TAMBIÉN HOY EXISTE RIESGO DE IDEOLOGÍAS QUE NO DAN LIBERTAD: PALABRAS DEL PAPA EN LA UNIVERSIDAD CATÓLICA PÉTER PÁZMÁNY EN BUDAPEST (30/04/2023)

Fue en la Universidad Católica Péter Pázmány en Budapest, donde el Papa Francisco tuvo la última cita de su Viaje Apostólico a Hungría. El conocimiento, los progresos de la técnica, la arrogancia del ser y del tener, el riesgo de que el hombre se deje aplastar por las máquinas, pierda el contacto con la realidad y la capacidad de cultivar el espíritu, fueron los temas que el Sumo Pontífice abordó en el Encuentro con el mundo de la universidad y de la cultura, la tarde de este 30 de abril. Compartimos a continuación el texto de su discurso, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes:

Saludo a cada uno de ustedes y agradezco por las hermosas palabras que se han dicho y sobre las cuales me detendré en breve. Este es el último encuentro de mi visita a Hungría y, con el corazón agradecido, me gusta pensar en el curso del Danubio, que relaciona a este país y a muchos otros, uniéndolos, más allá de la geografía, también en su historia. La cultura, en cierto sentido, es como un gran río: relaciona y recorre distintas regiones de la vida y de la historia poniéndolas en relación, permite navegar en el mundo y abrazar países y tierras lejanas, quita la sed a la mente, riega el alma, hace crecer a la sociedad. La misma palabra cultura deriva del verbo cultivar: el saber implica una semilla cotidiana que, hundiéndose en los surcos de la realidad, da fruto.

Hace cien años Romano Guardini, gran intelectual y hombre de fe, precisamente mientras se encontraba inmerso en un paisaje hecho único por la belleza de las aguas, tuvo una fecunda intuición cultural. Escribió: «En estos días más que nunca he comprendido que hay dos formas de conocimiento […], una conduce a sumergirse en el objeto y su contexto, por la cual el hombre que quiere conocer busca vivir en él; la otra, por el contrario, reúne las cosas, las descompone, las ordenan casilleros, adquiere sobre ellas dominio y posesión, las domina» (Carta desde el Lago de Como. La técnica y el hombre, Brescia 2022, 55). Distingue entre un conocimiento humilde y relacional, el cual es como «un reinado que se obtiene por medio del servir; un crear según la naturaleza, que no sobrepasa los límites establecidos» (cf. p. 57), y otra modalidad de saber, que «no observa, sino que analiza […] ya no se sumerge en el objeto, lo aferra» (p. 56).

Y es ahí que en este segundo modo de conocer «las energías y las sustancias se hacen converger para un único fin: la máquina» (p. 58), y «así se desarrolla una técnica de la sumisión del ser viviente» (pp. 59-60). Guardini no demoniza la técnica, la cual permite vivir mejor, comunicar y tener muchas ventajas, sino que advierte el riesgo de que ésta se convierta en reguladora, si no es que dominadora, de la vida. En tal sentido veía un gran peligro: «el hombre pierde todos los vínculos interiores que le procuran un sentido orgánico de la medida y las formas de expresión en armonía con la naturaleza» y, «mientras en su ser interior se ha vuelto sin contornos, sin dirección, establece arbitrariamente sus fines y obliga a las fuerzas de la naturaleza, por él dominadas, a realizarlos» (p. 60). Y dejaba a la posteridad una pregunta inquietante: «¿Qué será de la vida si termina bajo este yugo? […] ¿Qué ocurrirá […] cuando nos encontremos ante la prevalencia de los imperativos de la técnica? La vida, ahora, está enmarcada en un sistema de máquinas. […] En un sistema como ese, ¿la vida puede permanecer viva?» (p.61).

¿La vida puede permanecer viva? Es una cuestión que, especialmente en este lugar, donde se profundizan la informática y las “ciencias biónicas”, es bueno plantearse. En efecto, lo que he vislumbró Guardini parece evidente en nuestros días: pensemos en la crisis ecológica, con la naturaleza que está simplemente reaccionando al uso instrumental que hemos hecho de ella. Pensemos en la falta de límites, en la lógica de “se puede hacer entonces es lícito”. Pensemos también en la voluntad de poner al centro de todo no a la persona y sus relaciones, sino al individuo centrado en sus propias necesidades, ávido de ganancias y voraz en aferrar la realidad. Y pensemos como consecuencia en la erosión de los vínculos comunitarios, por lo cual la soledad y el miedo, de condiciones existenciales, parecen transmutarse en condiciones sociales. Cuántos individuos aislados, muy “de redes sociales” y poco sociales, recurren, como en un círculo vicioso, a los consuelos de la técnica como para llenar el vacío que advierten, corriendo de manera cada vez más frenética mientras, esclavos de un capitalismo salvaje, perciben como más dolorosas sus propias debilidades, en una sociedad donde la velocidad exterior va de la mano con la fragilidad interior. Ese es el drama. Diciendo esto no quiero generar pesimismo – sería contrario a la fe que tengo la alegría de profesar –, si no reflexionar sobre esta “arrogancia de ser y tener”, que ya en los albores de la cultura europea Homero veía como amenazante y que el paradigma tecnocrático exaspera, con un cierto uso de los algoritmos que puede representar un ulterior riesgo de desestabilización de lo humano.

En una novela que he citado muchas veces, El dueño del mundo, de Robert Benson, se observa «que complejidad mecánica no es sinónimo de verdadera grandeza y que en la exterioridad más fastuosa se esconde más sutil la insidia» (Verona 2014, 24-25). En este libro, en cierto sentido “profético”, escrito hace más de un siglo, se describe un futuro dominado por la técnica y en el cual todo, en nombre del progreso, es uniformado: por todos lados se predica un nuevo “humanitarismo” que anula las diferencias, acabando con la vida de los pueblos y aboliendo las religiones. Aboliendo las diferencias, todas. Ideologías opuestas convergen en una homologación que coloniza ideológicamente. Ese es el drama, la colonización ideológica; el hombre, en contacto con las máquinas, se aplana cada vez más, mientras que la vida común se vuelve triste y enrarecida. En ese mundo avanzado pero sombrío, descrito por Benson, donde todos parecen insensibles y anestesiados, parece obvio descartar a los enfermos y aplicar la eutanasia, así como abolir las lenguas y las culturas nacionales para lograr la paz universal, que en realidad se transforma en una persecución fundada en la imposición del consenso, tanto que hace afirmar a un protagonista que «el mundo parece estar a merced de una vitalidad perversa, que corrompe y confunde todas las cosas» (p. 145).

Continué en este examen de tintes sombríos porque precisamente en tal contexto resplandecen mejor los papeles de la cultura y la universidad. La Universidad es en efecto, como indica el nombre mismo, el lugar donde el pensamiento nace, crece y madura abierto y sinfónico; no monocorde, no cerrado: abierto y sinfónico. Es el “templo” donde el conocimiento está llamado a liberarse de las fronteras angostas del tener y poseer para convertirse en cultura, es decir, “cultivo” del hombre y sus relaciones fundantes: con lo trascendente, con la sociedad, con la historia, con la creación. Afirma al respecto el Concilio Vaticano II: «La cultura debe mirar a la perfección integral de la persona humana, el bien de la comunidad y de toda la sociedad humana. Por ello es necesario cultivar el espíritu de manera que se desarrollen las facultades de la admiración, de la intuición, de la contemplación, y seamos capaces de formarnos un juicio personal y cultivar el sentido religioso, moral y social» (Const. past. Gaudium et spes, 59). Ya en los tiempos antiguos se decía que el comienzo de filosofar es la admiración, la capacidad de admiración. En esta perspectiva he apreciado mucho sus palabras. Las suyas, Monseñor Rector, cuando dijo que «en todo verdadero científico hay algo del escriba, del sacerdote, del profeta y del místico»; y nuevamente que «con la ayuda de la ciencia no queremos sólo entender, queremos también hacer lo correcto, es decir construir una civilización humana y solidaria, una cultura y un medio ambiente sustentable. Es con el corazón humilde que podemos subir no sólo al monte del Señor, sino también al monte de la ciencia».

Es verdad: los grandes intelectuales, de hecho, son humildes. El misterio de la vida, por lo demás, se revela a quien sabe entrar en las pequeñas cosas. Es hermoso al respecto lo que dijo Dorottya: «Descubriendo cada vez más pequeños detalles nos sumergimos en la complejidad de la obra de Dios». Así entendida, la cultura realmente representa la salvaguarda de lo humano. Sumerge en la contemplación y moldea a personas que no están a merced de las modas del momento, si no viene enraizadas en la realidad de las cosas. Y que, humildes discípulos del saber, sienten que deben ser abiertos y comunicativos, nunca rígidos y combativos. Quien ama la cultura, de hecho, nunca siente que ya ha llegado a su meta, sino que lleva en sí una sana inquietud. Investiga, interroga, arriesga, explora; sabe salir de sus propias certezas para aventurarse con humildad en el misterio de la vida, que se casa con la inquietud, no con la costumbre; que se abre a las otras culturas y advierte la necesidad de compartir el saber. Este es el espíritu de la Universidad y les agradezco porque lo viven así; como nos dijo el Profesor Major, quien relató la belleza de cooperar con otras realidades educativas, a través de programas de investigación compartidos y también recibiendo estudiantes provenientes de otras regiones del mundo, como el Medio Oriente, en particular de las martirizada Siria. Es abriéndose a los demás que se conoce mejor a uno mismo. La apertura, abrirse a los demás es como un espejo: me hace conocerme mejor a mí mismo.

La cultura nos acompaña en conocernos a nosotros mismos. Lo recuerda el pensamiento clásico, que nunca debe desaparecer. Vienen a la mente las célebres palabras del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Es una de las dos frases guía que quisiera dejarles como conclusión. ¿Pero qué significa conócete a ti mismo? Quiere decir saber reconocer los propios límites, y como consecuencia, detener la propia presunción de autosuficiencia. Nos hace bien, porque es ante todo reconociéndonos creaturas que nos volvemos creativos, sumergiéndonos en el mundo más que dominándolo. Y mientras el pensamiento tecnocrático persigue un progreso que no admite límites, el hombre real está hecho también de fragilidad, y es a menudo precisamente ahí que comprende que es dependiente de Dios y está conectado con los demás y con la creación. La frase del oráculo de Delfos invita entonces a un conocimiento que, partiendo de la humildad, partiendo del límite, partiendo de la humildad del límite descubre sus propias maravillosas potencialidades, que van mucho más allá de las de la técnica. Conocerse a sí mismo, en otras palabras, pide considerar juntas, en una dialéctica virtuosa, la fragilidad y la grandeza del hombre. Del asombro por este contraste surge la cultura: nunca satisfecha y siempre en búsqueda, inquieta y comunitaria, disciplinada en su finitud y abierta a lo absoluto. ¡Les deseo que cultiven este apasionante descubrimiento de la verdad!

La segunda frase guía se refiere precisamente a la verdad. Es una frase de Jesucristo: «La verdad los hará libres» (Jn 8, 32). Hungría ha visto la sucesión de ideologías que se imponían como verdad, pero no daban libertad. Y aún hoy el riesgo no ha desaparecido: pienso en el paso del comunismo al consumismo. Uniendo a ambos “ismos” hay una falsa idea de libertad; la del comunismo era una “libertad” constreñida, limitada desde fuera, decidida por alguien más; la del consumismo es una “libertad” libertina, hedonista, plegada sobre sí misma, que vuelve esclavos del consumo y de las cosas. ¡Y qué fácil es pasar de los límites impuestos al pensamiento, como en el comunismo, a pensar que no se tienen límites, como en el consumismo! De una libertad frenada a una libertad sin frenos. Jesús en cambio ofrece una vía de salida, diciendo que es verdadero lo que libera, lo que libera al hombre de sus dependencias y de sus cerrazones. La llave para tener acceso a esta verdad es un conocimiento nunca desvinculado del amor, relacional, humilde y abierto, concreto y comunitario, valiente y constructivo. Es esto lo que las universidades están llamadas a cultivar y la fe a alimentar. Deseo entonces a esta y a toda Universidad que sean un centro de universalidad y libertad, un lugar de construcción fecundo en humanismo, un laboratorio de esperanza. Los bendigo de corazón y les agradezco por lo que hacen. Muchas gracias.

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