CUARESMA, TIEMPO FAVORABLE PARA VOLVER A LA VERDAD DE NOSOTROS MISMOS, A DIOS Y LOS HERMANOS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL MIÉRCOLES DE CENIZA (22/02/2023)

Este 22 de febrero, Miércoles de Ceniza, el Santo Padre centró su homilía en la invitación que nos dirige el profeta Joel (2, 12) cuando dice: «Vuelvan a mí de todo corazón». De esta cita bíblica, y ayudado por el rito de la Ceniza, el Pontífice reflexionó que esto nos introduce en este camino de regreso: “nos invita a volver a la verdad de nosotros mismos y a volver a Dios y a los hermanos”. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

«¡Este es el tiempo favorable, este es el día de la salvación!» (2 Cor 6, 2). Con esta expresión, el Apóstol Pablo nos ayuda a entrar en el espíritu del tiempo cuaresmal. La Cuaresma es, en efecto, el tiempo favorable para volver a lo esencial, para despojarnos de lo que nos pesa, para reconciliarnos con Dios, para reavivar el fuego del Espíritu Santo que habita escondido entre las cenizas de nuestra frágil humanidad. Volver a lo esencial. Es el tiempo de gracia para poner en práctica lo que el Señor nos ha pedido en el primer versículo de la Palabra que hemos escuchado: «Vuelvan a mí de todo corazón» (Jo 2,12). Volver a lo esencial, que es el Señor.

El rito de la ceniza nos introduce en este camino de regreso y nos hace dos invitaciones: volver a la verdad de nosotros mismos y volver a Dios y a los hermanos.

Ante todo, volver a la verdad de nosotros mismos. Las cenizas nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos, nos reconducen a la verdad fundamental de la vida: sólo el Señor es Dios y nosotros somos obra de sus manos. Esta es nuestra verdad. Nosotros tenemos la vida mientras que Él es la vida. Es Él el Creador, mientras nosotros somos frágil arcilla que en sus manos se moldea. Nosotros venimos de la tierra y necesitamos del Cielo, de Él; con Dios resurgiremos de nuestras cenizas, pero sin Él somos polvo. Y mientras con humildad inclinamos la cabeza para recibir las cenizas, traigamos entonces a la memoria del corazón esta verdad: somos del Señor, le pertenecemos. Él, en verdad, «moldeó al hombre con polvo del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida» (Gen 2,7): existimos, entonces, porque Él ha sopló el aliento de la vida en nosotros. Y, como Padre tierno y misericordioso, Él también vive la Cuaresma, porque nos desea, nos espera, aguarda nuestro regreso. Y siempre nos anima a no desesperar, incluso cuando caemos en el polvo de nuestra fragilidad y de nuestro pecado, porque «Él sabe bien de qué estamos hechos, recuerda que somos polvo» (Sal 103, 14). Escuchemos de nuevo esto: Él recuerda que somos polvo. Dios lo sabe; nosotros, en cambio, a menudo lo olvidamos, pensando que somos autosuficientes, fuertes, invencibles sin Él; usamos maquillaje para creernos mejores de lo que somos: somos polvo.

La Cuaresma es por tanto el tiempo para que recordemos quién es el Creador y quién la criatura, para proclamar que sólo Dios es el Señor, para despojarnos de la pretensión de bastarnos a nosotros mismos y de la manía de ponernos en el centro, de ser los primeros de la clase, de pensar que sólo con nuestras capacidades podemos ser protagonistas de la vida y trasformar el mundo que nos rodea. Este es el tiempo favorable para convertirnos, para cambiar la mirada antes que nada sobre nosotros mismos, para vernos por dentro: cuántas distracciones y superficialidades nos separan de lo que cuenta, cuántas veces nos centramos en nuestros deseos o en lo que nos falta, alejándonos del centro del corazón, olvidando abrazar el sentido de nuestro ser en el mundo. La Cuaresma es un tiempo de verdad para hacer caer las máscaras que nos ponemos cada día para aparentar ser perfectos a los ojos del mundo; para luchar, como nos ha dicho Jesús en el Evangelio, contra la falsedad y la hipocresía: no las de los demás, las nuestras: mirarlas a la cara y luchar.

Pero hay también un segundo paso: las cenizas nos invitan también a volver a Dios y a los hermanos. De hecho, si volvemos a la verdad de lo que somos y nos damos cuenta de que nuestro yo no se basta a sí mismo, entonces descubrimos que existimos sólo gracias a las relaciones: la originaria con el Señor y las vitales con los demás. Así, la ceniza que hoy recibimos en la cabeza nos dice que toda presunción de autosuficiencia es falsa y que idolatrar al yo es destructivo y nos encierra en la jaula de la soledad: mirarse al espejo imaginando ser perfectos, imaginando ser el centro del mundo. Nuestra vida, en cambio, es ante todo una relación: la hemos recibido de Dios y de nuestros padres, y siempre podemos renovarla y regenerarla gracias al Señor y a aquellos que Él nos pone al lado. La Cuaresma es el tiempo favorable para reavivar nuestras relaciones con Dios y con los demás: para abrirnos en el silencio a la oración y a salir de la fortaleza de nuestro yo cerrado, para romper las cadenas del individualismo y del aislamiento y redescubrir, a través del encuentro y la escucha, quién camina a nuestro lado cada día, y volver a aprender a amarlo como hermano o hermana.

Hermanos y hermanas, ¿cómo realizar todo esto? Para completar este camino — volver a la verdad de nosotros mismos, volver a Dios y a los demás — somos invitados a recorrer tres grandes vías: la limosna, la oración y el ayuno. Son las vías clásicas: no se necesitan novedades en este camino. Jesús lo dijo, es claro: la limosna, la oración y el ayuno. Y no se trata de ritos exteriores, sino de gestos que deben expresar una renovación del corazón. La limosna no es un gesto rápido para limpiarse la conciencia, para compensar un poco el desequilibrio interior, sino que es un tocar con las propias manos y con las propias lágrimas los sufrimientos de los pobres; la oración no es ritualidad, sino diálogo de verdad y amor con el Padre; y el ayuno no es un simple sacrificio, sino un gesto fuerte para recordarle a nuestro corazón qué es lo que cuenta y qué es lo que pasa. Lo de Jesús es una «advertencia que conserva también para nosotros su saludable validez: a los gestos exteriores debe corresponder siempre la sinceridad del alma y la coherencia de las obras. En efecto, ¿de qué sirve rasgarse las vestiduras, si el corazón permanece lejos del Señor, es decir, del bien y de la justicia?» (Benedicto XVI, Homilía Miércoles de Ceniza, 1 marzo 2006). Muchas veces, en cambio, nuestros gestos y ritos no tocan la vida, no son auténticos; quizás los hacemos sólo para hacernos admirar por los demás, para recibir el aplauso, para tomar el mérito. Recordemos esto: en la vida personal, como en la vida de la Iglesia, no cuentan la exterioridad, los juicios humanos y el agrado del mundo; cuanta sólo la mirada de Dios, que lee el amor y la verdad.

Si nos ponemos humildemente bajo su mirada, entonces la limosna, la oración y el ayuno no se quedan en gestos exteriores, sino que expresan quiénes somos verdaderamente: hijos de Dios y hermanos entre nosotros. La limosna, la caridad, manifestará nuestra compasión con quien está necesitado, nos ayudará a volver a los demás; la oración dará voz a nuestro íntimo deseo de encontrar al Padre, haciéndonos volver a Él; el ayuno será la gimnasia espiritual para renunciar con alegría a lo que es superfluo y nos sobrecarga, para volvernos interiormente más libres y volver a la verdad de nosotros mismos. Encuentro con el Padre, libertad interior, compasión.

Queridos hermanos y hermanas, inclinemos la cabeza, recibamos las cenizas, aligeremos el corazón. Pongámonos en camino en la caridad: se nos han dado cuarenta días favorables para recordarnos que el mundo no se encierra en las fronteras estrechas de nuestras necesidades personales y para redescubrir la alegría, no en las cosas que se acumulan, sino en el cuidado de aquellos que se encuentran en la necesidad y en la aflicción. Pongámonos en camino en la oración: se nos han dado cuarenta días favorables para volver a dar a Dios la primacía en la vida, para volver a dialogar con Él con todo el corazón, no en el tiempo que sobra. Pongámonos en camino en el ayuno: se nos han dado cuarenta días favorables para reencontrarnos, para frenar la dictadura de las agendas siempre llenas de cosas que hacer; de las pretensiones de un ego cada vez más superficial y engorroso, y elegir lo que importa.

Hermanos y hermanas, no desperdiciemos la gracia de este tiempo santo: fijemos la mirada en el Crucificado y caminemos, respondamos con generosidad a las llamadas fuertes de la Cuaresma. Y al final del trayecto encontraremos con más alegría al Señor de la vida, lo encontraremos a Él, el único que nos hará resurgir de nuestras cenizas.

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