IMPLOREMOS A DIOS EL DON DE LA PAZ EN MYANMAR: PALABRAS DEL PAPA A LA PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS DE CREMA (15/04/2023)

Humildad, alegría y asombro: estas son las tres virtudes del misionero que el Papa Francisco destacó al dirigirse a los más de dos mil fieles venidos en peregrinación desde la Diócesis de Crema y recibidos hoy. por el Obispo de Roma en el Aula Pablo VI. Encabezándolos estaba Mons. Daniele Gianotti, Obispo de la ciudad lombarda desde 2017. El Papa recordó cómo este encuentro “previsto desde hace tiempo” fue aplazado “a causa de la pandemia”, un aplazamiento que sin embargo coincide con el 70 aniversario del martirio del Beato padre Alfredo Cremonesi, misionero de Cremona, asesinado en Myanmar el 7 de febrero de 1953. Reproducimos a continuación el texto pronunciado por el Papa, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, buenos días y bienvenidos:

Agradezco al Obispo, Mons. Daniele Gianotti, Por las palabras que me ha dirigido. Saludo a Mons. Rosolino Bianchetti, Obispo del Quiché, en Guatemala; al Superior General del Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras; a los seminaristas de la Diócesis de Taungngu, en Myanmar; a los sacerdotes y misioneros presentes; así como también al presidente de la provincia de cremona y a los alcaldes reunidos. Y saludo de corazón a todos ustedes, que han venido en tan alto número. ¡Gracias, gracias por su visita!

Este encuentro nuestro fue proyectado desde hace tiempo, después de la beatificación del Padre Alfredo Cremonesi, proveniente de Crema, misionero y mártir en Birmania, el actual Myanmar. Como saben, es una tierra atormentada, esta, que llevo en el corazón y por la que les invito a orar, pidiendo a Dios el don de la paz.

Después la pandemia nos obligó a posponer nuestro encuentro hasta hoy. También este, sin embargo, es un año especial: de hecho, precisamente en estos meses se celebran los 70 años del martirio del Beato Alfredo, ocurrido el 7 de febrero de 1953 en Donoku. En ese pueblo de montaña el Padre Cremonesi trabajó durante gran parte de su vida y volvió varias veces, a pesar de las miles de dificultades y peligros, para estar cerca de su gente y para construir y reconstruir lo que la guerra y la violencia seguían destruyendo. Impacta, del Padre Alfredo, la tenacidad con la que ejerció su ministerio, entregándose sin cálculos y sin reservas por el bien de las personas encomendadas a él, creyentes y no creyentes, católicos y no católicos. Un hombre universal, para todos.

Ciertamente así encarnó, de manera ejemplar, las virtudes sólidas de su tierra de Crema: la piedad robusta, el trabajo generoso, la vida es sencilla y el fervor misionero. Sembró comunión, sabiéndose adaptar a un mundo completamente nuevo para él y haciéndolo propio, con amor. Ejerció la caridad especialmente hacia los más necesitados, encontrándose muchas veces sin nada, obligado él mismo a mendigar. Gastó su vida por la educación de los jóvenes y no se dejó intimidar ni desanimar por incomprensiones y oposiciones violentas, hasta la ráfaga de metralla que lo derribó. Pero incluso esta extrema violencia no detuvo su espíritu y no cayó su voz. Ésta, de hecho, ha seguido hablando a través de quienes han seguido sus huellas: entre estos misioneros está presente hoy el P. Andrea Mandonico y, aunque no ha podido estar aquí con nosotros, no olvidamos al P. Pierluigi Maccalli, dos años prisionero en Níger y en Malí, por cuya liberación ustedes han orado tanto. La voz misionera del P. Alfredo, sin embargo, no se ha confiado sólo a ellos: es confiada a todos nosotros, a todos ustedes, a sus palabras y sobre todo a su vivencia de comunidad cristiana.

En los escritos dejados por el Padre Alfredo hay una frase muy hermosa sobre el espíritu misionero. Dice así: «Nosotros los misioneros en verdad no somos nada. El nuestro es el más misterioso y maravilloso trabajo que le haya sido dado al hombre no para cumplir, sino para ver: darse cuenta de las almas que se convierten es un milagro más grande que cualquier milagro». En estas palabras se resumen algunas características importantes del misionero, sobre las que los invito a reflexionar y que los invito a hacer suyas: la humilde conciencia de ser un pequeño instrumento en las grandes manos de Dios; la alegría de desarrollar un “maravilloso trabajo” haciendo encontrar a hermanos y hermanas con Jesús; el asombro ante lo que el señor mismo obra en quien lo encuentra y acoge. Humildad, alegría y asombro: tres bellísimos rasgos de nuestro apostolado, en toda condición y estado de vida.

Queridos hermanos y hermanas, es realmente un don tenerlos aquí: una comunidad rica en colores de toda edad y condición. Parafraseando a San Lorenzo, diácono y mártir de la Iglesia de Roma, podemos decir que este es el tesoro de la Iglesia: son ustedes, somos nosotros, todos pobres ante Dios y todos ricos en su amor infinito, que se refleja de manera única en los ojos de cada uno y del cual somos testigos y misioneros.

Por eso quiero animarlos a continuar su camino comunitario con esfuerzo y entusiasmo, en todas sus dimensiones. Los exhorto a cultivar la comunión, entre las personas y entre las comunidades, en la ayuda recíproca, en la colaboración, también en la apertura a caminos nuevos, en un mundo que cambia cada vez más velozmente. No tengan miedo de traducir valores antiguos en lenguajes modernos, para que puedan llegar a todos y para que todos puedan saborear y gozar sus beneficios. Busquen ser siempre acogedores e inclusivos con quien llama a su puerta; cuidar en particular la educación de los jóvenes, ayudándolos a “sacar” lo mejor de sí y a encontrar el proyecto de Dios en su vida, haciéndolo una misión, con pasión. No olviden a las personas ancianas, a los más débiles, especialmente a los pobres y enfermos; les invito a escucharlos, porque hay mucho que aprender de quienes saben qué es la vida, la fatiga y el sufrimiento. Finalmente, en una tierra rica y hermosa como la suya, que puedan ser modelos de cuidado respetuoso de la creación, de sobriedad en el uso de sus frutos y de generosidad en compartirlos.

Queridos hermanos y hermanas, les agradezco por haber venido. Los encomiendo a la intercesión de la Virgen María y de San Pantaleón. Bendigo de corazón a todos ustedes y a toda la comunidad diocesana. Y les pido, no se olviden de orar por mí. Gracias.

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