ENTRE EL POLVO TÓXICO DEL MUNDO, LAS CENIZAS NOS RECUERDAN QUIÉNES SOMOS: TEXTO DE LA HOMILÍA DEL PAPA PARA LA MISA DEL MIÉRCOLES DE CENIZA (05/03/2025)

Durante la Santa Misa celebrada en la Basílica de Santa Sabina por la tarde de este 5 de marzo, con motivo del inicio del camino penitencial, el Card. Penitenciario Angelo de Donatis leyó la homilía preparada por el Papa Francisco. Este período que nos redimensiona es una invitación a reavivar la esperanza, dice en el texto el Santo Padre. La celebración estuvo precedida por la procesión penitencial desde la iglesia de Sant'Anselmo all'Aventino. Transcribimos a continuación, el texto completo de la homilía, traducido del italiano:

Las sagradas cenizas, esta tarde, serán esparcidas sobre nuestra cabeza. Estas reavivan en nosotros la memoria de lo que somos, pero también la esperanza de lo que seremos. Nos recuerdan que somos polvo, pero nos encaminan hacia la esperanza a la que estamos llamados, porque Jesús ha descendido al polvo de la tierra y, con su Resurrección, nos arrastra consigo al corazón del Padre.

Así se desarrolla el camino de la Cuaresma hacia la Pascua, entre la memoria de nuestra fragilidad y la esperanza de que, al final del camino, quien nos espera es el Resucitado.

Ante todo, hagamos memoria. Recibimos las cenizas inclinando la cabeza hacia abajo, como para mirarnos a nosotros mismos, para mirarnos por dentro. Las cenizas, de hecho, nos ayudan a hacer memoria de la fragilidad y de la pequeñez de nuestra vida: somos polvo, del polvo hemos sido creados y al polvo volveremos. Y son muchos los momentos en los que, mirando nuestra vida personal o la realidad que nos rodea, nos damos cuenta de que «es sólo un soplo todo hombre que vive […] como un soplo se afana, acumula y no sabe quién cosechará» (Sal 39, 7).

Nos lo enseña sobre todo la experiencia de la fragilidad, que experimentamos en nuestros cansancios, en las debilidades que debemos tomar en cuenta, en los miedos que nos habitan, en los fracasos que nos queman por dentro, en la caducidad de nuestros sueños, en el constatar qué efímeras son las cosas que poseemos. Hechos de cenizas y de tierra, palpamos la fragilidad en la experiencia de la enfermedad, en la pobreza, en el sufrimiento que a veces cae de improviso sobre nosotros y sobre nuestras familias. Y también nos damos cuenta de que somos frágiles cuando nos descubrimos expuestos, en la vida social y política de nuestro tiempo, a los “polvos sutiles” que contaminan el mundo: la contraposición ideológica, la lógica de la prevaricación, el regreso de viejas ideologías identitarias que teorizan la exclusión de los demás, la explotación de los recursos de la tierra, la violencia en todas sus formas y la guerra entre los pueblos. Son todos “polvos tóxicos” que enturbian el aire de nuestro planeta, impiden la coexistencia pacífica, mientras crecen cada día en nosotros la incertidumbre y el miedo al futuro.

Por último, esta condición de fragilidad nos recuerda el drama de la muerte, que en nuestras sociedades de la apariencia intentamos exorcizar de muchas maneras e incluso marginar de nuestros lenguajes, pero que se impone como una realidad con la que debemos lidiar, signo de la precariedad y fugacidad de nuestra vida.

Así, a pesar de las máscaras que nos ponemos y de los artificios a menudo ingeniosamente creados para distraernos, las cenizas nos recuerdan quiénes somos. Esto nos hace bien. Nos redimensiona, señala las asperezas de nuestros narcisismos, nos devuelve a la realidad, nos hace más humildes y disponibles los unos para los otros: ninguno de nosotros es Dios, todos estamos en camino.

La Cuaresma, sin embargo, es también una invitación a reavivar en nosotros la esperanza. Si recibimos la ceniza con la cabeza inclinada para volver a la memoria de lo que somos, el tiempo cuaresmal no quiere dejarnos con la cabeza agachada, sino que, al contrario, nos exhorta a levantar la cabeza hacia Aquel que de los abismos de la muerte resucita, arrastrándonos también a nosotros de las cenizas del pecado y de la muerte a la gloria de la vida eterna.

Las cenizas nos recuerdan, entonces, la esperanza a la que estamos llamados porque Jesús, el Hijo de Dios, se mezcló con el polvo de la tierra, elevándolo hasta el cielo. Y Él descendió a los abismos del polvo, muriendo por nosotros y reconciliándonos con el Padre, así como escuchamos al apóstol Pablo: «A Aquel que no había conocido el pecado, Dios lo hizo pecado en nuestro favor » (2 Cor 5, 21).

Ésta, hermanos y hermanas, es la esperanza que reaviva las cenizas que somos. Sin esta esperanza, estamos destinados a soportar pasivamente la fragilidad de nuestra condición humana y, especialmente ante la experiencia de la muerte, nos hundimos en la tristeza y la desolación, acabando por razonar como los necios: «Nuestra vida es breve y triste, no hay remedio cuando el hombre muere […] el cuerpo se convertirá en cenizas y el espíritu se desvanecerá como aire sutil» (Sab 2, 1-3). La esperanza de la Pascua hacia la que nos encaminamos, en cambio, nos sostiene en las fragilidades, nos asegura el perdón de Dios e, incluso mientras estamos envueltos en las cenizas del pecado, nos abre a la confesión gozosa de la vida: «Yo sé que mi Redentor vive y que él, el último, se alzará sobre el polvo» (Jb 19, 25). Recordemos esto: «el hombre es polvo y al polvo volverá, pero es polvo precioso a los ojos de Dios, porque Dios ha creado al hombre destinándolo a la inmortalidad» (Benedicto XVI, Audiencia General, 17 febrero 2010).

Hermanos y hermanas, con las cenizas sobre la cabeza caminemos hacia la esperanza de la Pascua. Convirtámonos a Dios, volvamos a Él con todo el corazón (cf. Jl 2, 12), volvamos a ponerlo a Él en el centro de nuestra vida, para que la memoria de lo que somos – frágiles y mortales como cenizas esparcidas por el viento – sea iluminada finalmente por la esperanza del Resucitado. Y orientemos hacia Él nuestra vida, convirtiéndonos en signo de esperanza para el mundo: aprendamos de la limosna a salir de nosotros mismos para compartir las necesidades unos de otros y alimentar la esperanza por un mundo más justo; aprendamos de la oración a descubrirnos necesitados de Dios o, como decía Jacques Maritain “mendigos del cielo”, para alimentar la esperanza de que, en nuestras fragilidades y al final de nuestra peregrinación terrena, nos espera un Padre con los brazos abiertos; aprendamos del ayuno que no vivimos solamente para satisfacer nuestras necesidades, sino que tenemos hambre de amor y de verdad, y sólo el amor de Dios y entre nosotros logra realmente levantarnos y hacernos esperar un futuro mejor.

Que nos acompañe siempre la certeza de que, desde que el Señor vino a las cenizas del mundo, «la historia de la Tierra es historia del Cielo. Dios y el hombre están ligados en un único destino» (C. Carretto, El desierto en la ciudad, Buenos Aires 1986, 59), y Él barrerá para siempre las cenizas de la muerte para hacernos resplandecer de vida nueva.

Con esta esperanza en el corazón, pongámonos en camino. Y dejémonos reconciliar con Dios.

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