EL PAPA ADVIERTE DE IDOLATRÍAS Y EL AFÁN DE CONTROLAR A DIOS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE CLAUSURA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS (29/10/2023)

La Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos ha llegado a su tramo final del camino, en el que el “principio y fundamento” ha sido el de “amar a Dios con toda la vida y amar al prójimo como a nosotros mismos”. “No nuestras estrategias, no los cálculos humanos, no las modas del mundo, sino amar a Dios y al prójimo; ese es el centro de todo” dijo el Papa en su homilía a los Cardenales, Obispos y sacerdotes, religiosas y religiosos presentes en la misa de este 29 de octubre en la Basílica de San Pedro. El Santo Padre reflexionó sobre dos verbos o – como él mismo dijo – dos movimientos del corazón: adorar y servir. Reproducimos a continuación, el texto de su homilía, traducido del italiano:

Es justamente un pretexto con el cual un doctor de la Ley se presenta ante Jesús, y sólo para ponerlo a prueba. Sin embargo, la suya es una pregunta importante, una pregunta siempre actual, que a veces se abre camino en nuestro corazón y en la vida de la Iglesia: «¿Cuál es el mayor mandamiento?» (Mt 22, 36). También nosotros, sumergidos en el río vivo de la Tradición, nos preguntamos: ¿Qué es lo más importante? ¿Cuál es la fuerza motriz? ¿Qué es lo más valioso, hasta el punto de ser el principio inspirador de todo? Y la respuesta de Jesús es clara: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39).

Hermanos Cardenales, hermanos Obispos y sacerdotes, religiosas y religiosos, hermanas y hermanos, en la conclusión de este tramo de camino que hemos recorrido, es importante mirar el “principio y fundamento” del que todo comienza y vuelve a comenzar: amar. Amar a Dios con toda la vida y amar al prójimo como a sí mismos. No nuestras estrategias, no los cálculos humanos, no las modas del mundo, sino amar a Dios y al prójimo: ese es el corazón de todo. Pero ¿cómo traducir ese impulso de amor? Les propongo dos verbos, dos movimientos del corazón sobre los que quisiera reflexionar: adorar y servir. Amar a Dios se hace con la adoración y con el servicio.

El primer verbo, adorar. Amar es adorar. La adoración es la primera respuesta que podemos ofrecer al amor gratuito, al amor sorprendente de Dios. El asombro de la adoración es esencial en la Iglesia, sobre todo en este momento en el que hemos perdido la costumbre de la adoración. Adorar, de hecho, significa reconocer en la fe que sólo Dios es el Señor y que de la ternura de su amor dependen nuestras vidas, el camino de la Iglesia, los destinos de la historia. Él es el sentido del vivir.

Adorándolo a Él nos redescubrimos libres. Por eso el amor al Señor en la Escritura está frecuentemente asociado a la lucha contra toda idolatría. Quien adora a Dios rechaza a los ídolos porque, mientras Dios libera, los ídolos esclavizan. Nos engañan y nunca realizan aquello que prometen, porque son «obra de las manos de los hombres» (Sal 115, 4). La Escritura es severa contra la idolatría porque los ídolos son obra del hombre y son manipulados por él, mientras que Dios es siempre el Viviente, que está aquí y más allá, «que no está hecho como yo lo pienso, que no depende de cuanto espero de él, que puede, entonces, alterar mis expectativas, precisamente porque está vivo. La confirmación de que no siempre tenemos la idea justa de Dios es que a veces nos decepcionamos: me esperaba esto, me imaginaba que Dios se comportaría así, y en cambio me he equivocado. De esta manera volvemos a recorrer el sendero de la idolatría, pretendiendo que el Señor actúe según la imagen que nos hemos hecho de él» (C. M. Martini, Los grandes de la Biblia. Ejercicios espirituales con el Antiguo Testamento, Florencia 2022, 826-827). Y este es un riesgo que podemos correr siempre: pensar que podemos “controlar a Dios”, encerrar su amor en nuestros esquemas. En cambio, su actuar es siempre impredecible, va más allá, y por eso este actuar de Dios requiere asombro y adoración. ¡El asombro, es muy importante!

Debemos luchar siempre contra las idolatrías; las mundanas, que a menudo proceden de la vanagloria personal, como el ansia de éxito, la autoafirmación a toda costa, la avidez del dinero — el diablo entra por los bolsillos, no lo olvidemos —, la fascinación del carrerismo; pero también las idolatrías camufladas de espiritualidad: mi espiritualidad, mis ideas religiosas, mis habilidades pastorales… Vigilemos, para que no nos suceda que nos pongamos en el centro nosotros, en lugar de a Él. Y volvamos a la adoración. Que sea central para nosotros los pastores: dediquemos tiempo cada día a la intimidad con Jesús buen Pastor ante el tabernáculo. Adorar. Que la Iglesia sea adoradora: ¡que en cada Diócesis, en cada parroquia, en cada comunidad se adore al Señor! Porque sólo así nos dirigiremos a Jesús y no a nosotros mismos; porque sólo a través del silencio adorador la Palabra de Dios habitará en nuestras palabras; porque sólo ante Él seremos purificados, transformados y renovados por el fuego de su Espíritu. Hermanos y hermanas, ¡adoremos al Señor Jesús!

El segundo verbo es servir. Amar es servir. En el gran mandamiento, Cristo une a Dios y al prójimo, para que no estén nunca separados. No existe una experiencia religiosa que sea sorda al clamor del mundo, una verdadera experiencia religiosa. No hay amor a Dios sin compromiso por el cuidado del prójimo, de otro modo se corre el riesgo del fariseísmo. Quizás tengamos realmente muchas ideas hermosas para reformar la Iglesia, pero recordemos: adorar a Dios y amar a los hermanos con su amor, esta es la mayor y perenne reforma. Ser Iglesia adoradora e Iglesia del servicio, que lava los pies a la humanidad herida, que acompaña el camino de los frágiles, los débiles y los descartados, que sale con ternura al encuentro de los más pobres. Dios lo ha ordenado, lo hemos escuchado, en la primera Lectura.

Hermanos y hermanas, pienso en los que son víctimas de las atrocidades de la guerra; en los sufrimientos de los migrantes; en el dolor escondido de quienes se encuentran solos y en condiciones de pobreza; en quienes son aplastados por el peso de la vida; en quienes ya no tienen más lágrimas, en quienes no tienen voz. Y pienso en cuántas veces, detrás de hermosas palabras y persuasivas promesas, se favorecen formas de explotación o no se hace nada para impedirlas. Es un pecado grave explotar a los más débiles, un pecado grave que corroe la fraternidad y devasta a la sociedad. Nosotros, discípulos de Jesús, queremos llevar al mundo otro fermento, el del Evangelio: Dios en primer lugar y junto a Él aquellos que Él prefiere, los pobres y los débiles.

Es esta, hermanos y hermanas, la Iglesia que estamos llamados a soñar: una Iglesia sierva de todos, sierva de los últimos. Una Iglesia que no exige nunca un expediente de “buena conducta”, sino que acoge, sirve, ama, perdona. Una Iglesia con las puertas abiertas que sea puerto de misericordia. «El hombre misericordioso —dijo San Juan Crisóstomo— es un puerto para quien está en necesidad: el puerto acoge y libera del peligro a todos los náufragos; sean ellos malvados, buenos, o sean como sean […], el puerto los protege dentro de su bahía. También tú, entonces, cuando veas en tierra a un hombre que ha sufrido el naufragio de la pobreza, no juzgues, no pidas cuentas de su conducta, sino libéralo de la desgracia» (Discursos sobre el pobre Lázaro, II, 5).

Hermanos y hermanas, se concluye la Asamblea sinodal. En esta “conversación del Espíritu” hemos podido experimentar la tierna presencia del Señor y descubrir la belleza de la fraternidad. Nos hemos escuchado mutuamente y, sobre todo, en la rica variedad de nuestras historias y nuestras sensibilidades, nos hemos puesto a la escucha del Espíritu Santo. Hoy no vemos el fruto completo de este proceso, pero con amplitud de miras podemos mirar el horizonte que se abre ante nosotros: el Señor nos guiará y nos ayudará a ser una Iglesia más sinodal y más misionera, que adora a Dios y sirve a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo, saliendo a llevar a todos la consoladora alegría del Evangelio.

Hermanos y hermanas, por todo esto que han hecho en el Sínodo y que siguen haciendo les digo gracias. Gracias por el camino que hemos hecho juntos, por la escucha y por el diálogo. Y al agradecerles quisiera expresarles un deseo para todos nosotros: que podamos crecer en la adoración a Dios y en el servicio al prójimo. Adorar y servir. Que el Señor nos acompañe. Y adelante, ¡con alegría!

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