ADVIENTO, TIEMPO DE ESPERA CONFIADA HACIA LA SALVACIÓN: PRIMER SERMÓN DE ADVIENTO DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA (05/12/2025)

La mañana de este 5 de diciembre, en el Aula Pablo VI, el P. Roberto Pasolini, ofmcap., Predicador de la Casa Pontificia, pronunció la primera meditación de las tres previstas sobre el tema “Esperando y acelerando la venida del día de Dios”, en la que estuvo presente el Papa León XIV. Esta primera meditación se centró en la Parusía del Señor e introdujo en un tiempo singular: la conclusión del Jubileo de la esperanza. “El Adviento – subrayó el religioso capuchino – es el tiempo en que la Iglesia reaviva la esperanza, contemplando no sólo la primera venida del Señor, sino sobre todo su regreso al final de los tiempos”. Es el momento – dijo – en el que se está llamado a “esperar y al mismo tiempo a apresurar la venida del Señor con una vigilancia serena y laboriosa”. Publicamos a continuación el texto completo de la meditación, traducido del italiano:

La Parusía del Señor
Una espera sin incertidumbres

Este año las meditaciones de Adviento nos introducen en un tiempo singular: mientras entramos al nuevo año litúrgico, nos acercamos también a la conclusión del Jubileo ordinario que nos ha puesto nuevamente a todos en camino como peregrinos de Esperanza. El 6 de enero, Solemnidad de la Epifanía, el Papa León cerrará la Puerta Santa abierta por el Papa Francisco, signo del paso de estafeta que también todo bautizado pudo experimentar este año, acogiendo la propuesta de renovar su propia vida bautismal.

El Adviento es el tiempo en el que la Iglesia reaviva la esperanza, contemplando no sólo la primera venida del Señor, sino sobre todo su retorno al final de los tiempos. Los antiguos ábsides ilustraban al Cristo que viene, con la mano derecha alzada en bendición y el Evangelio en la izquierda: un poderoso recuerdo visual de la certeza de su promesa y el valor de nuestra espera.

Este tiempo litúrgico quiere recordarnos que no somos viajeros perdidos, sino peregrinos hacia una patria. La invocación «Marana-tha»«Ven, Señor» – es el canto confiado que acompaña nuestros pasos. Sin embargo, como recuerda el apóstol Pedro, esta espera no nos convierte en espectadores pasivos: estamos llamados a esperar y al mismo tiempo a apresurar la venida del Señor con una vigilancia serena y laboriosa.

Darse cuenta de la Gracia

Antes de hacernos contemplar el misterio de la Encarnación, la liturgia de Adviento nos hace siempre medirnos con los discursos escatológicos de Jesús, en los cuales el mismo Maestro anunció su Parusía, el día glorioso de su venida al final de los tiempos. En realidad, es sólo el evangelista Mateo quien utiliza este término griego (parousía) que encierra un doble significado: «presencia» y «venida», semejante a la visita de un soberano que se hace presente en una provincia remota de su reino.

Mateo habla de ello cuatro veces, todas en el capítulo 24, en donde condensa las enseñanzas de Jesús sobre las cosas futuras o “últimas” (ta eschata), En las que se ofrecen indicaciones importantes para caminar con confianza y sin angustia hacia el encuentro definitivo con Dios. El discurso se abre con el anuncio de la ruina del templo y continúa describiendo un tiempo marcado por guerras, hambrunas y convulsiones que, sin embargo, no coinciden aún con el fin. En medio de este escenario difícil, surgirán falsos mesías y falsos profetas capaces de confundir a muchos, mientras que la iniquidad hará enfriarse al amor. Será precisamente entonces que los discípulos serán llamados a dar testimonio, acogiendo con mansedumbre las tribulaciones a causa del Evangelio: sólo así su palabra podrá llegar a todas las naciones. Después de una gran tribulación, signos cósmicos anunciarán la venida del Hijo del hombre, que reunirá a sus elegidos. Ya que el término de este día permanece desconocido, la única actitud posible es velar, como siervos fieles que esperan el regreso de su amo sin dejarse sorprender por el sueño o el engaño.

Hacia el fin del discurso Jesús instituye una comparación entre la espera de su venida y los días de Noé, cuando toda la tierra vivió la experiencia del diluvio universal.

Como fueron los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre. De hecho, como en los días que precedieron al diluvio comían y bebían, se casaban, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no se dieron cuenta de nada hasta que vino el diluvio y arrastró a todos: así será también la venida del Hijo del hombre (Mt 24, 37-39).

El escenario en el que maduró el diluvio estaba marcado por acciones ordinarias, semejantes a las que también nosotros actualmente nos encontramos realizando: beber y comer, tomar decisiones de vida y llevarlas adelante. Sin embargo, mientras todos desarrollaban estas actividades normales, sólo un hombre – Noé – había invertido su tiempo construyendo un instrumento de salvación destinado a alojar a su familia y a todos los animales que se salvarían de las aguas inminentes. ¿Y los demás seres humanos? No se dieron cuenta de nada, dice Jesús.

¿Qué significa esta referencia? ¿De qué manera puede ser una advertencia también para nosotros? ¿De qué es necesario darse cuenta, sin distraerse de las cuestiones que cada día estamos llamados a enfrentar?

La respuesta podría ir en muchas direcciones. Debemos darnos cuenta de que el tiempo en el que estamos llamados a ser testigos de Cristo está caracterizado por desafíos nuevos y complejos: la Iglesia está llamada a seguir siendo sacramento de salvación en un cambio de época que, como recuerdan teólogos y sociólogos, ha transformado profundamente la forma de creer y pertenecer. La paz sigue siendo un espejismo en muchas regiones dónde injusticias antiguas y memorias heridas no encuentran curación, mientras que en la cultura occidental se debilita el sentido de la trascendencia, pisoteado por el ídolo de la eficiencia, de la riqueza y la técnica. La aparición de las inteligencias artificiales amplifica la tentación de un ser humano sin límites y sin trascendencia.

Pero darse cuenta de todo esto no basta para convertir el corazón. Hace falta reconocer algo más importante y decisivo: la dirección en la cual el Reino de Dios sigue moviéndose dentro de la historia. Es esta la mirada que podemos reencontrar recurriendo a la capacidad profética recibida en el bautismo. Jesús, muchas veces, reclamaba a las personas de su tiempo precisamente por la incapacidad de captar la acción de Dios en la historia: «¡Hipócritas! Saben evaluar el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo es posible que no sepan evaluar este tiempo?» (Lc 12, 59).

¿De qué debe darse cuenta nuestra – como cualquier otra – generación, elevando los ojos al cielo y contemplando el misterio de Dios ya revelado en Cristo? La respuesta, en realidad, la conocemos bien y en los días de Navidad la liturgia nos la recuerda puntualmente.

Ha aparecido la gracia de Dios, que trae salvación a todos los hombres y nos enseña para rechazar la impiedad y los deseos mundanos y a vivir en este mundo con sobriedad, con justicia y con piedad, a la espera de la bendita esperanza y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y salvador Jesucristo (Ti 2, 11-13).

Esto es de lo que debemos darnos cuenta cada vez más: de la gracia de Dios, ese don de salvación universal que la iglesia humildemente celebra y ofrece, para que la vida humana sea liberada del peso del pecado y del miedo a la muerte. De esta gracia, nosotros los ministros de la Iglesia hablamos y vivimos cada día. Sin embargo, debemos reconocer que los gestos de fe a los que estamos acostumbrados, a los que buscamos permanecer fieles, no producen sólo el efecto de alimentar nuestra relación con Dios. Con el tiempo, nuestro corazón corre el riesgo de perder impulso y vigor, hasta perder el asombro por la gracia de Dios que estamos llamados a saborear y a dar testimonio de él. Es el riesgo de la fe: volvernos tan familiares con Dios que lo demos por descontado, olvidando que, desde los días de Noé, él «en su magnanimidad (makrothymia) era paciente» con nosotros y con todos.

Esto es de lo que toda generación debe darse cuenta, valorando con atención el tiempo maravilloso y dramático en el que la vida siempre se desarrolla: el misterio de un Dios que, recurriendo a su infinito amor, sigue estando frente a su creación con inquebrantable confianza, a la espera de que días mejores puedan – y deban – venir aún.

Eliminar el mal

Para reencontrar el rostro de un Dios que acompaña con paciencia su creación herida, el relato del diluvio universal (Gen 6-9) Sigue siendo una fuente inagotable de luz y revelación.

El Señor vio que la maldad de los hombres era grande sobre la tierra y que toda íntima intención de su corazón no era otra cosa más que el mal, siempre (Gen 6, 5).

La historia se abre con un Dios ya desencantado: el ser humano, esa criatura que unía en sí misma los rasgos de la tierra y del cielo, no ha logrado hacer convivir los ingredientes con los que fue moldeado. Conserva alguna semejanza exterior con su Creador, pero su actuar ya no refleja la capacidad de amar. Una palabra de mentira encontró espacio en su corazón y ahora la vida del hombre no genera otra cosa más que el mal.

Es un análisis que, a primera vista, parece muy claro e incluso quizá demasiado pesimista. Sin embargo, es útil, porque equilibra nuevamente la manera a menudo ingenua con la que nosotros, los modernos, miramos el misterio del mal. Mientras nos engañamos con que podemos superarlo simplemente perfeccionándonos o evolucionando, deberíamos recordar que nuestra humanidad no necesita solamente realizarse, sino también – y sobre todo – ser salvada. El mal no debe ser simplemente perdonado: debe ser borrado, para que la vida pueda finalmente florecer en su verdad y belleza.

El Señor dijo: «Borraré de la faz de la tierra al hombre que he creado y, con el hombre, también a las bestias y los reptiles y a los pájaros del cielo, porque me arrepiento de haberlos hecho» (Gen 6, 7).

En el propósito de borrar al hombre de la faz de la tierra no debemos ver el comienzo de un proyecto destructivo por parte de Dios, sino más bien la urgencia de jugársela hasta el fin, para no abandonar el designio de amor que había dado origen a la creación. Dios decide “apostar todo” precisamente porque no se resigna ante la evidencia del mal. Por lo demás, si hubiera querido realmente destruir lo que había hecho y comenzar de nuevo, habría podido hacerlo libremente, sin siquiera sentir la necesidad de compartir sus intenciones con nadie.

Al hacer explícito el propósito de eliminación, Dios declara la intención de moldear una vez más ese mundo surgido de la fantasía de su corazón y del ingenio de sus manos. La misma pasión audaz y obstinada animará el corazón del Señor Jesús, cuando llore frente a Jerusalén antes de su pasión (cf. Lc 19, 41-44), O cuando intente hasta el fin impedir a Judas que resbale en la tentación mortal de la traición: «¡Sería mejor para ese hombre no haber nacido!» (Mc 14, 21).

En la lógica de la cultura de la eliminación en la que estamos inmersos, para nosotros eliminar corre el riesgo de convertirse sólo en el gesto con el que borramos todo lo que no se alinea inmediatamente a nuestros deseos o nuestra sensibilidad. Sin embargo, borrar no significa solo esto, ni puede reducirse al intento de librarse de lo que es molesto de los demás.

Cada día eliminamos muchas cosas, sin sentirnos culpables o sin realizar ningún mal. Eliminamos mensajes, archivos inútiles, errores en un documento, manchas, rastros, deudas. Muchos de estos gestos, más aún, son necesarios para hacer madurar nuestras relaciones y hacer vivible el mundo. No por casualidad, los profetas usarán precisamente este verbo no para amenazar, sino para consolar a Israel, recordándole la misericordia infinita de Dios.

El Señor eliminará (literalmente, cancelará) la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, la ignominia de su pueblo la hará desaparecer de toda la tierra, porque el Señor ha hablado (Is 25, 8).

Yo, yo cancelo tus fechorías por amor a mí mismo y ya no recuerdo tus pecados (Is 43, 25).

He disipado (literalmente, cancelado) como nubes tus iniquidades y tus pecados como una nubecilla. Vuelve a mí, porque yo te he redimido (Is 44, 22).

El verbo eliminar expresa bien también lo que el hombre, consciente de su fragilidad, pide a Dios que haga en la carne herida de su humanidad, cuando se reconoce necesitado de ser nuevamente curado y fortalecido.

Ten piedad de mí, oh Dios, en tu amor; en tu gran misericordia borra mi iniquidad. Quita tu mirada de mis pecados, elimina todas mis culpas (Sal 51, 3.11).

Cada vez que el Señor se asoma desde su cielo para escrutar a los habitantes del mundo, deberíamos pensar siempre que lo hace con la esperanza de encontrar un buen motivo para seguir sosteniendo el designio de su creación. Así recita el verso de un salmo: «El Señor desde el cielo se inclina sobre los hijos del hombre para ver si hay un hombre sabio, uno que busque a Dios» (Sal 14, 2). Y, de hecho, precisamente un hombre se muestra capaz de elevar los ojos hacia lo alto, aún si las circunstancias no parecen muy favorables: Noé, de quien se menciona algo interesante.

Pero Noé encontró gracia a los ojos del Señor (Gen 6, 8).

Si bien la maldad en la tierra era grande, descubrimos que cada uno no había dejado de buscar el rostro de Dios y de preguntarse acerca de su voluntad. Alguien se había dado cuenta de que la humanidad estaba viviendo bajo un cielo paciente. Noé se había dado cuenta de la gracia de Dios. Finalmente, el Altísimo encuentra a una persona a quien confiar su proyecto: borrar todo y volver a comenzar, sin embargo, sin crear nuevamente las condiciones fundamentales de un proyecto que sigue siendo válido y posible. La intención es muy audaz, porque requiere realizar una eliminación, pero sin ceder a la fascinación de comenzar nuevamente desde cero. ¿Pero cómo se podrá borrar una realidad sin anularla ni alterarla?

La historia es conocida: Dios pide a Noé construir un arca y le indica con precisión las medidas que deberá tener. Los estudiosos reconocen que estas indicaciones refieren a las proporciones del templo de Jerusalén. No es una casualidad. Estos relatos fueron compuestos durante el exilio en Babilonia, cuando Israel estaba lejos de Jerusalén sin un lugar en el cual poder encontrarse con su Dios. Así, el arca se convierte en el símbolo de ese templo perdido y del deseo por reconstruirlo.

Pero el mensaje es aún más profundo y actual: el texto del diluvio nos dice que, para borrar realmente el mal de la faz de la tierra, no basta con cambiar las estructuras humanas. Es necesario reconstruir “el templo del Señor”, es decir, restaurar la imagen correcta de Dios en el corazón del hombre y sobre la faz de la tierra. Sólo cuando el hombre vuelve a vivir frente al verdadero rostro de Dios, la historia puede cambiar realmente.

Por eso el arca no es sólo una barca: es la esperanza permanente de toda generación. Mientras que buscamos soluciones partiendo siempre desde la tierra, el relato del diluvio nos recuerda que la vida florece nuevamente sólo cuando reconstruimos el cielo, en la medida en que volvemos a poner a Dios en el centro. No sorprende entonces la dureza de Jesús cuando, al entrar al templo, lo encuentra transformado en un mercado: sin una imagen verdadera de Dios, también la religión se degrada.

El diluvio, entonces, no es simple destrucción, sino un pasaje de re-creación a través de un momento de de-creación. Las aguas vuelven a mezclarse como al principio, no para inundar el mundo, sino para reabrir a la humanidad la posibilidad de comprender más a fondo el designio de vida deseado por Dios. Es un cambio provisional de las reglas del juego, para salvar el juego mismo que Dios había inaugurado con confianza.

Así fue borrado todo ser que estaba sobre la tierra: desde los hombres hasta los animales domésticos, hasta los reptiles y los pájaros del cielo; estos fueron borrados de la tierra y quedó sólo Noé y quien estaba con él en el arca. Las aguas fueron abrumadoras sobre la tierra ciento cincuenta días (Gen 7, 23-24).

Todo es arrastrado y borrado. Ocurre en la naturaleza, cuando un cataclismo imprevisto cambia para siempre el rostro de un territorio. Sucede también en nuestra vida, cuando un imprevisto, una enfermedad o un luto distorsionan sin previo aviso la forma de nuestros días. ¿Y, si los momentos de fuerte desestabilización, cuando todos los equilibrios son sacudidos y parecen derrumbarse, fueran en realidad parte de un proceso de transformación más grande? Después de la inundación, el texto bíblico no describe un simple retorno a la normalidad: el lento descenso de las aguas ocurre en respuesta a un gesto preciso y decisivo, que se convierte en el verdadero centro del relato.

Dios se acordó de Noé, de todas las fieras y los animales domésticos que estaban con él en el arca. Dios hizo pasar un viento sobre la tierra y las aguas descendieron (Gen 8, 1).

Finalmente, los presagios se iluminan y las sospechas se disuelven: Dios no se ha olvidado de la humanidad, más aún, ha querido recordar porque en ella permanece una capacidad de corresponder a su voz. Así, después de haber sepultado todas las cosas bajo las aguas, el Señor ahora se pone a enjugar todo, para que la vida pueda comenzar pronto. No era un proyecto de muerte, entonces, el diluvio, sino una paradójica renovación de vida. Cuando las aguas, finalmente se calman y descienden, Noé recibe la orden de salir del arca junto con su mujer, sus hijos, las mujeres de sus hijos y todos los animales.

Después de haber intentado “borrar” el mundo – sin, por otra parte, lograrlo – el Señor parece haberse aclarado las ideas sobre lo que puede esperar del hombre y sobre lo que él mismo está dispuesto a poner en el plano de la alianza con él.

Este es el signo de la alianza, que pongo entre mí y ustedes y todo ser viviente que está con ustedes, por todas las generaciones futuras. Pongo mi arco en las nubes, para que sea el signo de la alianza entre mí y la tierra. Cuando reúna las nubes sobre la tierra y aparezca el arco sobre las nubes, recordaré mi alianza que existe entre mí y ustedes y todos los seres que viven en toda carne, y ya no habrá más aguas para el diluvio, para destruir toda carne. El arco estará sobre las nubes y yo lo miraré para recordar la alianza eterna entre Dios y todo ser que vive en toda carne que está sobre la tierra (Gen 9, 12-16).

El signo que Dios pone entre el cielo y la tierra, normalmente entendido como un «arco iris», en realidad es el instrumento de guerra utilizado por un arquero (en hebreo qeshet). Si esta etimología quita un poco de poesía a ese juegos de colores que nos encanta después de un temporal, agrega sin embargo matices que nos ayudan a entender mejor lo que ocurrió durante el diluvio. No sólo sobre la tierra, sino en el fondo del corazón de Dios

Al término del intento por inundar todo el mundo, el Señor depone las armas ante el hombre y pronuncia una solemne declaración de no violencia. Puede parecer una metáfora audaz, casi inapropiada para hablar de Dios y de la forma en que su gracia se manifiesta. Y, sin embargo, la humanidad, después de milenios de historia y evolución, todavía está muy lejana de saber imitarla. ¿Qué tan lejos estamos de saber deponer los fusiles y colgar en el muro los arcos de guerra? La tierra sigue siendo lacerada por conflictos atroces e interminables, que no conceden tregua a muchas personas débiles e indefensas.

Vale entonces la pena preguntarse: ¿qué se asegura realmente? ¿Un mensaje de amor – hermoso, sí, pero a veces un poco abstracto – una decisión concreta de quien, aún teniendo el poder de herirnos, escoge libremente no hacerlo? Si dejamos a un lado una idea ingenua y romántica de las relaciones, debemos reconocer que la imagen de un arco colgado en las nubes puede ser una manifestación altísima de amor, quizá la más cierta y llena de seguridad.

Un guerrero que ha aplacado su cólera representa mejor que cualquier otra idealización el tipo de aliado que quisiéramos tener a un lado: alguien que, aún pudiendo enfurecerse contra nosotros, elige no hacerlo, porque ha comprendido que, sólo acogiéndonos tal como somos, nuestra alianza podrá ser duradera, verdadera y libre.

Dedicarse a la salvación

El diluvio ha terminado y se han borrado muchas cosas sobre la tierra, sobre todo una cierta imagen de Dios. A pesar de continuar creyendo en nosotros, el Señor se llenó de ira, hizo descender las aguas de su cielo, sumergió toda la tierra, no sin antes haber «salvado» a un resto a partir del cual poder retomar el hilo de una generación humana más auténtica y más fecunda. Después depuso las armas, declaró su paz y quedó con las manos desnudas frente a su obra, para volver a tomar el derecho y la alegría de seguir moldeándola. Las únicas armas que permanecen en la historia del mundo serán sólo las que el hombre elija construir y utilizar, cada vez que se sienta perseguido, discriminado y oprimido. Dios depuso las armas y lo hizo para siempre, aceptando la apuesta de una creación seguramente más libre, pero también más expuesta al riesgo del mal y la violencia.

En este gran evento del diluvio, los primeros cristianos vieron una prefiguración del misterio de Cristo y de su cruz, el definitivo signo de alianza colocado entre el cielo y la tierra, contemplando al cual todo ser humano puede reencontrar el valor inmenso de su existencia ante Dios.

Esta agua, como imagen del bautismo, ahora los salva también a ustedes; no expulsa la suciedad del cuerpo, sino que es invocación de salvación dirigida a Dios por parte de una buena conciencia, en virtud de la resurrección de Jesucristo (1 Pe 3, 21).

Las aguas del diluvio han terminado, para siempre. Para nosotros los cristianos el agua es ahora el símbolo de la extraordinaria posibilidad de acoger en nosotros la vida de Cristo, en cuyo nombre podemos ser nuevas criaturas mediante el bautismo. Esta nueva existencia tiene, sin embargo, necesidad de ser acogida libremente y vivida con responsabilidad, vigilando nuestra adhesión personal al Evangelio. Por eso Jesús, en su discurso escatológico, después de haber citado los días de Noé concluye con una última recomendación.

Velen entonces, porque no saben el día en que su Señor vendrá. Busquen entender esto: Si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a venir el ladrón, velaría y no dejaría que entrarán en su casa. Por ello también ustedes estén listos porque, en la hora que menos imaginen, viene el Hijo del hombre (Mt 24, 42-44).

El tema de la ignorancia acerca del día y la hora del retorno glorioso del Hijo del hombre siempre ha suscitado interrogantes en la historia de la Iglesia. Las primeras comunidades vivían en la ferviente espera de un regreso inminente del Señor. Con el paso de los siglos, la Iglesia ha comprendido que este horizonte se ensanchaba, colocado en un tiempo más amplio y todavía hoy indescifrable. Después de dos mil años, nos encontramos casi en la situación opuesta: la espera se ha atenuado de tal forma que ha dejado espacio, a veces, a una sutil resignación acerca de su realización efectiva. Si al comienzo abundaban el entusiasmo y la inquietud, hoy prevalece a menudo una vigilancia cansada, tentada al desánimo.

Un antiguo y anónimo Padre de la Iglesia, comentando el Evangelio de Mateo, intentó reflexionar sobre por qué somos llamados a vivir sin poder saber con precisión ni el día de nuestra muerte ni el del regreso de Cristo.

¿Por qué se nos oculta la fecha de la muerte? Claramente esto se hace, para que siempre hagamos el bien, ya que podemos esperar morir en cualquier momento. La fecha de la segunda venida de Cristo, se ha sustraído al mundo por el mismo motivo, es decir, para que toda generación viva a la espera del regreso de Cristo [1].

De manera semejante se expresa también San Juan Crisóstomo:

Si la gente supiera cuándo morirá, se ocuparía sin duda para ese momento. […] Entonces, para que no se ocupen sólo para ese momento, no dice cuál es, ni del común, ni el de cada uno, porque quiere que lo esperen siempre, para que siempre se esfuercen [2].

La tradición patrística concuerda: el tiempo en el que vivimos hay que usarlo con sabiduría, para realizar el bien de manera estable – no ocasional – y para esperar sin incertidumbre la venida de nuestro Señor Jesucristo, permaneciendo fieles a la gracia de su Evangelio. La vigilancia a la que nos exhorta el tiempo de Adviento, entonces, es sobre todo sobre nosotros mismos, como recomienda el apóstol Pablo a los ancianos de Éfeso: «Velen sobre ustedes mismos y sobre todo el rebaño, en medio del cual el Espíritu Santo los ha constituido como custodios para ser pastores de la Iglesia de Dios, que fue adquirida con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28).

Quien, en el cuerpo de Cristo, desarrolla un ministerio para los demás nunca debería olvidar la invitación que el apóstol dirige a todos los “santos” de Filipos, junto a los Obispos y los diáconos: «Dedíquense a su salvación con respeto y temor» (Fil 2, 12). En un tiempo complejo y cargado de urgencias como el nuestro, debemos vigilar sobre dos grandes tentaciones que pueden tocar tanto a la Iglesia en la persona de sus ministros, como a todos los bautizados: olvidar la necesidad de ser salvados y pensar en recuperar consensos cuidando la forma exterior de nuestra imagen y reduciendo la radicalidad del Evangelio.

Como en los días de Noé, la primera forma de salvación a la que debemos dedicarnos no consiste en cumplir u organizar alguna actividad pastoral, sino en volver a la alegría – y también al cansancio – del seguimiento, sin domesticar la palabra de Cristo. Sólo esta forma de vigilancia nos constituye en centinelas que, en la noche del mundo, mantienen humildemente la confianza de que pronto pueda surgir la Estrella de la Mañana, esa estrella que no conoce ocaso, cuya luz es capaz de iluminar a todos los hombres. Un santo monje del siglo pasado, Thomas Merton, expresó en pocas palabras este estado de vigilancia al que el Adviento nos conduce con fuerza y dulzura.

Exiliados, en el fondo de la soledad,
viviendo como los que escuchan,
centinelas en las fronteras del mundo,
esperamos el regreso de Cristo.


[1] Anónimo, Obra incompleta sobre Mateo, Homilía 51.

[2] Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo 77,2-3.

Oremos.

Oh Dios, que para reunir todos los pueblos en tu Reino enviaste a tu Hijo en nuestra carne, danos un espíritu vigilante, para que, caminando por tus caminos de paz, podamos ir al encuentro del Señor cuando venga en la gloria. Él es Dios, y vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos.

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