SUS LÁGRIMAS SON MIS LÁGRIMAS, SU DOLOR ES MI DOLOR: PALABRAS DEL PAPA EN EL ENCUENTRO CON VÍCTIMAS DE LA VIOLENCIA EN KINSHASA (01/02/2023)

Después de haber celebrado la Misa la mañana de este 1º de febrero en Kinshasa, el Papa Francisco se reunió por la tarde, en la Nunciatura Apostólica, con las víctimas de la violencia en el Este de la República Democrática del Congo. A las familias en luto o desplazadas por los crímenes de la guerra, a los supervivientes de agresiones sexuales y a cada niño y adulto herido, el Papa Francisco les dijo que está con ellos y que querría llevarles la caricia de Dios. Compartimos a continuación, las palabras del Papa, traducidas del italiano:

Queridos hermanos y hermanas:

Gracias. Gracias por la valentía de estos testimonios. Ante la violencia inhumana que han visto con sus ojos y experimentado en su piel nos quedamos impactados. Sólo queda llorar, sin palabras, permaneciendo en silencio. Bunia, Beni-Butembo, Goma, Masisi, Rutshuru, Bukavu, Uvira, lugares que los medios internacionales no mencionan casi nunca: aquí y en otros lugares muchos hermanos y hermanas nuestros, hijos de la misma humanidad, son tomados como rehenes de la arbitrariedad del más fuerte, de quien tiene en la mano las armas más poderosas, armas que siguen circulando. Mi corazón está hoy en el Este de este inmenso país, que no tendrá paz hasta que ésta no se alcance ahí, en su parte oriental.

A ustedes, queridos habitantes del Este, quiero decirles: estoy cerca de ustedes. Sus lágrimas son mis lágrimas, su dolor es mi dolor. A cada familia en luto o desplazada a causa de los pueblos incendiados y otros crímenes de guerra, a los sobrevivientes de la violencia sexual, a cada niño y adulto herido, le digo: estoy con ustedes, quisiera traerles la caricia de Dios. Que su mirada tierna y compasiva se pose sobre ustedes. Mientras los violentos los tratan como objetos, el Padre que está en los cielos ve su dignidad y le dice a cada uno de ustedes: «Tú eres precioso a mis ojos, porque eres digno de estima y te amo» (Is 43, 4). Hermanos y hermanas, la iglesia está y siempre estará de su lado. Dios los ama, no se ha olvidado de ustedes, ¡pero ojalá los hombres se acuerden de ustedes!

Es en su nombre que, junto a las víctimas y a quien se compromete por la paz, la justicia y la fraternidad, condenó la violencia armada, las masacres, las violaciones, la destrucción y la ocupación de pueblos, el saqueo de campos y de ganado que siguen perpetrándose en la República Democrática del Congo. Y también la sanguinaria, ilegal explotación de la riqueza de este país, así como las tentativas de fragmentarlo para poder administrarlo. Llena de indignación saber que la inseguridad, la violencia y la guerra que trágicamente golpean a tanta gente son vergonzosamente alimentadas no solo por fuerzas externas, sino también desde el interior, para obtener sus intereses y ganancias. Me dirijo al Padre que está en los cielos, que nos quiere a todos hermanos y hermanas en la tierra: humildemente bajo la cabeza y, con dolor en el corazón, le pido perdón por la violencia del hombre sobre el hombre. Padre, ten piedad de nosotros. Consolar a las víctimas y a los que sufren. ¡Convierte los corazones de quien realiza crueles atrocidades, que arrojan infamia sobre la humanidad entera! Y abre los ojos de aquellos que los cierran o se voltean hacia otro lado ante estas abominaciones.

Se trata de conflictos que obligan a millones de personas a dejar sus casas, provocan gravísimas violaciones de los derechos humanos, desintegran el tejido socioeconómico, causando heridas difícil de curar. Son luchas partidarias en que se entrelazan dinámicas étnicas, territoriales y de grupo; conflictos que tienen que ver con la propiedad de la tierra, con la ausencia o la debilidad de instituciones, odios en que se infiltra la blasfemia de la violencia en nombre de un falso dios. Pero es, sobre todo, la guerra desencadenada por una insaciable avidez de materias primas y de dinero, que alimenta una economía armada, que exige inestabilidad y corrupción. ¡Qué escándalo y qué hipocresía: la gente es violentada y asesinada mientras los negocios que provocan violencia y muerte siguen prosperando!

Dirijo un vibrante llamado a todas las personas, a todas las entidades, internas y externas, que jalan los hilos de la guerra en la República Democrática del Congo, depredándola, flagelándola y desestabilizándola. Se enriquecen a través de la explotación ilegal de los bienes de este país y del cruento sacrificio de víctimas inocentes. Escuchen el grito de su sangre (cf. Gen 4, 10), presten oído a la voz de Dios, que los llama a la conversión y a la de su conciencia: hagan silenciar las armas, pongan fin a la guerra. ¡Basta! ¡Basta de enriquecerse a costa de la piel de los más débiles, basta de enriquecerse con recursos y dinero manchados de sangre!

Queridos hermanos y hermanas, ¿y nosotros qué podemos hacer? ¿De dónde comenzar? ¿Cómo actuar para promover la paz? Quisiera humildemente proponerles volver a empezar a partir de dos “no” y de dos “sí”.

Ante todo no a la violencia, siempre y en cualquier circunstancia, sin “si” y sin “pero”. ¡No a la violencia! Amar a la propia gente no significa alimentar odio hacia los demás. Más aún, querer al propio país significa rechazar dejarse envolver por quienes incitan a recurrir a la fuerza. Es un trágico engaño: el odio y la violencia nunca son aceptables, nunca justificables, nunca tolerables, con mayor razón para quien es cristiano. El odio genera sólo otro odio y la violencia otra violencia. Un “no” claro y fuerte debe además decirse a quien propaga en nombre de Dios esta violencia, este odio. Queridos congoleños, no se dejen seducir por personas o grupos que incitan a la violencia en su nombre. Dios es Dios de la paz sino de la guerra. Predicar el odio es una blasfemia y el odio siempre corroe el corazón del hombre. De hecho, quien vive de violencia nunca vive bien: piensa salvar su vida y en cambio es engullido por un torbellino de mal que, llevándolo a combatir a los hermanos y hermanas con quien creció y vivió por años, lo mata por dentro.

Pero para decir realmente “no” a la violencia no basta con evitar actos violentos; es necesario extirpar las raíces de la violencia: pienso en la avidez, en la envidia y, sobre todo, en el rencor. Mientras me inclino con respeto ante el sufrimiento padecido por muchos, quisiera pedir a todos que se comporten como ustedes lo han sugerido, testigos valientes, que tienen la valentía de desarmar el corazón. Se lo pido a todos en nombre de Jesús, que perdonó a quienes le atravesaron las muñecas y los pies con clavos, clavándolo en una cruz: les pido que desarmen el corazón. Eso no quiere decir dejar de indignarse ante el mal y no denunciarlo, ¡eso es un deber! Mucho menos significa impunidad y condonación de las atrocidades, siguiendo adelante como si nada pasara. Esto que les he pedido, en nombre de la paz, en nombre del Dios de la paz, es desmilitarizar el corazón: quitar el veneno, rechazar el odio, desactivar la avidez, borrar el resentimiento decir no a todo aquello que parece volvernos débiles, pero que en realidad nos hace libres, porque nos da paz. Sí, la paz nace de los corazones, de corazones libres del rencor.

Hay además un segundo “no” que hay que decir: no a la resignación. La paz pide combatir el desánimo, el desconsuelo y la desconfianza que llevan a creer que quizá es mejor desconfiar de todos, vivir separados y distantes más que tenderse la mano y caminar juntos. Una vez más, en nombre de Dios, renuevo la invitación para que cuántos viven en la República Democrática del Congo no dejen caer sus brazos, sino que se comprometan para construir un futuro mejor. Un porvenir de paz no lloverá del cielo, sino que podrá llegar si se limpian de los corazones el fatalismo resignado y el miedo de jugársela con los demás. Un futuro distinto vendrá si es de todos y no de algunos, si es para todos y no contra algunos. Un porvenir nuevo vendrá si el otro, no importa si es tutsi o hutu, ya no es un adversario o un enemigo, sino un hermano y una hermana en cuyo corazón es necesario creer que existe, incluso oculto, el mismo deseo de paz. ¡También en el Este la paz es posible! ¡Creámoslo! ¡Trabajemos en ello, sin delegar el cambio!

No se puede construir el porvenir quedándose encerrados en los propios intereses particulares, replegados en los propios grupos, en las propias etnias y en los propios clanes. Un adagio swahili enseña: «jirani ni ndugu» [el vecino es un hermano]; entonces, hermano, hermana, todos tus vecinos son tus hermanos, ya sean burundis, ugandeses o ruandeses. Todos somos hermanos, porque somos hijos del mismo Padre: así nos lo enseña la fe cristiana, profesada por gran parte de la población. Entonces, que se eleve la mirada al cielo y no se permanezca prisionero del temor: el mal que cada uno ha sufrido necesita ser convertido en bien para todos; que el desconsuelo que paraliza ceda el paso a un renovado ardor, a una lucha indómita por la paz, a valientes propósitos de fraternidad, a la belleza de gritar juntos nunca más: ¡nunca más violencia, nunca más rencor, nunca más resignación!

Y finalmente nos encontramos con los dos “sí” para la paz. Ante todo, sí a la reconciliación. Amigos, es maravilloso lo que están por hacer. Quieren comprometerse a perdonarse mutuamente y a repudiar la guerra y los conflictos para resolver las distancias y las diferencias. Y quieren hacerlo orando juntos, dentro de poco, abrazados en torno al árbol de la Cruz, bajo el cual, con gran valentía, desean deponer los signos de violencia que han visto y sufrido: uniformes, machetes, martillos, hachas, cuchillos... También la cruz era un instrumento de dolor y de muerte, el más terrible en los tiempos de Jesús, pero, atravesado por su amor, se ha convertido en instrumento universal de reconciliación, árbol de vida.

Quisiera decirles: sean también ustedes árboles de vida. Hagan como los árboles, que absorben contaminación y restituyen oxígeno. O, como dice un proverbio: “En la vida haz como la palma: recibe piedras, devuelve dátiles”. Esta es profecía cristiana: responder al mal con el bien, al odio con el amor, a la división con la reconciliación. La fe lleva consigo una nueva idea de justicia, que no se contenta con castigar y renuncia a la venganza, sino que quiere reconciliar, desactivar nuevos conflictos, extinguir el odio, perdonar. Y todo eso es más poderoso que el mal. ¿Saben por qué? Porque transforma la realidad desde dentro en lugar de destruirla desde fuera. Sólo así se vence al mal, precisamente como hizo Jesús en el árbol de la cruz, cargando con él y transformándolo con su amor. Así el dolor se transmutó en esperanza. Amigos, sólo el perdón abre las puertas al mañana, porque abre las puertas a una justicia nueva, sin olvidar, desarma el círculo vicioso de la venganza. Reconciliarse es generar el mañana: es creer en el futuro en lugar de quedarse anclados en el pasado; es apostar por la paz en lugar de resignarse a la guerra; es escapar de la prisión de las propias razones para abrirse a los demás y saborear juntos la libertad.

Y el último “sí”, decisivo: sí a la esperanza. Se puede representar la reconciliación como un árbol, como una palma que da fruto, la esperanza es el agua que la hace florecer. Esta esperanza tiene una fuente y esa fuente tiene un nombre, que quiero proclamar aquí junto con ustedes: ¡Jesús! Jesús: con Él el mal ya no tiene la última palabra en la vida; con Él, que hizo de un sepulcro, fin del trayecto humano, el inicio de una historia nueva, se abren siempre nuevas posibilidades. Con Él cada tumba puede transformarse en una cuna, cada calvario en un jardín pascual. Con Jesús nace y renace la esperanza: para quien ha sufrido el mal e incluso para quien lo ha cometido. Hermanos y hermanas del Este del país, esta esperanza es para ustedes, tienen derecho a ella. Pero también es un derecho que hay que conquistar. ¿Cómo? Sembrándola cada día, con paciencia. Vuelvo a la imagen de la palma. Un proverbio dice: «Cuando comas la nuez, mira la palma, porque quien la plantó ha vuelto a la tierra hace mucho tiempo». En otras palabras, para conquistar los frutos esperados, es necesario trabajar con el mismo espíritu de quienes plantan las palmas, pensando en las generaciones futuras sino en los resultados inmediatos. Sembrar el bien hace bien: libera de la lógica angosta de la ganancia personal y regala a cada día su por qué: trae a la vida el respiro de la gratuidad y nos hace más semejantes a Dios, sembrador paciente que esparce esperanza sin nunca cansarse.

Hoy agradezco y bendigo a todos los sembradores de paz que trabajan en el país: a las personas e instituciones que se prodigan en la ayuda y la lucha por las víctimas de la violencia, de la explotación y los desastres naturales, a las mujeres y hombres que vienen aquí animados por el deseo de promover la dignidad de la gente. Algunos han perdido la vida mientras servían a la paz, como el embajador Luca Attanasio, el oficial Vittorio Iacovacci y el chofer Mustapha Milambo, asesinados hace dos años en el Este del país. Eran sembradores de esperanza y su sacrificio no será en balde.

Hermanos, hermanas, hijos e hijas de Ituri, de Kivu del norte y del sur, estoy cerca de ustedes, los abrazo y los bendigo a todos ustedes. Bendigo a cada niño, adulto, anciano, a cada persona herida por la violencia en la República Democrática del Congo, en particular a cada mujer y cada madre. Y pido porque la mujer, cada mujer, sea respetada, protegida, valorada: cometer violencia contra una mujer y una madre es cometerla a Dios mismo, que de una mujer, de una madre, tomó la condición humana. Que Jesús, nuestro hermano, Dios de la reconciliación que plantó el árbol de vida de la cruz en el corazón de las tinieblas del pecado y del sufrimiento, que Jesús, Dios de la esperanza que cree en ustedes, en su país y su futuro, bendiga a todos ustedes y los consuele; que derrame su paz en sus corazones, en sus familias y en toda la República Democrática del Congo. Gracias.

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