inútiles de menos y algunas palabras más de Dios. Siempre con el Evangelio en el bolsillo, que ayuda mucho. Escuchemos dirigida a nosotros hoy, como en el día de nuestro bautismo, esa palabra de Jesús: “¡Effatá, ábrete!” Ábrete los oídos. Jesús, deseo abrirme a tu Palabra; Jesús abrirme a tu escucha; Jesús sana mi corazón de la cerrazón, sana mi corazón de la prisa, sana mi corazón de la impaciencia.

Que la Virgen María, abierta a la escucha de la Palabra, que en ella se hizo carne, nos ayude cada día a escuchar a su Hijo en el Evangelio y a nuestros hermanos y hermanas con corazón dócil, con corazón paciente y con corazón atento.

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