ÁNGELUS DEL PAPA: ¿BUSCAMOS A NUESTRO ALREDEDOR LA LUZ DEL AMOR DE DIOS? (05/03/2023)

¿En qué consiste la belleza como Hijo de Dios con la que Jesús se revela en el monte, junto a Pedro, Santiago y Juan? ¿Qué ven los discípulos? Son preguntas que el Papa Francisco planteó este 5 de marzo a los miles de fieles y peregrinos reunidos en una soleada y fresca Plaza de San Pedro este segundo domingo de Cuaresma para la oración mariana del Ángelus. El Pontífice los invitó a detenerse un momento en la escena del Evangelio del día (Mt 17, 1-9) que narra la Transfiguración de Cristo. Compartimos a continuación el texto de su alocución, traducida del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este segundo Domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio de la Transfiguración: Jesús lleva consigo, al monte, a Pedro, Santiago y Juan y se revela ante ellos en toda su belleza de Hijo de Dios (cf. Mt 17, 1-9).

Detengámonos un momento en esta escena y preguntémonos: ¿En qué consiste esta belleza? ¿Qué ven los discípulos? ¿Un efecto especial? No, no es eso. Ven la luz de la santidad de Dios resplandecer en el rostro y en las vestiduras de Jesús, imagen perfecta del Padre. Se revela la majestad de Dios, la belleza de Dios. Pero Dios es Amor, y, por tanto, los discípulos vieron con sus ojos la belleza y el esplendor del Amor divino encarnado en Cristo. ¡Tuvieron un anticipo del paraíso! ¡Qué sorpresa para los discípulos! ¡Habían tenido bajo sus ojos durante tanto tiempo el rostro del Amor y nunca se habían dado cuenta de lo hermoso que era! Sólo ahora se dan cuenta, y con tanta alegría, con inmensa alegría.

Jesús, en realidad, con esta experiencia los está formando, los está preparando para un paso todavía más importante. De ahí en poco tiempo, de hecho, deberán saber reconocer en Él la misma belleza, cuando suba a la cruz y su rostro sea desfigurado. A Pedro le cuesta entender: quisiera detener el tiempo, poner la escena en “pausa”, estar allí y prolongar esta experiencia maravillosa; pero Jesús no lo permite. Su luz, de hecho, no se puede reducir a un “momento mágico”. Así se convertiría en algo fingido, artificial, que se disuelve en la niebla de los sentimientos pasajeros. Al contrario, Cristo es la luz que orienta el camino, como la columna de fuego para el pueblo en el desierto (cf. Ex 13, 21). La belleza de Jesús no aparta a los discípulos de la realidad de la vida, sino que les da la fuerza para seguirlo hasta Jerusalén, hasta la cruz. La belleza de Cristo no es enajenante, te lleva siempre adelante, no te hace esconderte: ¡ve adelante!

Hermanos y hermanas, este Evangelio traza también para nosotros un camino: nos enseña lo importante que es estar con Jesús, incluso cuando no es fácil entender todo lo que dice y hace por nosotros. Es estando con él, de hecho, como aprendemos a reconocer en su rostro la belleza luminosa del amor que se entrega, incluso cuando lleva las marcas de la cruz. Y es en su escuela donde aprendemos a captar la misma belleza en los rostros de las personas que cada día caminan junto a nosotros: los familiares, los amigos, los colegas, quienes en diversos modos cuidan de nosotros. ¡Cuántos rostros luminosos, cuántas sonrisas, cuántas arrugas, cuántas lágrimas y cicatrices hablan de amor en torno a nosotros! Aprendamos a reconocerlas y a llenarnos el corazón con ellas. Y después partamos, para llevar también a los demás la luz que hemos recibido, con las obras concretas del amor (cf. 1 Jn 3, 18), sumergiéndose con más generosidad en las ocupaciones cotidianas, amando, sirviendo y perdonando con más impulso y disponibilidad. La contemplación de las maravillas de Dios, la contemplación del rostro de Dios, de la cara del Señor, nos debe empujar al servicio a los demás.

Podemos preguntarnos: ¿Sabemos reconocer la luz del amor de Dios en nuestra vida? ¿La reconocemos con alegría y gratitud en los rostros de las personas que nos quieren? ¿Buscamos en torno a nosotros las señales de esta luz, que nos llena el corazón y lo abre al amor y al servicio? ¿O preferimos los fuegos de paja de los ídolos, que nos enajenan y nos encierran en nosotros mismos? La gran luz del Señor y la luz fingida, artificial de los ídolos. ¿Qué prefiero yo?

Que María, que custodió en el corazón la luz de su Hijo, incluso en la oscuridad del Calvario, nos acompañe siempre en el camino del amor.

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