SE HA APARECIDO LA GRACIA DE DIOS QUE SALVA AL MUNDO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE NOCHEBUENA EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO (24/12/2019)

Este 24 de diciembre por la noche, en la Basílica de San Pedro, el Papa Francisco presidió la Misa de Nochebuena, con la que inicia el tiempo de Navidad. En su homilía el Papa recordó la gracia de Dios que trae la salvación a todos los hombres ha envuelto al mundo esta noche y afirmó que esta gracia es el amor divino, el amor que transforma la vida, renueva la historia, libera del mal, infunde paz y alegría. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducida del italiano:

«Sobre aquellos que vivían en tierra de tinieblas una luz brilló» (Is 9, 1). Esta profecía de la primera lectura se realizó en el Evangelio. De hecho, mientras los pastores velaban de noche en sus campos, «la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2, 9). En la noche de la tierra apareció una luz del cielo. ¿Qué significa esta luz aparecida en la oscuridad? Nos lo sugiere el apóstol Pablo, que nos dijo: «Se ha aparecido la gracia de Dios». La gracia de Dios, «que trae salvación a todos los hombres» (Tt 2, 11), esta noche ha envuelto al mundo.

Pero, ¿qué es esta gracia? Es el amor divino, el amor que transforma la vida, renueva la historia, libera del mal, infunde paz y alegría. En esta noche, el amor de Dios se ha mostrado a nosotros: es Jesús. En Jesús, el Altísimo se hizo pequeño para ser amado por nosotros. En Jesús, Dios se hizo Niño, para dejarse abrazar por nosotros. Pero, podemos entonces preguntarnos, ¿por qué San Pablo llama a la venida de Dios al mundo, “gracia”? Para decirnos que es completamente gratuita. Mientras que aquí en la tierra todo parece responder a la lógica de dar para tener, Dios llega gratis. Su amor no es negociable: no hemos hecho nada para merecerlo y no podremos nunca recompensarlo.

«Se ha aparecido la gracia de Dios». Esta noche nos damos cuenta de que, aunque no estábamos a la altura, Él se hizo para nosotros, pequeñez; mientras andábamos ocupados en nuestros asuntos, Él vino entre nosotros. La Navidad nos recuerda que Dios sigue amando a cada hombre, incluso al peor. A mí, a ti, a ti, a cada uno de nosotros, Él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos”. Dios no te ama porque piensas justamente y te comportas bien; te ama y basta. Su amor es incondicional, no depende de ti. Puede que tengas ideas equivocadas, puede que hayas hecho de las tuyas; pero el Señor no renuncia a quererte. ¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? No es así. En nuestros pecados continúa amándonos. Su amor no cambia, no es quisquilloso; es fiel, es paciente. Este es el don que encontramos en Navidad: descubrimos con asombro que el Señor es toda la gratuidad posible, toda la ternura posible. Su gloria no nos deslumbra, su presencia no nos asusta. Nació pobre de todo, para conquistarnos con la riqueza de su amor.

«Se ha aparecido la gracia de Dios». Gracia es sinónimo de belleza. En esta noche, en la belleza del amor de Dios, redescubrimos también nuestra belleza, porque somos los amados de Dios. En el bien y en el mal, en la salud y en la enfermedad, felices o tristes, a sus ojos aparecemos hermosos: no por lo que hacemos sino por lo que somos. Hay en nosotros una belleza indeleble, intangible; una belleza irreprimible que es el núcleo de nuestro ser. Hoy, Dios nos lo recuerda, tomando con amor nuestra humanidad y haciéndola suya, “desposándose con ella” para siempre.

En verdad, la «gran alegría» anunciada esta noche a los pastores es «para todo el pueblo». En aquellos pastores, que no eran ciertamente santos, estamos también nosotros, con nuestras flaquezas y nuestras debilidades. Como los llamó a ellos, Dios también nos llama a nosotros, porque nos ama. Y, en las noches de la vida, a nosotros como a ellos nos dice: «No teman» (Lc 2, 10). ¡Ánimo, no pierdan la confianza, no perder la esperanza, no pensar que amar es tiempo perdido! En esta noche, el amor venció al temor, una esperanza nueva apareció, la luz gentil de Dios venció las tinieblas de la arrogancia humana. ¡Humanidad, Dios te ama, y por ti, se hizo hombre, ya no estás sola!

Queridos hermanos y hermanas: ¿Qué hacer ante esta gracia? Una sola cosa: acoger el don. Antes de ir en busca de Dios, dejémonos buscar por Él, que nos busca primero. No partamos de nuestras capacidades, sino de su gracia, porque es Él, Jesús, el Salvador. Pongamos la mirada en el Niño y dejémonos envolver por su ternura. Ya no tendremos más excusas para no dejarnos amar por Él: Lo que en la vida está torcido, lo que en la Iglesia no funciona, lo que en el mundo no va bien, ya no será una justificación. Pasará a un segundo plano, porque frente al amor “loco” de Jesús, a un amor todo mansedumbre y cercanía, no hay excusas. La pregunta en Navidad es: “¿Me dejo amar por Dios? ¿Me abandono a su amor que viene a salvarme?”

Un don así, tan grande, merece mucha gratitud. Acoger la gracia es saber agradecer. Pero nuestras vidas transcurren a menudo lejanas de la gratitud. Hoy es el día justo para acercarse al tabernáculo, al Nacimiento, al pesebre, para decir “Gracias”. “Gracias”. Acojamos el don que es Jesús, para luego convertirnos en don como Jesús. Convertirse en don es dar sentido a la vida y es la mejor manera de cambiar el mundo: nosotros cambiamos, la Iglesia cambia, la historia cambia cuando comenzamos a no querer cambiar a los otros, sino a nosotros mismos, haciendo de nuestra vida un don.

Y Jesús nos lo muestra esta noche. No cambió la historia forzando a alguien o a fuerza de palabras, sino con el don de su vida. No esperó a que fuéramos buenos para amarnos, sino que se dio gratuitamente a nosotros. También nosotros no esperemos que el prójimo se haga bueno para hacerle el bien, que la Iglesia sea perfecta para amarla, que los demás nos tengan consideración para servirlos. Empecemos nosotros. Esto es acoger el don de la gracia. Y la santidad no es otra cosa que custodiar esta gratuidad.

Una hermosa leyenda narra que, cuando Jesús nació, los pastores corrían hacia la gruta con muchos dones. Cada uno llevaba lo que tenía: el fruto de su trabajo, algo de valor. Pero mientras todos se esforzaban, con generosidad, había un pastor que no tenía nada. Era muy pobre, no tenía nada que ofrecer. Y mientras los demás competían en presentar sus dones, él se mantenía apartado, con vergüenza. En un determinado momento, San José y la Virgen se vieron en dificultad para recibir todos los dones, tantos, sobre todo María, que debía tener en brazos al Niño. Entonces, viendo a aquel pastor con las manos vacías, le pidió que se acercara, y le puso en sus manos a Jesús. Aquel pastor, tomándolo, se dio cuenta de que había recibido lo que no se merecía, que tenía entre sus brazos el don más grande de la historia. Se miró las manos, esas manos que le parecían siempre vacías… Se habían convertido en la cuna de Dios. Se sintió amado y, superando la vergüenza, comenzó a mostrar a los otros a Jesús, porque no podía quedarse para él, el don de los dones.

Querido hermano, querida hermana: Si tus manos te parecen vacías, si ves tu corazón pobre en amor, esta noche es para ti. «Se ha aparecido la gracia de Dios» para resplandecer en tu vida. Acógela y brillará en ti la luz de la Navidad.

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