LA ENFERMEDAD ENSEÑA A VIVIR LA SOLIDARIDAD HUMANA Y CRISTIANA: PALABRAS DEL PAPA A LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA (20/04/2023)

El Papa Francisco recibió en la Biblioteca del Palacio Apostólico, este 20 de abril por la mañana, a la Pontificia Comisión Bíblica al final de su Asamblea Plenaria sobre el tema del sufrimiento en la Biblia. “Incluso el creyente puede a veces vacilar ante la experiencia del dolor. La persona que sufre se encuentra en una encrucijada: puede llegar a la desesperación y a la rebelión, o acogerlo como una oportunidad de crecimiento y discernimiento”, les escribió el Santo Padre en el mensaje que les entregó por escrito y cuyo texto transcribimos a continuación, traducido del italiano:

Señor Cardenal, queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica:

Me alegra recibirlos al final de su Asamblea Plenaria anual. Agradezco al señor Cardenal Luis Ladaria Su saludo y la exposición que nos ofreció sobre el tema que trataron: La enfermedad y el sufrimiento en la Biblia. Se trata de un tema que implica a todos, creyentes y no creyentes. La naturaleza humana, de hecho, herida por el pecado, lleva inscrita en sí misma la realidad del límite, de la fragilidad y la muerte.

Este tema responde, además, a una preocupación que consideró importante y es que la enfermedad y la finitud en el pensamiento moderno son a menudo consideradas como una pérdida, un no-valor, una molestia que es necesario minimizar, enfrentar y anular a cualquier costo. No se quiere plantear la pregunta sobre su significado, quizá porque se tiene miedo de sus implicaciones morales y existenciales. Sin embargo, nadie puede sustraerse a la búsqueda de tales «por qué» (S. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, 9).

Incluso el creyente a veces puede vacilar ante la experiencia del dolor. Es una realidad que da miedo y que, cuando irrumpe y asalta, puede dejar al hombre afectado, hasta romper su fe. La persona entonces se coloca ante una encrucijada: puede permitir al sufrimiento que la lleve a un encerrarse en sí mismo, hasta la desesperación y la rebelión; o puede acogerla como una ocasión de crecimiento y discernimiento sobre lo que en la vida cuenta realmente, hasta el encuentro con Dios.

Esta última es la visión de fe que encontramos en la Sagrada Escritura.

El hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad con el pensamiento constantemente dirigido a Dios: se encomienda a Él en los momentos de las lágrimas (cf. Sal 38), de Él implora la curación en la enfermedad (cf. Sal 6, 3; Is 38) y a Él vuelve a menudo, en los momentos de prueba, con movimientos de conversión (cf. Sal 38, 5.12; 39, 9; Is 53, 11).

En el Nuevo Testamento irrumpe el evento Jesús (cf. Jn 3, 16): el Hijo que revela el amor del Padre, su misericordia, su perdón y su búsqueda constante del hombre pecador, perdido y herido. No por casualidad la actividad pública de Cristo está marcada en gran parte precisamente por el contacto con los enfermos. Las curaciones milagrosas son una de las características principales de su ministerio (cf. Mt 9, 35; 4,23): sana a los leprosos y paralíticos (cf. Mc 1, 40-42; 2, 10–12); cura a la suegra de Simón y al siervo del centurión (cf. Mt 8, 5-15); libera a los endemoniados y cura a todos los enfermos que se encomiendan a Él (cf. Mc 6, 56).

Precisamente su compasión por ellos y las numerosas curaciones que realiza son presentadas como el signo de que «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7, 16) y de que el Reino de los Cielos está cerca (cf. Lc 10, 9): éstos revelan su identidad divina, su misión mesiánica (cf. Lc 7, 20-23) y su amor por los débiles hasta identificarse con ellos, cuando dice: «Estaba enfermo y me visitaron» (Mt 25, 36). El culmen de tal identificación ocurre en la Pasión, de manera que la Cruz de Cristo se convierte en el signo por excelencia de la solidaridad de Dios con nosotros y, al mismo tiempo, la posibilidad para nosotros de unirnos a Él en la obra salvífica (cf. Col 1, 24). Incluso después de la Resurrección, cuando el señor encomienda a los discípulos el mandato de continuar su obra, les dice que curen a los enfermos, imponiendo las manos sobre ellos y bendiciéndolos en su nombre (cf. Mc 16, 15-18).

La Biblia no ofrece así una respuesta banal y utópica a la pregunta sobre la enfermedad y la muerte, ni una respuesta fatalista, que justifique todo atribuyéndolo a un incomprensible juicio divino, o peor a un destino inexorable ante el cual no queda más que doblegarse sin comprender. El hombre bíblico se siente más aún invitado a enfrentar la condición universal del dolor como lugar de encuentro con la cercanía y la compasión de Dios, Padre bueno, que con infinita misericordia se hace cargo de sus criaturas heridas para curarlas, levantarlas y salvarlas.

Así en Cristo incluso el padecer se transforma en amor y el fin de las cosas de este mundo se convierte en esperanza de resurrección y salvación, como nos recuerda el autor del libro del Apocalipsis (cf. Ap 21, 4). En sustancia para el cristiano también la enfermedad es un don grande de comunión, con el cual Dios lo hace partícipe de su plenitud de bien precisamente a través de la experiencia de su debilidad.

En realidad, la manera en que vivimos el dolor nos habla de nuestra posibilidad de amar y de dejarnos amar, de nuestra capacidad de dar sentido a las vivencias de la existencia a la luz de la caridad y de nuestra disponibilidad para acoger el límite como ocasión de crecimiento y de redención [1]. Es lo que se subrayaba San Juan Pablo II cuando, a partir de su vivencia personal, señalaba el sendero del sufrimiento como camino para abrirse a un amor más grande (cf. Carta Ap. Salvifici doloris, 20).

Finalmente, un último aspecto de la experiencia de la enfermedad que quisiera subrayar es que ésta nos enseña a vivir la solidaridad humana y cristiana, según el estilo de Dios que es cercanía, compasión y ternura. La parábola del buen samaritano nos recuerda que inclinarse ante el dolor de los demás no es para el hombre una elección opcional, sino más bien una condición irrenunciable, ya sea para su plena realización como persona o para la construcción de una sociedad incluyente y realmente orientada al bien común (cf. Carta Enc. Fratelli tutti, 67-68).

Queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, les expreso a todos ustedes mi personal agradecimiento y ánimo por el comprometido labor que realizan al servicio de la Palabra de Dios, mediante la investigación y la enseñanza. Ustedes se ocupan de uno de los ámbitos más importantes de la inculturación de la fe, que es parte fundamental de la misión de la Iglesia. Recuerden, sin embargo, tu obra crecerá aún más, cuanto más sepan acoger personalmente el misterio de la Encarnación en su vida de fe.

Por eso les deseo una fructífera continuación de su trabajo, invoco sobre ustedes la luz del Espíritu Santo y de corazón les bendigo. Y, les pido, no se olviden de orar por mí. Gracias.


[1] cf. Homilía en ocasión del Jubileo de los enfermos y las personas discapacitadas, 12 de junio 2016.

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