LA PALABRA DE DIOS NOS CAMBIA, MIENTRAS QUE LA RIGIDEZ NOS ESCONDE: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL DOMINGO DE LA PALABRA DE DIOS (23/01/2022)

La mañana de este 23 de enero, el Papa Francisco presidió la Santa Misa en la Basílica de San Pedro con ocasión de la celebración del Domingo de la Palabra de Dios: una Jornada que el Pontífice estableció el 30 de septiembre de 2019, con la firma de la Carta apostólica en forma de «Motu proprio» Aperuit illis, con el fin de resaltar la presencia del Señor en la vida de todos los fieles. En su homilía el Santo Padre reflexionó sobre la liturgia del día destacando que en el centro de la vida del pueblo santo de Dios y del camino de la fe “no estamos nosotros”, con nuestras palabras; sino Dios con su Palabra. Antes de concluir, el Santo Padre recordó que en esta celebración, fueron instituidos lectores y catequistas, que están llamados a la tarea importante “de servir al Evangelio de Jesús, de anunciarlo para que su consuelo, su alegría y su liberación lleguen a todos”. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

En la primera Lectura y en el Evangelio encontramos dos gestos paralelos: el sacerdote Esdras pone en alto el libro de la ley de Dios, lo abre y lo proclama delante de todo el pueblo; Jesús, en la sinagoga de Nazaret, abre el rollo de la Sagrada Escritura y lee un pasaje del profeta Isaías delante de todos. Son dos escenas que nos comunican una realidad fundamental: en el centro de la vida del pueblo santo de Dios y del camino de la fe no estamos nosotros, con nuestras palabras. En el centro está Dios con su Palabra.

Todo comenzó con la Palabra que Dios nos dirigió. En Cristo, su Palabra eterna, el Padre «nos eligió antes de la creación del mundo» (Ef 1, 4). Con su Palabra creó el universo: «Él habló y todo fue creado» (Sal 33, 9). Desde tiempos antiguos nos habló por medio de los profetas (cf. Hb 1, 1); por último, en la plenitud del tiempo (cf. Ga 4,4), nos envió su misma Palabra, el Hijo unigénito. Por esto, al finalizar la lectura de Isaías, Jesús en el Evangelio anuncia algo inaudito: «Hoy se ha cumplido esta Escritura» (Lc 4, 21). Se ha cumplido; la Palabra de Dios ya no es una promesa, sino que se ha realizado. En Jesús se hizo carne. Por obra del Espíritu Santo vino a habitar entre nosotros y quiere hacernos su morada, para colmar nuestras expectativas y sanar nuestras heridas.

Hermanas y hermanos, tengamos la mirada fija en Jesús, como la gente en la sinagoga de Nazaret (cf. v. 20) —lo miraban, era uno de ellos: ¿qué novedad? ¿qué hará, éste, del que tanto se habla?— y acojamos su Palabra. Meditemos hoy dos aspectos de ella que unidos entre sí: la Palabra revela a Dios y la Palabra nos lleva al hombre. Está al centro: revela a Dios y nos lleva al hombre.

Ante todo, la Palabra revela a Dios. Jesús, al inicio de su misión, comentando ese pasaje determinado del profeta Isaías, anuncia una opción precisa: ha venido para la liberación de los pobres y los oprimidos (cf. v. 18). Así, precisamente por medio de las Escrituras, nos revela el rostro de Dios como el de Aquel que se hace cargo de nuestra pobreza y le preocupa nuestro destino. No es un amo encerrado en los cielos – esa es una fea imagen de Dios, no, no es así – sino un Padre que sigue nuestros pasos. No es un frío observador alejado e impasible, un Dios “matemático”. Es el Dios con nosotros, que se apasiona con nuestra vida y se involucra hasta llorar nuestras mismas lágrimas. No es un dios neutral e indiferente, sino el Espíritu amante del hombre, que nos defiende, nos aconseja, toma partido a nuestro favor, se pone en juego, se compromete con nuestro dolor. Siempre está presente allí. Esta es «la buena noticia» (v. 18) que Jesús proclama ante la mirada asombrada de todos: Dios es cercano y quiere cuidar de mí, de ti, de todos. Y este es el modo de tratar de Dios: cercanía. Él mismo se define así; dice al pueblo, en el Deuteronomio: «¿Cuál pueblo tiene a sus dioses cercanos a sí, como yo estoy cerca de ti?» (cf. Dt 4, 7). Él Dios cercano, con esa cercanía que es compasiva y tierna, quiere aliviarte de las cargas que te aplastan, quiere calentar el frío de tus inviernos, quiere iluminar tus días oscuros, quiere sostener tus pasos inciertos. Y lo hace con su Palabra, con la que te habla para volver a encender la esperanza en medio de las cenizas de tus miedos, para hacer que vuelvas a encontrar la alegría en los laberintos de tus tristezas, para llenar de esperanza la amargura de tus soledades. Él te hace caminar, pero no en un laberinto: te hace ir por el camino, para encontrarlo más, cada día.

Hermanos, hermanas, preguntémonos: ¿llevamos en el corazón esta imagen liberadora de Dios, del Dios cercano, el Dios compasivo, el Dios tierno? ¿O lo pensamos como un juez riguroso, un rígido aduanero de nuestra vida? ¿La nuestra es una fe que genera esperanza y alegría o – me pregunto, entre nosotros – está todavía determinada por el miedo, una fe miedosa? ¿Qué rostro de Dios anunciamos en la Iglesia? ¿El Salvador que libera y cura o el Dios Temible que aplasta bajo los sentimientos de culpa? Para convertirnos al verdadero Dios, Jesús nos indica de dónde partir: de la Palabra. Ella, contándonos la historia de amor de Dios por nosotros, nos libera de los miedos y de los preconceptos sobre Él, que apagan la alegría de la fe. La Palabra derriba los falsos ídolos, desenmascara nuestras proyecciones, destruye las representaciones demasiado humanas de Dios y nos lleva de nuevo a su rostro verdadero, a su misericordia. La Palabra de Dios nutre y renueva la fe: ¡volvamos a ponerla en el centro de la oración y de la vida espiritual! Al centro, la Palabra que nos revela como es Dios. La Palabra que nos hace cercanos a Dios.

Y ahora, el segundo aspecto: la Palabra nos lleva al hombre. Nos lleva a Dios y nos lleva al hombre. Justamente cuando descubrimos que Dios es amor compasivo, vencemos la tentación de encerrarnos en una religiosidad sacralizada, que se reduce a un culto exterior, que no toca y no transforma la vida. Esta es idolatría. Idolatría escondida, idolatría refinada, pero es idolatría. La Palabra nos impulsa fuera de nosotros mismos para ponernos en camino al encuentro de los hermanos con sólo la fuerza mansa del amor liberador de Dios. En la sinagoga de Nazaret Jesús nos revela precisamente esto: Él es enviado para ir al encuentro de los pobres – que somos todos nosotros – y liberarlos. No vino a entregar una lista de normas o a oficiar alguna ceremonia religiosa, sino que descendió a las calles del mundo para encontrarse con la humanidad herida, para acariciar los rostros marcados por el sufrimiento, para sanar los corazones quebrantados, para liberarnos de las cadenas que nos aprisionan el alma. De este modo nos revela cuál es el culto más agradable a Dios: cuidar al prójimo. Y debemos volver sobre esto. En el momento en el que en la Iglesia están las tentaciones de la rigidez, que es una perversión, y se cree que encontrar a Dios es hacerse más rígidos, más rígidos, con más normas, las cosas correctas, las cosas claras… No es así. Cuando nosotros veamos propuestas de rigidez, inmediatamente pensemos: esto es un ídolo, no es Dios. Nuestro Dios no es así.

Hermanas y hermanos, la Palabra de Dios nos cambia – la rigidez no nos cambia, nos esconde –; la Palabra de Dios nos cambia penetrando en el alma como una espada (cf. Hb 4, 12). Porque, si por una parte consuela, revelándonos el rostro de Dios, por otra parte provoca y sacude, mostrándonos nuestras contradicciones. Nos pone en crisis. No nos deja tranquilos, si quien paga el precio de esta tranquilidad es un mundo lacerado por la injusticia y el hambre, y quienes sufren las consecuencias son siempre los más débiles. Siempre pagan los más débiles. La Palabra pone en crisis esas justificaciones nuestras que hacen depender lo que no funciona siempre del otro o de los demás. Cuánto dolor sentimos al ver morir en el mar a nuestros hermanos y hermanas porque no los dejan desembarcar. Y esto, algunos lo hacen en nombre de Dios. La Palabra de Dios nos invita a salir al descubierto, a no escondernos detrás de la complejidad de los problemas, detrás del “no hay nada que hacer”, “es problema de ellos”, “es su problema” o del “¿qué puedo hacer yo?”, “dejémoslo así”. Nos exhorta a actuar, a unir el culto a Dios y el cuidado del hombre. Porque la Sagrada Escritura no nos ha sido dada para entretenernos, para mimarnos en una espiritualidad angelical, sino para salir al encuentro de los demás y acercarnos a sus heridas. Hablé de la rigidez, de ese pelagianismo moderno, que es una de las tentaciones de la Iglesia. Y esta otra, buscar una espiritualidad angelical, es un poco la otra tentación de hoy: los movimientos espirituales gnósticos, el gnosticismo, que te propone una Palabra de Dios que te pone “en órbita” y no te hace tocar la realidad. La Palabra que se ha hecho carne (cf. Jn 1, 14) quiere hacerse carne en nosotros. No nos abstrae de la vida, sino que nos introduce en la vida, en las situaciones de todos los días, en la escucha de los sufrimientos de los hermanos, del grito de los pobres, de la violencia y las injusticias que hieren a la sociedad y al planeta, para no ser cristianos indiferentes, sino laboriosos, cristianos creativos, cristianos proféticos.

«Hoy – dice Jesús – se ha cumplido esta Escritura» (Lc 4, 21). La Palabra quiere encarnarse hoy, en el tiempo que vivimos, no en un futuro ideal. Una mística francesa del siglo pasado, que eligió vivir el Evangelio en las periferias, escribió que la Palabra del Señor no es «“letra muerta”, sino espíritu y vida. […] La escucha que la Palabra del Señor exige de nosotros es nuestro “hoy”: las circunstancias de nuestra vida cotidiana y las necesidades de nuestro prójimo» (M. Delbrêl, La alegría de creer, Sal Terrae, Santander 1997, 242-243).Entonces, preguntémonos: ¿queremos imitar a Jesús, convertirnos en ministros de liberación y de consolación para los demás, poner en práctica la Palabra? ¿Somos una Iglesia dócil a la Palabra? ¿Una Iglesia llevada a escuchar a los demás, comprometida a tender la mano para aliviar a los hermanos y las hermanas de aquello que los oprime, para desatar los nudos de los miedos, liberar a los más frágiles de las prisiones de la pobreza, del cansancio interior y de la tristeza que apaga la vida? ¿Queremos esto?

En esta celebración, algunos de nuestros hermanos y hermanas son instituidos lectores y catequistas. Están llamados a la tarea importante de servir al Evangelio de Jesús, de anunciarlo para que su consuelo, su alegría y su liberación lleguen a todos. Esta es también la misión de cada uno de nosotros: ser anunciadores creíbles, profetas de la Palabra en el mundo. Por eso, apasionémonos por la Sagrada Escritura. Dejémonos excavar interiormente por la Palabra, que revela la novedad de Dios y lleva a amar a los demás sin cansarse. ¡Volvamos a poner la Palabra de Dios en el centro de la pastoral y de la vida de la Iglesia! Así seremos liberados de todo pelagianismo rígido, de toda rigidez, y seremos liberados de la ilusión de espiritualidades que te ponen “en órbita” sin cuidar de los hermanos y hermanas. Volvamos a poner la Palabra de Dios en el centro de la pastoral y de la vida de la Iglesia. Escuchémosla, orémosla, pongámosla en práctica.

Comentarios