ESTOY EN CAMINO CON USTEDES: CARTA DEL PAPA A LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA (07/08/2023)

Hay atención de pastor y preocupación de padre en la carta que el Papa Francisco envía este 7 de agosto a todos los sacerdotes de la Diócesis de Roma. El Santo Padre advierte a los sacerdotes de su Diócesis, “reorganizada” el pasado mes de enero con la nueva constitución apostólica In Ecclesiarum Communione y que trajo consigo varios cambios dentro del Vicariato, contra la mundanidad espiritual: “Se esconde detrás de apariencias de religiosidad y de amor a la Iglesia, pero en realidad consiste en buscar, en lugar de la gloria de Dios, la gloria humana y el bienestar personal”. Compartimos a continuación, el texto de la Carta, traducido del italiano:

Queridos hermanos sacerdotes:

Deseo llegar hasta ustedes con un pensamiento de acompañamiento y amistad, que espero pueda apoyarles mientras llevan adelante su ministerio, con su carga de alegrías y de fatigas, de esperanzas y desilusiones. Necesitamos intercambiar miradas llenas de cuidado y compasión, aprendiendo de Jesús que así miraba a los apóstoles, sin exigir de ellos una hoja de ruta dictada por el criterio de la eficiencia, Sino ofreciendo atención y descanso. Así, cuando los apóstoles regresaron de la misión, entusiastas pero cansados, el Maestro les dice: «Vengan aparte, ustedes solos, a un lugar desierto y descansen un poco» (Mc 6,31).

Pienso en ustedes, en este momento en el que puede haber, junto con las actividades veraniegas, también un poco de reposo después de las fatigas pastorales de los meses pasados. Y quisiera ante todo renovarles mi agradecimiento: «Gracias por su testimonio, gracias por su servicio; gracias por tanto bien oculto que hacen, gracias por el perdón y el consuelo que regalan en nombre de Dios [...]; gracias por su ministerio, que a menudo se realiza entre tantas fatigas, incomprensiones y poco reconocimiento» (Homilía para la Misa Crismal, 6 de abril 2023).

Por otro lado, nuestro ministerio sacerdotal no se mide en éxitos pastorales (¡el Señor mismo los tuvo, con el paso del tiempo, cada vez menos!). En el corazón de nuestra vida no hay siquiera el frenesí de las actividades, sino la permanencia en el Señor para dar fruto (cf. Jn 15). Es Él nuestro descanso (cf. Mt 11, 28-29). Y la ternura que nos consuela surge de su misericordia, de acoger el “magis” de su gracia, que nos permite ir adelante en el trabajo apostólico, soportar la falta de éxitos y los fracasos, alegrarnos con la sencillez de corazón, ser mansos y pacientes, volver a empezar siempre, tender la mano a los demás. De hecho, nuestros necesarios “momentos de recarga” no ocurren solamente cuando descansamos física o espiritualmente, sino también cuando nos abrimos al encuentro fraterno entre nosotros: la fraternidad consuela, ofrece espacios de libertad de interior y no nos hace sentir solos ante los desafíos del ministerio.

Es con este espíritu que les escribo. Me siento en camino con ustedes y quisiera hacerles sentir que estoy cerca de ustedes en las alegrías y los sufrimientos, en los proyectos y en las fatigas, en las amarguras y los consuelos pastorales. Sobre todo comparto con ustedes el deseo de comunión, afectiva y efectiva mientras ofrezco mi oración cotidiana para que esta nuestra madre Iglesia de Roma, llamada a presidir en la caridad, cultive el precioso don de la comunión ante todo en sí misma, haciéndolo germinar en las distintas realidades y sensibilidades que la componen. Que la Iglesia de Roma sea para todos ejemplo de compasión y esperanza, con sus pastores siempre, precisamente siempre, listos y disponibles a ensanchar el perdón de Dios, como canales de misericordia que quitan la sed a la aridez del hombre de hoy.

Y ahora, queridos hermanos, me pregunto: en este tiempo nuestro ¿qué nos pide el Señor, a dónde nos orienta el Espíritu que nos ha unido y enviado como apóstoles del Evangelio? En la oración vuelve a mí esto: que Dios nos pide ir a fondo en la lucha contra la mundanidad espiritual. El Padre Henri de Lubac, en algunas páginas de un texto que les invito a leer, definió la mundanidad espiritual como «el peligro más grande para la Iglesia – para nosotros, que somos Iglesia – la tentación más pérfida, la que siempre renace, insidiosamente, mientras que las demás son vencidas». Y agregó palabras que me parece dan en el blanco: «Si esta mundanidad espiritual invadiera la Iglesia y trabajara para corromperla atacando su principio mismo, sería infinitamente más desastrosa que cualquier mundanidad sencillamente moral» (Meditación sobre la Iglesia, Milán 1965, 470).

Son cosas que recordé en otras ocasiones, pero me permito reiterarlas, considerándolas prioritarias: la mundanidad espiritual, en efecto, es peligrosa porque es una manera de vivir que reduce la espiritualidad a una apariencia: nos lleva a ser “obreros del espíritu”, hombres revestidos de formas sacras que en realidad siguen pensando en actuar según las formas del mundo. Esto ocurre cuando nos dejamos fascinar por las seducciones de lo efímero, por la mediocridad y la costumbre, por las tentaciones del poder y la influencia social. Y más aún, por la vanagloria y el narcisismo, por intransigencias doctrinales y esteticismos litúrgicos, formas y modos en los que la mundanidad «se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia», pero en realidad «consiste en la búsqueda, en lugar de la gloria del Señor, de la gloria humana y el bienestar personal» (Evangelii gaudium, 93). ¿Cómo no reconocer en todo ello la versión actualizada de aquel formalismo hipócrita, que Jesús veía en ciertas autoridades religiosas de su tiempo y que en el curso de su vida pública lo hicieron sufrir quizá más que cualquier otra cosa?

La mundanidad espiritual es una tentación “gentil” y por eso todavía más insidiosa. Se insinúa de hecho, sabiendo esconderse bien detrás de buenas apariencias, incluso dentro de motivaciones “religiosas”. Y, aún si la reconocemos y la alejamos de nosotros, antes o después se vuelve a presentar disfrazada de alguna otra manera. Como dice Jesús en el Evangelio: «Cuando el espíritu impuro sale del hombre, deambulará por lugares desérticos buscando alivio y, al no encontrarlo, dice: “Volveré a mi casa, de donde salí”. Al llegar, la encuentra limpia y adornada. Entonces va, toma a otros siete espíritus peores que él, entran y la hacen su morada. Y la condición de ese hombre se vuelve peor que la anterior» (Lc 11, 24-26). Necesitamos una vigilancia interior, cuidar la mente y el corazón, alimentar en nosotros el fuego purificador del Espíritu, porque las tentaciones mundanas vuelven y “tocan a la puerta” de forma cortés, «son los “demonios educados”: entran con educación, sin que yo me dé cuenta» (Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2022).

Quisiera detenerme, sin embargo, en un aspecto de esta mundanidad. Ésta, cuando entra en el corazón de los pastores, asume una forma específica, la del clericalismo. Disculpen si lo reitero, pero como sacerdotes pienso que me entienden, porque también ustedes comparten eso es lo que creen de manera importante, según esa hermosa característica típicamente romana (¡romanesca!) por la cual la sinceridad de los labios viene del corazón, ¡y sabe a corazón! Y yo, como anciano y desde el corazón, siento que debo decirles que me preocupa cuando recaemos en las formas del clericalismo; cuando, quizá sin darnos cuenta, hacemos ver a la gente que somos superiores, privilegiados, colocados “en lo alto” y por tanto separados del resto del Pueblo santo de Dios. Como me escribió una vez un buen sacerdote, “el clericalismo es síntoma de una vida sacerdotal y laical tentada a vivir en un rol y no en el vínculo real con Dios y los hermanos”. Denota, en resumen, una enfermedad que nos hace perder la memoria del Bautismo recibido, dejando en el fondo nuestra pertenencia al mismo Pueblo santo y llevándonos a vivir la autoridad en las distintas formas del poder, sin ya poder darnos cuenta de la doble vida, sin humildad pero con actitudes separadas y altivas.

Para sacudirnos esta tentación, nos hace bien ponernos a la escucha de lo que el profeta Ezequiel dice a los pastores: «Se alimentan de leche, se visten de lana, matan a las ovejas más gordas, pero no pastorear el rebaño. No han hecho fuertes a las ovejas débiles, no han curado a las enfermas, no han vendado esas heridas, no han traído de regreso a las dispersas. No han ido en búsqueda de las pérdidas, sino que las han guiado con crueldad y violencia» (34, 3-4). Se habla de “leche” y “lana”, aquello que alimenta y calienta; el riesgo que la palabra nos pone frente a nosotros es entonces el de alimentarnos a nosotros mismos y a nuestros intereses, revistiéndonos de una vida cómoda y confortable.

Ciertamente – como afirma San Agustín – el pastor debe vivir también gracias al sustento ofrecido por la leche de su rebaño; pero comenta el Obispo de Hipona: «tomen también la leche de las ovejas y manténganla en su escasez. Sin embargo, no olviden la debilidad de las ovejas, es decir en su actividad no busquen, por así decirlo, su reciprocidad dando la impresión de anunciar el Evangelio para llegar personalmente al fin de mes, sino den a los demás la luz de la palabra de verdad para que los ilumine» (Discurso sobre los pastores, 46, 5). De la misma manera, Agustín habla de la lana asociándola a los honores: ésta, que reviste a la oveja, puede hacer pensar en todo aquello con lo que podemos adornarnos exteriormente, buscando la alabanza de los hombres, el prestigio, la fama, la riqueza. El gran padre latino escribe: «quien ofrece la lana rinde honor. Estos son los dos beneficios que buscan de la gente aquellos pastores que se pastorean a sí mismos y no a las ovejas: recursos para satisfacer sus propias necesidades preocupaciones particulares consistentes en honores y alabanzas» (ibid., 46, 6). Cuando estamos preocupados solo por la leche, pensamos en nuestra ganancia personal; cuando buscamos de manera obsesiva la lana, pensamos en cuidar nuestra imagen y en aumentar el éxito. Y así se pierde el espíritu sacerdotal, el celo por el servicio, el anhelo por el cuidado del pueblo, terminando por razonar según la necedad mundana: «¿Qué me importa? Que cada quien haga lo que le plazca; mi sustento está asegurado y también mi honor. Tengo leche y lana suficiente. Entonces que cada quien vaya a donde le parezca» (ibid., 46, 7).

La preocupación, entonces, se concentra en el “yo”: el propio sustento, las propias necesidades, la alabanza recibida para sí mismo en lugar de para la gloria de Dios. Esto ocurre en la vida de quien resbala en el clericalismo: pierde el espíritu de alabanza porque ha perdido el sentido de la gracia, el asombro por la gratuidad con la que Dios lo ama, esa confiada sencillez del corazón que hace extender las manos al Señor, esperando de Él el alimento a su tiempo (cf. Sal 104, 27), en la conciencia de que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). Sólo cuando vivimos en esta gratuidad, podemos vivir el ministerio y las relaciones pastorales en el espíritu del servicio, según las palabras de Jesús: «Gratuitamente han recibido, den gratuitamente» (Mt 10, 8).

Necesitamos mirar precisamente a Jesús, la compasión con la que Él ve nuestra humanidad herida, la gratuidad con la que ofreció su vida por nosotros en la cruz. Ahí está el antídoto cotidiano a la mundanidad y al clericalismo: mirar a Jesús crucificado, fijar los ojos cada día en Él que se despojó de sí mismo y se humilló por nosotros hasta la muerte (cf. Fil 2, 7-8). Él aceptó las humillaciones para levantarnos de nuestras caídas y liberarnos del poder del mal. Así, mirando las llagas de Jesús, mirándolo a Él humillado, aprendemos que somos llamados a ofrecernos a nosotros mismos, a hacernos pan partido para quien tiene hambre, a compartir el camino de quien está cansado y oprimido. Este es el espíritu sacerdotal: hacernos siervos del Pueblo de Dios y no patrones, lavar los pies a los hermanos y no pisotearlos bajo nuestros pies.

Permanezcamos entonces vigilantes contra el clericalismo. Que nos ayude a mantenernos lejos el Apóstol Pedro que, como nos recuerda la tradición, incluso en el momento de la muerte se humilló cabeza abajo para no estar a la altura de su Señor. Que nos preserve el Apóstol Pablo, que por motivo de Cristo Señor consideró todas las ganancias de la vida y el mundo como basura (cf. Fil 3, 8).

El clericalismo, lo sabemos, puede involucrar a todos, también a los laicos y los agentes pastorales: se puede asumir, de hecho, “un espíritu clerical” al realizar los ministerios y carismas, viviendo la propia llamada de manera elitista, encerrándose en el propio grupo y levantando muros hacia el exterior, desarrollando vínculos posesivos con respecto a los roles en la comunidad, cultivando actitudes aburridas y arrogantes hacia los demás. Y los síntomas son precisamente la pérdida del espíritu de alabanza y de gratuidad alegre, mientras el diablo se insinúa alimentando la queja, la negatividad y la insatisfacción crónica por lo que no funciona, la ironía que se convierte en cinismo. Pero así nos dejamos absorber por el clima de crítica y rabia que se respira alrededor, en lugar de ser aquellos que, con sencillez y mansedumbre evangélica, con gentileza y respeto, ayudan a los hermanos y hermanas a salir de las arenas movedizas de la intolerancia.

En todo ello, en nuestras fragilidades e insuficiencias, así como en la crisis actual de la fe, ¡no nos desanimemos! De Lubac concluía afirmando que la Iglesia, «incluso hoy, a pesar de todas nuestras opacidades [...] es, como la Virgen, el sacramento de Jesucristo. Ninguna de nuestras infidelidades puede impedirle ser “la Iglesia de Dios”, “la sierva del Señor”» (Meditación sobre la Iglesia, cit., 472). Hermanos, esta es la esperanza que sostiene nuestros pasos, aligera nuestros pesos, vuelve a dar impulso a nuestro ministerio. Arremanguémonos las mangas y doblemos las rodillas (¡ustedes que pueden!): pidamos al Espíritu unos por otros, pidámosle que nos ayude a no caer, en la vida personal así como en la acción pastoral, en esa apariencia religiosa llena de muchas cosas pero vacía de Dios, para no ser funcionarios de lo sagrado, sino apasionados anunciadores del Evangelio, no “empleados de Estado”, sino pastores del pueblo. Necesitamos una conversión personal y pastoral. Como afirmaba el Padre Congar, no se trata de redirigirnos a una buena observancia o hacer una reforma de ceremonias externas, más bien se trata de volver a las fuentes evangélicas, de descubrir energías frescas para superar las costumbres, de poner un espíritu nuevo en las viejas instituciones eclesiales, para que no nos suceda que seamos una Iglesia «rica en su autoridad y en su seguridad, pero poco apostólica y mediocremente evangélica» (Verdadera y falsa reforma de la Iglesia, Milán 1972, 146).

Gracias por la acogida que puedan dar a estas palabras mías, meditándolas en la oración y frente a Jesús en la adoración cotidiana; puedo decirles que han salido del corazón y del afecto que tengo por ustedes. Sigamos adelante con entusiasmo y valentía: trabajemos juntos, entre los sacerdotes y con los hermanos y hermanas laicas, dando inicio a formas y caminos sinodales, que nos ayuden a despojarnos de nuestras seguridades mundanas y “clericales” para buscar, con humildad, vías pastorales inspiradas por el Espíritu, para que el consuelo del señor llegue realmente a todos. Ante la imagen de la Salus Populi Romani he pedido por ustedes. Pedí a la Virgen que los cuide y los proteja, que enjugue sus lágrimas secretas, que reaviven ustedes la alegría del ministerio y de hacerse cada día pastores enamorados de Jesús, listos a dar la vida sin medida por su amor. Gracias por lo que hacen y por lo que son. Los bendigo y les acompaño con la oración. Y ustedes, por favor, no se olviden de orar por mí.

Fraternalmente,

Lisboa, 5 de agosto 2023, Memoria de la Dedicación de la Basílica de Santa María Mayor.

FRANCISCO

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