LA TRISTEZA INTERIOR ES UN GUSANO QUE NOS COME POR DENTRO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR (02/02/2021)

La paciencia. Es esta la palabra en torno a la que el Papa Francisco ha guiado su homilía de este 2 de febrero, durante la Santa Misa en la Fiesta de la Presentación del Señor y día en el que se celebra la XXV Jornada Mundial de la Vida Consagrada. El Papa ha puesto de ejemplo la paciencia de Simeón para demostrar a los miembros de los Institutos de Vida Consagrada y de la Sociedad de Vida Apostólica que hay tres “lugares” en los que la paciencia toma forma concreta. Reproducimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Simeón – escribe San Lucas – «esperaba el consuelo de Israel» (Lc 2, 25). Subiendo al templo, mientras María y José llevan a Jesús, toma entre sus brazos al Mesías. Reconociendo en el Niño la luz venida a iluminar a los pueblos está un hombre ya viejo, que ha esperado con paciencia el cumplimiento de las promesas del Seño. Ha esperado con paciencia.

La paciencia de Simeón. Miremos de cerca la paciencia de este viejo. Toda la vida se ha quedado a la espera y ha ejercitado la paciencia del corazón. En la oración ha aprendido que Dios no viene en eventos extraordinarios, sino que realiza su obra en la aparente monotonía de nuestros días, en el ritmo a veces agotador de las actividades, en las pequeñas cosas que con tenacidad y humildad sacamos avante buscando hacer su voluntad. Caminando con paciencia, Simeón no se ha dejado agotar por el correr del tiempo. Es un hombre ya cargado de años, sin embargo la flama de su corazón aún está encendida; en su larga vida a veces habrá sido herido, desilusionado, sin embargo no ha perdido la esperanza; con paciencia, guarda la promesa – guardar la promesa –, sin dejarse consumir por la amargura por el tiempo pasado o por la resignada melancolía que emerge cuando se llega al crepúsculo de la vida. La esperanza de la espera en él se ha traducido en la paciencia cotidiana de quien, a pesar de todo, ha permanecido vigilante, hasta cuando, finalmente, “sus ojos han visto la salvación” (cf. Lc 2, 30).

Y me pregunto: ¿de dónde aprendió Simeón esta paciencia? La recibió de la oración y de la vida de su pueblo, que en el Señor siempre ha reconocido al «Dios misericordioso y piadoso, lento a la ira y rico de gracia y fidelidad» (Ex 34, 6); ha reconocido al Padre que incluso ante el rechazo y la infidelidad no se cansa, es más “es paciente por muchos años” (cf. Neh 9, 30), como dice Nehemías, para conceder cada vez la posibilidad de la conversión.

La paciencia de Simeón, entonces, es espejo de la paciencia de Dios. De la oración y de la historia de su pueblo, Simeón ha aprendido que Dios es paciente. Con su paciencia – afirma San Pablo – Él nos «impulsa a la conversión» (Rom 2, 4). Me gusta recordar a Romano Guardino, que decía: la paciencia es una forma con la que Dios responde a nuestra debilidad, para darnos el tiempo para cambiar (cf. Glaubenserkenntnis, Würzburg 1949, 28). Y sobre todo el Mesías, Jesús, que Simeón estrecha en los brazos, nos revela la paciencia de Dios, el Padre que nos muestra misericordia y nos llama hasta la última hora, que no exige la perfección sino el impulso del corazón, que abre nuevas posibilidades donde todo parece perdido, que busca hacer brecha dentro de nosotros aún cuando nuestro corazón está cerrado, que deja crecer el buen trigo sin arrancar la cizaña. Este es el motivo de nuestra esperanza: Dios nos espera sin cansarse nunca. Dios nos espera sin cansarse nunca. Y este es el motivo de nuestra esperanza. Cuando nos alejamos nos viene a buscar, cuando caemos al piso nos levanta, cuando volvemos a Él después de estar perdidos nos espera con los brazos abiertos. Su amor no se mide en la balanza de nuestros cálculos humanos, sino que nos infunde siempre el valor de comenzar de nuevo. Nos enseña la resiliencia, el valor de comenzar de nuevo. Siempre, todos los días. Después de las caídas, siempre comenzar de nuevo. Él es paciente.

Y miremos nuestra paciencia. Miremos la paciencia de Dios y la de Simeón para nuestra vida consagrada. Y nos preguntamos: ¿qué es la paciencia? Ciertamente, no es la simple tolerancia de las dificultades o un soportar fatalista de las adversidades. La paciencia no es signo de debilidad: es la fortaleza de ánimo que nos hace capaces de “llevar el peso”, de soportar: soportar el peso de los problemas personales y comunitarios, nos hace acoger la diversidad del otro, nos hace perseverar en el bien incluso cuando todo parece inútil, nos hace permanecer en camino aún cuando el tedio y la pereza nos atacan

Quiero señalar tres “lugares” en que la paciencia se hace concreta.

El primero es nuestra vida personal. Un día respondimos a la llamada del Señor y, con impulso y generosidad, nos ofrecimos a Él. A lo largo del camino, junto a los consuelos, hemos recibido también desilusiones y frustraciones. A veces, al entusiasmo de nuestro trabajo no corresponde el resultado esperado, nuestra semilla parece no producir los frutos adecuados, el fervor de la oración se desvanece y no siempre somos inmunes contra la aridez espiritual. Puede suceder, en nuestra vida de consagrados, que la esperanza se agote a causa de las expectativas decepcionadas. Debemos tener paciencia con nosotros mismos y esperar confiados los tiempos y las formas de Dios: Él es fiel a sus promesas. Recordar esto nos permite repensar los caminos, dar vigor a nuestros sueños, sin caer en la tristeza interior y la desconfianza. Hermanos y hermanas, la tristeza interior en nosotros consagrados es un gusano, un gusano que nos come por dentro. ¡Huyan de la tristeza interior!

Segundo lugar en quela paciencia se hace concreta: la vida comunitaria. Las relaciones humanas, especialmente cuando se trata de compartir un proyecto de vida y una actividad apostólica, no son siempre pacíficas, lo sabemos todos. A veces nacen conflictos y no se puede exigir una solución inmediata, ni se debe juzgar rápidamente a la persona o la situación: se requiere saber tomar las justas distancias, buscar no perder la paz, esperar el tiempo mejor para aclararse en la caridad y la verdad. No dejarse confundir por la tempestad. En la lectura del breviario hay un bello pasaje – para mañana – un bello pasaje de Diadoco di Fotice sobre el discernimiento espiritual, y dice esto: “Cuando el mar está agitado no se ven los peces, pero cuando el mar está en calma se pueden ver”. Nunca podremos hacer un buen discernimiento, ver la verdad, si nuestro corazón está agitado e impaciente. Nunca. En nuestras comunidades se necesita esta paciencia recíproca: soportar, o sea llevar sobre la espalda la vida del hermano o de la hermana, incluso sus debilidades y sus defectos. Todos. Recordémonos esto: el Señor no nos llama a ser solistas – hay muchos, en la Iglesia, lo sabemos –, no, no nos llama a ser solistas, sino a ser parte de un coro, que a veces desentona, pero siempre debe intentar cantar unido.

Finalmente, tercer “lugar”, la paciencia ante el mundo. Simeón y Ana cultivan en el corazón la esperanza anunciada por los profetas, aunque se tarda en realizarse y crece lentamente en el interior de las infidelidades y ruinas del mundo. No entonan el lamento por las cosas que no funcionan, sino que con paciencia esperan la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la propia comunidad. Necesitamos esta paciencia, para no permanecer como prisioneros de la queja. Algunos son maestros de la queja, son doctores en quejas, ¡son buenísimos para quejarse! No, la queja aprisiona: “el mundo ya no nos escucha” – muchas veces escuchamos esto –, “ya no tenemos vocaciones, debemos cerrar la casa”, “vivimos tiempos difíciles” – “¡ah, no me lo diga a mí!...”. Así comienza el dueto de las quejas. A veces sucede que a la paciencia con la que Dios trabaja el terreno de la historia, y trabaja también el terreno de nuestro corazón, nosotros oponemos la impaciencia de quien juzga todo de inmediato: ahora o nunca, ahora, ahora, ahora. Y así perdemos esa virtud, la “pequeña” pero la más bella: la esperanza. Muchos consagrados y consagradas he visto que pierden la esperanza. Simplemente por impaciencia.

La paciencia nos ayuda a mirarnos a nosotros mismos, a nuestras comunidades y al mundo con misericordia. Podemos preguntarnos: ¿acogemos la paciencia del Espíritu en nuestra vida? En nuestras comunidades, ¿nos cargamos en la espalda mutuamente y mostramos la alegría de la vida fraterna? Y hacia el mundo, ¿llevamos avante nuestro servicio con paciencia o juzgamos con aspereza? Son desafíos para nuestra vida consagrada: no podemos quedarnos detenidos en la nostalgia del pasado o limitarnos a repetir las cosas de siempre, ni en las quejas de cada día. Necesitamos la valerosa paciencia de caminar, de explorar nuevos caminos, de buscar que nos sugiere el Espíritu Santo. Y esto se hace con humildad, con sencillez, sin gran propaganda, sin gran publicidad.

Contemplemos la paciencia de Dios e imploremos la paciencia confiada de Simeón y también de Ana, para que también nuestros ojos puedan ver la luz de la salvación y llevarla al mundo entero, como la han llevado en la alabanza estos dos ancianos.

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