VOLVAMOS AL PADRE, AL HIJO Y AL ESPÍRITU SANTO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL MIÉRCOLES DE CENIZA (17/02/2021)

En la Basílica de San Pedro, presidiendo la celebración de la Santa Misa con la imposición de las Cenizas este 17 de febrero, el Santo Padre indicó que el viaje de la Cuaresma es un “éxodo de la esclavitud a la libertad”. “El miércoles de Ceniza seña el inicio del camino de nuestro reencuentro con Dios. Hoy bajamos la cabeza para recibir las cenizas. Cuando acabe la Cuaresma nos inclinaremos aún más para lavar los pies de los hermanos. La Cuaresma es un abajamiento humilde en nuestro interior y hacia los demás. Volvamos hoy al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”, señaló el Papa en su homilía. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Iniciamos el camino de la Cuaresma. Este se abre con las palabras del profeta Joel, que indican la dirección a seguir. Hay una invitación que nace del corazón de Dios, que con los brazos abiertos y los ojos llenos de nostalgia nos suplica: «Vuelvan a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). Vuelvan a mí. La Cuaresma es un viaje de regreso a Dios. Cuántas veces, ocupados o indiferentes, le hemos dicho: “Señor, volveré a Ti después, espera… Hoy no puedo, pero mañana empezaré a orar y a hacer algo por los demás”. Y así un día después de otro. Ahora Dios hace un llamado a nuestro corazón. En la vida tendremos siempre cosas que hacer y tendremos excusas que presentar, pero, hermanos y hermanas, hoy es el tiempo de regresar a Dios.

Vuelvan a mí, dice, con todo el corazón. La Cuaresma es un viaje que implica toda nuestra vida, a nosotros mismos. Es el tiempo para verificar las sendas que estamos recorriendo, para volver a encontrar el camino que nos vuelve a casa, para redescubrir el vínculo fundamental con Dios, de quien todo depende. La Cuaresma no es hacer un ramillete espiritual, es discernir hacia dónde está orientado el corazón. Este es el centro de la Cuaresma: ¿Hacia dónde está orientado mi corazón? Preguntémonos: ¿Hacia dónde me lleva el navegador de mi vida, hacia Dios o hacia mi yo? ¿Vivo para agradar al Señor, o para ser visto, alabado, preferido, puesto en el primer lugar y así sucesivamente? ¿Tengo un corazón “bailarín”, que da un paso hacia adelante y uno hacia atrás, ama un poco al Señor y un poco al mundo, o un corazón firme en Dios? ¿Estoy bien con mis hipocresías, o lucho por liberar el corazón del doblez y la falsedad que lo encadenan?

El viaje de la Cuaresma es un éxodo, es un éxodo de la esclavitud a la libertad. Son cuarenta días que recuerdan los cuarenta años en los que el pueblo de Dios viajó en el desierto para regresar a su tierra de origen. Pero, ¡qué difícil fue dejar Egipto! Fue más difícil dejar el Egipto que estaba en el corazón del pueblo de Dios, ese Egipto que llevaban siempre dentro, que dejar la tierra de Egipto… Es muy difícil dejar Egipto. Siempre, durante el camino, estaba la tentación de añorar las cebollas, de volver atrás, de atarse a los recuerdos del pasado, a algún ídolo. También para nosotros es así: el viaje de regreso a Dios está obstaculizado por nuestros malsanos apegos, se frena por los lazos seductores de los vicios, de las falsas seguridades del dinero y del aparentar, del lamento victimista que paraliza. Para caminar es necesario desenmascarar estas ilusiones.

Pero nos preguntamos: ¿cómo proceder entonces en el camino hacia Dios? Nos ayudan los viajes de regreso que la Palabra de Dios nos relata.

Miramos al hijo pródigo y comprendemos que también para nosotros es tiempo de volver al Padre. Como ese hijo, también nosotros hemos olvidado el perfume de casa, hemos dilapidado bienes preciosos por cosas de poco valor y nos hemos quedado con las manos vacías y el corazón infeliz. Hemos caído: somos hijos que caen continuamente, somos como niños pequeños que intentan caminar pero caen al suelo, y necesitan ser levantados cada vez por su papá. Es el perdón del Padre que vuelve a ponernos en pie: el perdón de Dios, la Confesión, es el primer paso de nuestro viaje de regreso. He dicho la Confesión, recomiendo a los confesores: sean como el padre, no con el látigo, sino con el abrazo.

Después necesitamos volver a Jesús, hacer como aquel leproso sanado que volvió a agradecerle. Diez fueron curados, pero sólo él fue también salvado, porque volvió con Jesús (cf. Lc 17, 12-19). Todos, todos tenemos enfermedades espirituales, solos no podemos curarlas; todos tenemos vicios arraigados, solos no podemos extirparlos; todos tenemos miedos que nos paralizan, solos no podemos vencerlos. Necesitamos imitar a aquel leproso, que volvió a Jesús y se lanzó a sus pies. Necesitamos la curación de Jesús, es necesario presentarle nuestras heridas y decirle: “Jesús, estoy aquí ante Ti, con mi pecado, con mis miserias. Tú eres el médico, Tú puedes liberarme. Sana mi corazón”.

Además: la Palabra de Dios nos pide volver al Padre, nos pide volver a Jesús, y estamos llamados a volver al Espíritu Santo. La ceniza sobre la cabeza nos recuerda que somos polvo y al polvo volveremos. Pero sobre este polvo Dios ha infundido su Espíritu de vida. Entonces no podemos vivir persiguiendo el polvo, yendo detrás de cosas que hoy están y mañana se desvanecen. Volvamos al Espíritu, Dador de vida, volvamos al Fuego que hace resurgir nuestras cenizas, a ese Fuego que nos enseña a amar. Seremos siempre polvo pero, como dice un himno litúrgico, polvo enamorado. Volvamos a orar al Espíritu Santo, redescubramos el fuego de la alabanza, que hace arder las cenizas del lamento y la resignación.

Hermanos y hermanas, este nuestro viaje de regreso a Dios es posible sólo porque antes se produjo su viaje de ida hacia nosotros. De otro modo no habría sido posible. Antes que nosotros fuéramos hacia Él, Él descendió hacia nosotros. Nos ha precedido, ha venido a nuestro encuentro. Por nosotros descendió más abajo de cuanto podíamos imaginar: se hizo pecado, se hizo muerte. Es lo que nos ha recordado San Pablo: «A quien no había conocido pecado, Dios lo hizo pecado en nuestro favor» (2 Cor 5, 21). Para no dejarnos solos y acompañarnos en el camino descendió hasta nuestro pecado y nuestra muerte, ha tocado el pecado, ha tocado nuestra muerte. Nuestro viaje, entonces, es un dejarse tomar de la mano. El Padre que nos llama a volver es Aquel que sale de casa para venir a buscarnos; el Señor que nos cura es Aquel que se dejó herir en la cruz; el Espíritu que nos hace cambiar de vida es Aquel que sopla con fuerza y dulzura sobre nuestro polvo.

He aquí, entonces, la súplica del Apóstol: «Déjense reconciliar con Dios» (v. 20). Déjense reconciliar: el camino no se basa en nuestras fuerzas; nadie puede reconciliarse con Dios por sus propias fuerzas, no se puede. La conversión del corazón, con los gestos y las prácticas que la expresan, es posible sólo si parte del primado de la acción de Dios. Lo que nos hace volver a Él no son nuestras capacidades y nuestros méritos que ostentar, sino acoger su gracia. Nos salva la gracia, la salvación es pura gracia, pura gratuidad. Jesús nos lo ha dicho claramente en el Evangelio: lo que nos hace justos no es la justicia que practicamos ante los hombres, sino la relación sincera con el Padre. El comienzo del regreso a Dios es reconocernos necesitados de Él, necesitados de misericordia, necesitados de su gracia. Este es el camino correcto, el camino de la humildad. ¿Yo me siento necesitado o me siento autosuficiente?

Hoy bajamos la cabeza para recibir las cenizas. Terminada la Cuaresma nos inclinaremos aún más para lavar los pies de los hermanos. La Cuaresma es un descenso humilde en nuestro interior y hacia los demás. Es entender que la salvación no es una escalada hacia la gloria, sino un abajamiento por amor. Es hacerse pequeños. En este camino, para no perder la ruta, pongámonos ante la cruz de Jesús: es la cátedra silenciosa de Dios. Miremos cada día sus llagas, las llagas que Él ha llevado al Cielo y hace ver al Padre, todos los días, en su oración de intercesión. Miremos cada día sus llagas. En esos agujeros reconocemos nuestro vacío, nuestras faltas, las heridas del pecado, los golpes que nos han hecho daño. Sin embargo, precisamente allí vemos que Dios no nos señala con el dedo, sino que abre las manos de par en par. Sus llagas están abiertas por nosotros y por esas llagas hemos sido sanados (cf. 1 Pe 2, 24; Is 53, 5). Besémoslas y entenderemos que justamente ahí, en los vacíos más dolorosos de la vida, Dios nos espera con su misericordia infinita. Porque allí, donde somos más vulnerables, donde más nos avergonzamos, Él ha venido a nuestro encuentro. Y ahora que ha venido a nuestro encuentro, nos invita a regresar a Él, para volver a encontrar la alegría de ser amados.

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