DIOS SIEMPRE CAMBIA LA HISTORIA: HOMILÍA DE PAPA EN LAS VÍSPERAS DEL 31 DE DICIEMBRE EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO (31/12/2019)

Este 31 de diciembre, último día del año 2019, el Papa Francisco rezó las Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios acompañadas del tradicional canto del himno “Te Deum”, en la Basílica de San Pedro. Partiendo de las palabras “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo” (Gal 4, 4), el Santo Padre explicó que la decisión de Dios es clara: “para revelar su amor elige la pequeña ciudad y la ciudad despreciada, y cuando llega a Jerusalén se une al pueblo de los pecadores y de los descartados”, ya que ninguno de los habitantes de la ciudad se da cuenta de que el Hijo de Dios hecho hombre está caminando por sus calles, “probablemente ni siquiera sus discípulos” - dijo el Papa Francisco - recordando que sólo “por la resurrección comprenderán plenamente el Misterio presente en Jesús”. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

«Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo» (Gal 4, 4).

El Hijo enviado por el Padre puso su tienda en Belén de Efrata, «tan pequeña como para estar entre los pueblos de Judá» (Mi 5, 1); vivió en Nazaret, ciudad nunca citada en la Escritura más que para decir: «De Nazaret, ¿puede salir algo bueno?» (Jn 1, 46), y murió descartado por la gran ciudad, por Jerusalén, crucificado fuera de sus muros. La decisión de Dios es clara: para revelar su amor Él escoge la ciudad pequeña y la ciudad despreciada, y cuando llega a Jerusalén se une al pueblo de los pecadores y de los descartados. Ninguno de los habitantes de la ciudad se da cuenta de que el Hijo de Dios hecho hombre está caminando por sus calles, probablemente ni siquiera sus discípulos, los cuales comprenderán plenamente sólo con la resurrección el Misterio presente en Jesús.

Las palabras y signos de salvación que Él realiza en la ciudad suscitan asombro y un entusiasmo momentáneo, pero no son acogidos en su pleno significado: de ahí en breve no serán ya recordados, cuando el gobernador romano pregunte: “¿quieren libre a Jesús o a Barrabás?” Fuera de la ciudad Jesús será crucificado, en lo alto del Gólgota, para ser condenado a la vista de todos los habitantes y ridiculizado por sus comentarios sarcásticos. Pero de ahí, de la cruz nuevo árbol de vida, el poder de Dios atraerá a todos hacia sí. Y también la Madre de Dios, que bajo la cruz es la Dolorosa, está para extender a todos los hombres su maternidad. La Madre de Dios es la Madre de la Iglesia y su ternura materna llega a todos los hombres.

En la ciudad Dios ha puesto su tienda…, ¡y de ahí nunca se ha alejado! Su presencia en la ciudad, también en nuestra ciudad de Roma, «no debe ser fabricada, sino descubierta, revelada» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 71). Somos nosotros quienes debemos pedir a Dios la gracia de ojos nuevos, capaces de «una mirada contemplativa, o sea una mirada de fe que descubra a Dios que habita en sus casas, en sus calles, en sus plazas» (ibíd., 71). Los profetas, en la Escritura, alertan de la tentación de ligar la presencia de Dios sólo al templo(Jer 7, 4): Él habita en medio de su pueblo, camina con él y vive su vida. Su fidelidad es concreta, es proximidad a la existencia cotidiana de sus hijos. Aún más, cuando Dios quiere hacer nuevas todas las cosas por medio de su Hijo, no comienza en el templo, sino en el vientre de una mujer pequeña y pobre de su pueblo. ¡Es extraordinaria esta elección de Dios! No cambia la historia a través de los hombres poderosos de las instituciones civiles y religiosas, sino a partir de las mujeres de la periferia del imperio, como María, y de sus vientres estériles, como el de Isabel.

En el salmo 147, que rezamos hace poco, el salmista invita a Jerusalén a glorificar a Dios porque Él «envía a la tierra su Palabra, su mensaje corre veloz» (v. 4). Por medio de su Espíritu, que pronuncia en cada corazón humano su Palabra, Dios bendice a sus hijos y los anima a trabajar por la paz en la ciudad. Quisiera esta tarde que nuestra mirada sobre la ciudad de Roma tomara las cosas desde el punto de vista de la mirada de Dios. El Señor se alegra al ver cuántas realidades de bien se realizan cada día, cuántos esfuerzos y cuanta dedicación en promover la fraternidad y la solidaridad. Roma no es solamente una ciudad complicada, con muchos problemas, con desigualdades, corrupción y tensiones sociales. Roma es una ciudad en la que Dios envía su Palabra, que se anida por medio del Espíritu en el corazón de sus habitantes y los impulsa a creer, a esperar a pesar de todo, a amar luchando por el bien de todos.

Pienso en tantas personas valientes, creyentes y no creyentes, que he encontrado en este año y que representan el “corazón que late” de Roma. De verdad Dios nunca ha dejado de cambiar la historia y el rostro de nuestra ciudad a través del pueblo de los pequeños y de los pobres que la habitan: Él los escoge, los inspira, los motiva a la acción, los hace solidarios, los impulsa a activar redes, a crear vínculos virtuosos, a construir puentes y no muros. Es justamente a través de estos miles de ríos de agua viva del Espíritu que la Palabra de Dios fecunda a la ciudad y de estéril la hace «madre gozosa de hijos» (Sal 113, 9).

Y el Señor, ¿qué pide a la Iglesia de Roma? Nos confía su Palabra y nos impulsa a lanzarnos a la lucha, a involucrarnos en el encuentro y en las relaciones con los habitantes de la ciudad para que “su mensaje corra veloz”. Estamos llamados a encontrar a los demás y ponernos a la escucha de su existencia, de su grito de ayuda. ¡La escucha es ya un acto de amor! Tener tiempo para los demás, dialogar, reconocer con una mirada contemplativa la presencia y las acciones de Dios en su existencia, dar testimonio con los hechos más que con las palabras la vida nueva del Evangelio, es de verdad un servicio de amor que cambia la realidad. Haciendo esto, de hecho, en la ciudad y también en la Iglesia circula aire nuevo, deseo de volverse a poner en camino, de superar las viejas lógicas de contraposición y los obstáculos, para colaborar juntos, edificando una ciudad más justa y fraterna.

No debemos tener miedo o sentirnos inadecuados para una misión tan importante. Recordémoslo: Dios no nos escoge por motivo de nuestro “ser buenos”, sino justamente porque somos y nos sentimos pequeños. Le agradecemos por su gracia que nos ha sostenido en este año y con alegría elevamos hacia Él el canto de alabanza.

Comentarios