NO TENGAN MIEDO A LAS SORPRESAS, DEJEN ABIERTAS PUERTAS Y VENTANAS: PALABRAS DEL PAPA A FIELES DE LA DIÓCESIS DE ROMA (18/09/2021)

Al dirigirse la mañana de este 18 de septiembre a unos cuatro mil fieles de la Diócesis de Roma, de la que el Papa es su Obispo, reunidos en el Aula Pablo VI de la Ciudad del Vaticano, el Papa Francisco se refirió al próximo Sínodo, cuyo tema es: “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación, misión”. El Santo Padre explico que el camino sinodal, significa esencialmente “caminar juntos”. Además, el Obispo de Roma describió el proceso sinodal que comenzará en octubre y también se refirió a la importancia de la Diócesis mientras la Iglesia trabaja unida para sentirse parte de “un gran pueblo”. Compartimos a continuación, el texto completo del Santo Padre, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Como saben – no es una novedad –, está por comenzar un proceso sinodal, un camino en que toda la Iglesia se encuentra comprometida en torno al tema: «Por una Iglesia sinodal: comunión, participación, misión»: tres pilares. Están previstas tres fases, que se desarrollarán entre octubre de 2021 y octubre de 2023. Este itinerario fue pensado como dinamismo de escucha recíproca, quiero subrayar esto: un dinamismo de escucha recíproca, conducido a todos los niveles de la Iglesia, involucrando a todo el pueblo de Dios. El Cardenal vicario y los Obispos auxiliares deben escucharse, los curas deben escucharse, los religiosos deben escucharse, los laicos deben escucharse. Y después, inter-escucharse todos. Escucharse; hablarse y escucharse. No se trata de recoger opiniones, no. No es una encuesta, esto; sino que se trata de escuchar al Espíritu Santo, como encontramos en el libro del Apocalipsis: «Quien tenga oídos, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (2, 7). Tener oídos, escuchar, es el primer compromiso. Se trata de escuchar la voz de Dios, darse cuenta de su presencia, interceptar su paso y soplo de vida. Le pasó al profeta Elías el descubrir que Dios es siempre un Dios de las sorpresas, incluso en la forma en que pasa y se hace escuchar:

«Hubo un viento impetuoso y fuerte como para abrir los montes y romper las rocas […], pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa ligera. Al oírlo, Elías se cubrió el rostro con el manto» (1Re 19, 11-13).

He aquí cómo nos habla Dios. Y es por esta “brisa ligera” – que los exégetas traducen también como “voz sutil de silencio” y algún otro como “un hilo de silencio sonoro” – que debemos preparar nuestros oídos, para escuchar esta brisa de Dios.

La primera etapa del proceso (octubre 2021 – abril 2022) es la que se refiere a las Iglesias particulares diocesanas. Y es por esto que estoy aquí, como su Obispo, para compartir, porque es muy importante que la Diócesis de Roma se comprometa con convicción en este camino. Sería un papelón que la Diócesis del Papa no se comprometiera en esto, ¿no? Un papelón para el Papa y también para ustedes.

El tema de la sinodalidad no es el capítulo de un tratado de eclesiología, y mucho menos una moda, un slogan o el nuevo término para usar o instrumentalizar en nuestros encuentros. ¡No! La sinodalidad expresa la naturaleza de la Iglesia, su forma, su estilo, su misión. Y entonces hablamos de Iglesia sinodal, evitando, sin embargo, considerar que sea un título entre otros, un modo de pensarla que prevea alternativas. No lo digo con base en una opinión teológica, ni tampoco como un pensamiento personal, sino siguiendo aquello que podemos considerar el primero y más importante “manual” de eclesiología, que es el libro de los Hechos de los Apóstoles.

La palabra “sínodo” contiene todo lo que nos sirve para entender: “caminar juntos”. El libro de los Hechos es la historia de un camino que parte de Jerusalén y, atravesando Samaria y Judea, continuando en las regiones de Siria y Asia Menor y después en Grecia, concluye en Roma. Este camino relata la historia en que caminan juntos la Palabra de Dios y las personas que a esa Palabra dirigen la atención y fe. La Palabra de Dios camina con nosotros. Todos son protagonistas, ninguno puede ser considerado simple comparsa. Esto hay que entenderlo bien: todos son protagonistas. No es más protagonista el Papa, el Cardenal vicario, los Obispos auxiliares; no: todos somos protagonistas, y nadie puede ser considerado una simple comparsa. Los ministerios, entonces, eran considerados todavía como auténticos servicios. Y la autoridad nacía de la escucha de la voz de Dios y la gente – nunca separarlos – que contenía “desde abajo” a los que la recibían. El “abajo” de la vida, a quien necesitaba prestar el servicio de la caridad y la fe. Pero esa historia no está en movimiento solamente para los lugares geográficos que atraviesa. Expresa una continua inquietud interior: esta es una palabra clave, la inquietud interior. Si un cristiano no siente esta inquietud interior, si no la vive, algo le falta; y esta inquietud interior nace de la propia fe y nos invita a valorar qué es mejor hacer, que se debe mantener o cambiar. Esa historia nos enseña que quedarse detenidos no puede ser una buena condición para la Iglesia (cf. Evangelii gaudium, 23). Y el movimiento es consecuencia de la docilidad al Espíritu Santo, que es el director de esta historia en que todos son protagonistas inquietos, pero detenidos.

Pedro y Pablo, no son sólo dos personas con su carácter, son visiones insertas en horizontes más grandes que ellos, capaces de repensarse en relación con cuanto ocurre, testigos de un impulso que los pone en crisis – otra expresión para recordar siempre: poner en crisis –, que los impulsa a atreverse, preguntar, recrearse, errar y aprender de los errores, sobre todo a esperar a pesar de las dificultades. Son discípulos de Espíritu Santo, que les hace descubrir la geografía de la salvación divina, abriendo puertas y ventanas, derribando muros, rompiendo cadenas, liberando fronteras. Entonces puede ser necesario partir, cambiar de camino, superar convicciones que retienen y nos impiden movernos y caminar juntos.

Podemos ver al Espíritu que empuja a Pedro a ir a la casa de Cornelio, el centurión pagano, a pesar de sus dudas. Recuerden: Pedro había tenido una visión que le había turbado, en la que se le pedía comer cosas consideradas impuras, y, a pesar de la afirmación de que cuanto Dios purifica ya no es considerado inmundo, seguía perplejo. Estaba buscando entender, y he aquí que llegan los hombres enviados por Cornelio. También él había recibido un mensaje. Era un oficial romano, piadoso, simpatizante del judaísmo, pero no lo era aún suficientemente como para ser plenamente judío o cristiano: ninguna “aduana” religiosa lo habría dejado pasar. Era un pagano, sin embargo, le es revelado que sus oraciones han llegado a Dios, y que debe mandar a alguien a decirle a Pedro que vaya a su casa. En esta suspensión, por una parte Pedro con sus dudas, y por la otra Cornelio que espera en esa zona de sombra, es el Espíritu quien rompe las resistencias de Pedro y abre una nueva página de la misión. Así se mueve el Espíritu: así. El encuentro entre los dos sella una de las frases más bellas del cristianismo. Cornelio había ido a su encuentro, se había tirado a sus pies, pero Pedro levantándolo le dice: «¡Levántate: yo también soy un hombre!» (Hch 10, 26), y esto lo decimos todos: “Soy un hombre, soy una mujer, somos humanos” y deberíamos decirlo todos, también los Obispos, todos nosotros: “levántate: yo también soy un hombre”. Y el texto subraya que conversó con él de forma familiar (cf. v. 27). El cristianismo debe ser siempre humano, humanizante, reconciliar diferencias y distancias transformándolas en familiaridad, en proximidad. Uno de los males de la Iglesia, más aún una perversión, es este clericalismo que separa al cura, al Obispo de la gente. El Obispo y el cura separado de la gente es un funcionario, no es un pastor. San Pablo VI amaba citar la máxima de Terencio: «Soy hombre, nada de lo que es humano lo considero ajeno». El encuentro entre Pedro y Cornelio resuelve un problema, favorece la decisión de sentirse libres de predicar directamente a los paganos, en la convicción – son las palabras de Pedro – de «que Dios no hace preferencia de personas» (Hch 10, 34). En nombre de Dios no se puede discriminar. Y la discriminación es un pecado también entre nosotros: “nosotros somos los puros, somos los elegidos, somos de este movimiento que sabe todo, somos…”. No. Somos Iglesia, todos juntos.

Y vean, no podemos entender la “catolicidad” sin referirnos a este campo amplio, hospitalario, que no marca jamás fronteras. Ser Iglesia es un camino para entrar en esta amplitud de Dios. Después, volviendo a los Hechos de los Apóstoles, hay problemas que nacen respecto a la organización del creciente número de cristianos, y sobre todo para proveer las necesidades de los pobres. Algunos señalan el hecho de que las viudas son olvidadas. La forma en que se encontrará la solución será reunir a la asamblea de los discípulos, tomando juntos la decisión de designar a siete hombres que serían comprometidos a tiempo completo en la diakonía, en el servicio a las mesas (Hch 6, 1-7). Y así, con el discernimiento, con las necesidades, con la realidad de la vida y la fuerza del Espíritu, la Iglesia avanza, camina junta, es sinodal. Pero siempre con el Espíritu como gran protagonista de la Iglesia.

Además, también está la confrontación entre visiones y expectativas diferentes. No debemos temer que esto ocurra incluso hoy. ¡Quizá se podría discutir así! Son signos de la docilidad y apertura al Espíritu. Pueden también determinarse desencuentros que lleguen a puntos dramáticos, como ocurrió ante el problema de la circuncisión de los paganos, hasta la deliberación de lo que llamamos el Concilio de Jerusalén, el primer Concilio. Como ocurre también hoy, hay una forma rígida de considerar las circunstancias, que mortifica a la makrothymía de Dios, es decir esa paciencia de la mirada que se nutre de visiones profundas, visiones amplias, visiones anchas: Dios ve a lo lejos, Dios no tiene prisa. La rigidez es otra perversión que es un pecado contra la paciencia de Dios, es un pecado contra esta soberanía de Dios. Incluso hoy sucede esto.

Sucedió entonces: algunos, convertidos del judaísmo, creían en su autoreferencialidad que no podía haber salvación sin someterse a la Ley de Moisés. De esta forma se contestaba a Pablo, quien proclamaba la salvación directamente en el nombre de Jesús. Contradecir su acción habría comprometido la acogida de los paganos, que mientras tanto se estaban convirtiendo. Pablo y Bernabé fueron enviados a Jerusalén por los Apóstoles y los ancianos. No fue fácil: ante este problema las posiciones parecían irreconciliables, se discutió mucho. Se trataba de reconocer la libertad de la acción de Dios, y que no había obstáculos que pudieran impedirle llegar al corazón de las personas, cualquiera que fuese la condición de procedencia, moral o religiosa. Para desbloquear la situación estuvo la adhesión a la evidencia de que «Dios, que conoce los corazones», el cardiognosta, conoce los corazones, Él mismo sostenía la causa a favor de la posibilidad de que los paganos pudieran ser admitidos a la salvación, «concediéndoles también el Espíritu Santo, como a nosotros» (Hch 15, 8), concediendo así a los paganos el Espíritu Santo, como a nosotros. De tal forma prevalece el respeto de todas las sensibilidades, atemperando los excesos; se hace tesoro de la experiencia vivida por Pedro con Cornelio: así, en el documento final, encontramos el testimonio del protagonismo del Espíritu en este camino de decisiones, y de la sabiduría que es siempre capaz de inspirar: «Nos pareció bien, al Espíritu Santo y a nosotros, no imponerles otra obligación» excepto lo necesario (Hch 15, 28). “A nosotros”: en este Sínodo vayamos por el camino de poder decir “nos pareció al Espíritu Santo y a nosotros”, porque estarán en diálogo continuo entre ustedes bajo la acción del Espíritu Santo, también en diálogo con el Espíritu Santo. No olviden esta fórmula: “Nos pareció bien, al Espíritu Santo y a nosotros, no imponerles otra obligación”: nos pareció bien, al Espíritu Santo y a nosotros. Así deberán buscar expresarse, en este camino sinodal. Si no está el Espíritu, será un parlamento diocesano, pero no un Sínodo. No estamos haciendo un parlamento diocesano, no estamos haciendo un estudio sobre esto o lo otro, no: estamos haciendo un camino para escucharse y escuchar al Espíritu Santo, para discutir y también discutir con el Espíritu Santo, que es una forma de orar.

“El Espíritu Santo y nosotros”. Existe siempre, en cambio, la tentación de hacerlo solos, expresando una eclesiología sustitutiva – hay tantas eclesiologías sustitutivas – como si, ascendido al Cielo, el Señor hubiera dejado un vacío que llenar, y lo llenamos nosotros. ¡No, el Señor nos dejó el Espíritu! Pero las palabras de Jesús son claras: «Yo pediré al Padre y Él les dará otro Paráclito para que permanezca con ustedes para siempre. […] No los dejaré huérfanos» (Jn 14, 16.18). Para la realización de esta promesa la Iglesia es Sacramento, como se afirma en Lumen Gentium 1: «La Iglesia es, en Cristo, de algún modo el Sacramento, o sea el signo y el instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano». En esta frase, que reúne el testimonio del Concilio de Jerusalén, está la negación de que se obstina en tomar el lugar de Dios, pretendiendo modelar a la Iglesia con las propias convicciones culturales, históricas, obligándola a fronteras armadas, a aduanas culposas, a espiritualidades que blasfeman la gratuidad de la acción de Dios que involucra. Cuando la Iglesia es testigo, en palabras y hechos, del amor incondicional de Dios, de su amplitud hospitalaria, expresa verdaderamente la propia catolicidad. Y es impulsada, interior y exteriormente, a atravesar los espacios y tiempos. El impulso y la capacidad vienen del Espíritu: «Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Recibir la fuerza del Espíritu Santo para ser testigos: este es el camino de nosotros la Iglesia, y seremos Iglesia si vamos por este camino.

Iglesia sinodal significa Iglesia Sacramento de esta promesa – es decir que el Espíritu estará con nosotros – que se manifiesta cultivando la intimidad con el Espíritu y con el mundo que vendrá. Habrá siempre discusiones, gracias a Dios, pero las soluciones se encuentran dando la palabra a Dios y a sus voces entre nosotros; orando y abriendo los ojos a todo lo que nos rodea; practicando una vida fiel al Evangelio; interrogando a la Revelación según una hermenéutica peregrina que sabe cuidar el camino iniciado en los Hechos de los Apóstoles. Y este el importante: el modo de entender, de interpretar. Una hermenéutica peregrina, o sea que está en camino. ¿El camino que comenzó después del Concilio? No. Inició con los primero Apóstoles, y continúa. Cuando la Iglesia se detiene, ya no es Iglesia, sino una bella asociación piadosa que enjaula al Espíritu Santo. Hermenéutica peregrina que sabe cuidar el camino iniciado en los Hechos de los Apóstoles. De otro modo se humillaría al Espíritu Santo. Gustav Mahler – esto lo he dicho otras veces – sostenía que la fidelidad a la tradición no consiste en adorar las cenizas sino en custodiar el fuego. Les pregunto: “Antes de comenzar este camino sinodal, ¿a qué están más inclinados: a custodiar las cenizas de la Iglesia, o sea de su asociación, de su grupo, o a custodiar el fuego? ¿Están más inclinados a adorar sus cosas, que los cierran – yo soy de Pedro, yo soy de Pablo, yo soy de esta asociación, ustedes de la otra, o soy cura, yo soy Obispo – o se sienten llamados a custodiar el fuego del Espíritu?”. Fue un gran compositor, este Gustav Mahler, pero es también un maestro de sabiduría con esta reflexión. Dei verbum (n.8), citando la Carta a los Hebreos, afirma: «“Dios, que muchas veces y de diversos modos en los tiempos antiguos habló a los padres” (Hb 1, 1), no cesa de hablar con la Esposa de su Hijo». Hay una feliz fórmula de San Vicente de Lérins que, poniendo en confrontación al ser humano en crecimiento y a la Tradición que se transmite de una generación a otra, afirma que no se puede conservar el “depósito de la fe” sin hacerlo progresar: «consolidándose con los años, desarrollándose con el tiempo, profundizándose con la edad» (Commonitorium primum, 23,9) – “ut annis consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate”. Este es el estilo de nuestro camino: las realidades, si no caminamos, son como las aguas. Las realidades teológicas son como el agua: si el agua no corre y se estanca es la primera en entrar en putrefacción. Una Iglesia estancada comienza a ser putrefacta.

Vean como nuestra Tradición es una pasta con levadura, una realidad en fermento donde podemos reconocer el crecimiento, y en la pasta una comunión que se realiza en movimiento: caminar juntos realiza la verdadera comunión. Y nuevamente el libro de los Hechos de los Apóstoles está para ayudarnos, mostrándonos que la comunión no suprime las diferencias. Es la sorpresa de Pentecostés, cuando las distintas lenguas no son obstáculos: a pesar de que fueran extranjeros unos para los otros, gracias a la acción de Espíritu «cada uno escuchaba hablar en la propia lengua nativa» (Hch 2, 8). Sentirse en casa, diferentes pero solidarios en el camino. Perdónenme la longitud, pero el Sínodo es cosa seria, y por ello me permito hablar…

Volviendo al proceso sinodal, la fase diocesana es muy importante, porque realiza la escucha de la totalidad de los bautizados, sujeto del sensus fidei infallibile in credendo. Hay muchas resistencias a superar la imagen de una Iglesia rígidamente distinta entre jefes y subalternos, entre quien enseña y quien debe aprender, olvidando que a Dios la gusta invertir las posiciones: «Derribó a los poderosos de sus tronos, ensalzó a los humildes» (Lc 1, 52), dijo María. Caminar juntos descubre como su línea más la horizontalidad que la verticalidad. La Iglesia sinodal restaura el horizonte del que surge el sol Cristo: alzar monumentos jerárquicos quiere decir cubrirlo. Los pastores caminan con el pueblo: nosotros pastores caminamos con el pueblo, a veces adelante, a veces en medio, a veces atrás. El buen pastor debe moverse así: adelante para guiar, en medio para animar y no olvidar el olor del rebaño, atrás porque el pueblo también tiene “olfato”. Tiene olfato para encontrar nuevas sendas por el camino, o para reencontrar el camino perdido. Esto quiero subrayarlo, y también a los Obispos y sacerdotes de la Diócesis. En su camino sinodal pregúntense: “Pero ¿soy capaz de caminar, de moverme, adelante, en medio y atrás, o estoy solo en la cátedra, mitra y báculo?”. Pastores inmiscuidos, pero pastores, no rebaño: el rebaño sabe que somos pastores, el rebaño sabe la diferencia. Adelante para mostrar el camino, en medio para escuchar lo que siente el pueblo y atrás para ayudar a los que se quedan un poco atrás y para dejar que el pueblo vea con su olfato dónde están las hierbas mejores.

El sensus fidei califica a todos en la dignidad de la función profética de Jesucristo (cf. Lumen Gentium, 34-35), para poder discernir cuáles son los caminos del Evangelio en el presente. Es el “olfato” de las ovejas, pero tengamos cuidado que, en la historia de la salvación, todos somos ovejas con respecto al Pastor que es el Señor. La imagen nos ayuda a entender las dos dimensiones que contribuyen a este “olfato”. Una personal y otra comunitaria: somos ovejas y somos parte del rebaño, que en este caso representa la Iglesia. Estamos leyendo en el Breviario, Oficio de Lecturas, el “De pastoribus” de Agustín, y ahí nos dice: “Con ustedes soy oveja, para ustedes soy pastor”. Estos dos aspectos, personal y eclesial, son inseparables: no puede existir sensus fidei sin participación en la vida de la Iglesia, que no es sólo el activismo católico, debe existir sobre todo ese “sentir” que se alimenta de los «sentimientos de Cristo» (Fil 2, 5).

El ejercicio del sensus fidei no puede reducirse a la comunicación y a la discusión entre opiniones que podemos tener respecto a este o aquel tema, a ese singular aspecto de la doctrina, o a esa regla de la disciplina. No, esos son instrumentos, son verbalizaciones, son expresiones dogmáticas o disciplinarias. Pero no debe prevalecer la idea de distinguir mayorías y minorías: esto lo hace un parlamento. Cuantas veces los “descartados” se convierten en “piedra angular” (cf. Sal 118, 22; Mt 21, 42), los «lejanos» se convierten en «cercanos» (Ef 2, 13). Los marginados, los pobres, los sin esperanza han sido elegidos como sacramento de Cristo (cf. Mt 25, 31-46). La Iglesia es así. Y cuando algunos grupos quieren distinguirse más, estos grupos siempre acaban mal, incluso en la negación de la Salvación, en las herejías. Pensemos en estas herejías que pretendían hacer avanzar a la Iglesia, como el pelagianismo, después el jansenismo. Toda herejía acaba mal. El gnosticismo y el pelagianismo son tentaciones continuas de la Iglesia. Nos preocupamos tanto, correctamente, de que todo pueda honrar las celebraciones litúrgicas, y esto es bueno – incluso si a menudo acabamos por confrontarnos solo nosotros mismos – pero San Juan Crisóstomo nos advierte: «¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitas que sea objeto de desprecio en sus miembros, o sea en los pobres, privados de ropa para cubrirse. No lo honres aquí en la iglesia con tejidos de seda, mientras afuera lo olvidas cuando sufre por el frío y la desnudez. Aquel que dijo: “Este es mi cuerpo”, confirmando el hecho con la palabra, dijo también “Me viste con hambre y no me diste de comer” y: “Cada vez que no hicieron estas cosas a uno de los mas pequeños entre estos, tampoco lo hicieron conmigo”» (Homilía sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3). “Pero, Padre ¿qué está diciendo? Los pobres, los mendigos, los jóvenes tóxico-dependientes, todos estos que la sociedad descarta, son parte del Sínodo”. Sí, querido, sí querida: no lo digo yo, lo dice el Señor: son parte de la Iglesia. A tal punto que si no los llamas, se verá el modo, o si no vas con ellos para estar un poco con ellos, para escuchar no lo que dicen sin lo que sienten, también los insultos que te dicen, no estás haciendo bien el Sínodo. El Sínodo es hasta los límites, implica todo. El Sínodo es también hacer espacio al diálogo sobre nuestras miserias, las miserias que tengo como Obispo suyo, las miserias que tienen los Obispos auxiliares, las miserias que tienen los sacerdotes y los laicos y los que pertenecen a las asociaciones; ¡tomar toda esta miseria! Pero si no incluimos a los miserables –entre comillas – de la sociedad, a los descartados, nunca podremos hacernos cargo de nuestras miserias. Y esto es importante: que en el diálogo puedan surgir las propias miserias, sin justificaciones. ¡No tengan miedo!

Es necesario sentirse parte de un único gran pueblo destinatario de las divinas promesas, abiertas a un futuro que espera que cada uno pueda participar del banquete preparado por Dios para todos los pueblos (cf. Is 25, 6). Y quisiera precisar que también sobre el concepto de “pueblo de Dios” pueden existir hermenéuticas rígidas y antagonistas, permaneciendo atrapados en la idea de una exclusividad, de un privilegio, como ocurre por la interpretación del concepto de “elección” que los profetas corrigieron, indicando como debe ser rectamente entendido. No se trata de un privilegio – ser pueblo de Dios –, sino de un don que cada uno recibe… ¿para sí? No: para todos, el don es para darlo: esta es la vocación. Es un don que cada uno recibe para todos, que hemos recibido para los demás, es un don que es también una responsabilidad. La responsabilidad de dar testimonio en los hechos y no sólo de palabras de las maravillas de Dios, que, si se conocen, ayudan a las personas a descubrir su existencia y a acoger su salvación. La elección es un don, y la pregunta es: mi ser cristiano, mi confesión cristiana, ¿cómo lo regalo, como lo doy? La voluntad salvífica universal de Dios se ofrece a la historia, a toda la humanidad a través de la encarnación del Hijo, para que todos, a través de la mediación de la Iglesia, puedan convertirse en hijos suyos y hermanos y hermanas entre ellos. Es de esta forma que se realiza la reconciliación universal entre Dios y la humanidad, esa unidad de todo el género humano de la que la Iglesia es signo e instrumento (cf. Lumen gentium, 1). Ya antes del Concilio Vaticano II se maduraba la reflexión, elaborada sobre el estudio atento de los Padres, de que el pueblo de Dios está inclinado hacia la realización del Reino, hacia la unidad del género humano creado y amado por Dios. Ya la Iglesia como nosotros la conocemos y experimentamos, en la sucesión apostólica, esta Iglesia debe sentirse en relación con esta elección universal y por esto desarrollar su misión. Con este espíritu escribí Fratelli tutti. La Iglesia, como decía San Pablo VI, es maestra de humanidad que hoy tiene el objetivo de convertirse en escuela de fraternidad.

¿Por qué les digo estas cosas? Porque en el camino sinodal, la escucha debe tener en cuenta el sensus fidei, pero no debe olvidar todos eso “presentimientos” encarnados donde no los esperaríamos: puede existir un “olfato sin ciudadanía”, pero no menos eficaz. El Espíritu Santo en su libertad no conoce fronteras, y mucho menos se deja limitar por las pertenencias. Si la parroquia es la casa de todos en el barrio, no un club exclusivo, les recomiendo: dejen abiertas las puertas y ventanas, no se limiten a tomar en consideración sólo a quien asiste o piensa como ustedes – que serán el 3, 4 ó 5%, no más. Permitan a todos entrar… Permítanse ustedes mismos ir al encuentro y dejarse interrogar, que sus preguntas sean las de ustedes, permítanse caminar juntos: el Espíritu los conducirá, tengan confianza en el Espíritu. No tengan miedo de entrar en diálogo y déjense involucrar en el diálogo: es el diálogo de la salvación.

No se desencanten, prepárense a las sorpresas. Hay un episodio en el libro de los Números (cap. 22) que relata de una burra que se convertirá en profetisa de Dios. Los hebreos están concluyendo el largo viaje que los conducirá a la tierra prometida. Su paso asusta al rey Balak de Moab, que se encomienda a los poderes del mago Balaam para bloquear a esa gente, esperando evitar una guerra. El mago, a su modo un creyente, pregunta a Dios que hacer. Dios le dice que no secunde al rey, que sin embargo insiste, y entonces el cede y sale sobre una burra para cumplir la orden recibida. Pero la burra cambia de camino porque ve un ángel con la espada desenvainada que está ahí para representar la contrariedad. Ballam la jala, la golpea, sin lograr hacer que regrese al camino. Hasta que la burra se pone a hablar iniciando un diálogo que abrirá los ojos al mago, transformando su misión de maldición y muerte en misión de bendición y vida.

Esta historia nos enseña a tener confianza en que el Espíritu siempre hará escuchar su voz. También una burra puede convertirse en la voz de Dios, abrirnos los ojos y convertir nuestras direcciones equivocadas. Si lo pudo hacer una burra, cuanto más un bautizado, una bautizada, un sacerdote, un Obispo, un Papa. Basta encomendarse al Espíritu santo que usa a todas las creaturas para hablarnos: solamente nos pide limpiar los oídos para escuchar bien.

Vine aquí para animarlos y tomar en serio este proceso sinodal y a decirles que el Espíritu santo los necesita. Y esto es verdad: el Espíritu Santo nos necesita. Escúchenlo escuchándose. No dejen fuera o atrás a ninguno. Le hará bien a la Diócesis de Roma y a toda la Iglesia, que no se refuerza sólo reformando las estructuras – ¡este es el gran engaño! –. Dando instrucciones, ofreciendo retiros y conferencias, o a fuerza de directivas y programas – esto es bueno, pero como parte de otra cosa – sino que se redescubrirá como pueblo que quiere caminar en conjunto, entre nosotros y con la humanidad. Un pueblo, el de Roma, que contiene la variedad de todos los pueblos y de todas las condiciones: ¡qué extraordinaria riqueza, en su complejidad! Pero se necesita salir del 3-4% que representan los más cercanos, e ir más allá para escuchar a los demás, a los que a veces los insultarán, los echarán, pero es necesario escuchar lo que piensan, son querer imponer nuestras cosas: dejar que el Espíritu nos hable.

En este tiempo de pandemia, el Señor impulsa la misión de una Iglesia que se Sacramento de curación. El mundo ha elevado su grito, ha manifestado su vulnerabilidad: el mundo necesita curación.

¡Valentía y adelante! ¡Gracias!

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