QUE LA CONTEMPLACIÓN NO SE CONVIERTA EN PEREZA ESPIRITUAL: ÁNGELUS DEL 28/02/2021

Este 28 de febrero, segundo domingo de Cuaresma, el Papa Francisco reflexionó, antes de la oración mariana del Ángelus, sobre el Evangelio del día (Mc 9, 2-10) que nos invita a contemplar la transfiguración de Jesús en el monte. Ese “anticipo de luz”, el rostro radiante de Jesús ante los discípulos asustados, a quienes había anunciado que sufriría mucho, sería rechazado y condenado a muerte, es una invitación para recordarnos, especialmente cuando atravesamos una prueba difícil, que el Señor ha resucitado y no permite que la oscuridad tenga la última palabra. Reproducimos a continuación el texto completo de su alocución, traducido del italiano:

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

Este segundo domingo de Cuaresma nos invita a contemplar la transfiguración de Jesús en el monte, ante tres de sus discípulos (cf. Mc 9, 2-10). Poco antes, Jesús había anunciado que, en Jerusalén, sufriría mucho, sería rechazado y condenado a muerte. Podemos imaginar lo que debió ocurrir entonces en el corazón de sus amigos, de esos amigos íntimos, sus discípulos: la imagen de un Mesías fuerte y triunfante es puesta en crisis, sus sueños se hacen añicos, y los asalta la angustia ante el pensamiento de que el Maestro en el que habían creído sería ejecutado como el peor de los malhechores. Y precisamente en ese momento, con esa angustia del alma, Jesús llama a Pedro, Santiago y Juan y los lleva consigo a la montaña.

El Evangelio dice: «Los condujo al monte» (v. 2). En la Biblia, el monte siempre tiene un significado especial: es el lugar elevado, donde el cielo y la tierra se tocan, donde Moisés y los profetas vivieron la experiencia extraordinaria del encuentro con Dios. Subir al monte es acercarse un poco a Dios. Jesús sube hacia lo alto con los tres discípulos y se detienen en la cima del monte. Aquí, Él se transfigura ante ellos. Su rostro radiante y sus vestidos resplandecientes, que anticipan la imagen del Resucitado, ofrecen a estos hombres asustados la luz, la luz de la esperanza, la luz para atravesar las tinieblas: la muerte no será el fin de todo, porque se abrirá a la gloria de la Resurrección. Por tanto, Jesús anuncia su muerte, los lleva al monte y les hace ver lo que sucederá después, la Resurrección.

Como exclamó el apóstol Pedro (cf. v. 5), es bueno quedarse con el Señor en el monte, vivir este “anticipo” de luz en el corazón de la Cuaresma. Es una invitación para recordarnos, especialmente cuando atravesamos una prueba difícil — y muchos de vosotros sabén lo que es atravesar por una prueba difícil —, que el Señor ha resucitado y no permite que la oscuridad tenga la última palabra.

A veces pasa que atravesamos momentos de oscuridad en la vida personal, familiar o social, y tememos que no haya un camino de salida. Nos sentimos asustados ante grandes enigmas como la enfermedad, el dolor inocente o el misterio de la muerte. En el mismo camino de fe, a menudo tropezamos encontrando el escándalo de la cruz y las exigencias del Evangelio, que nos pide gastar la vida en el servicio y perderla en el amor, en lugar de conservarla para nosotros mismos y defenderla. Necesitamos, entonces, otra mirada, una luz que ilumine en profundidad el misterio de la vida y nos ayude a ir más allá de nuestros esquemas y más allá de los criterios de este mundo. También nosotros estamos llamados a subir al monte, a contemplar la belleza del Resucitado que enciende destellos de luz en cada fragmento de nuestra vida y nos ayuda a interpretar la historia a partir de la victoria pascual.

Pero tengamos cuidado: ese sentimiento de Pedro de que “es hermoso estar aquí” no debe convertirse en una pereza espiritual. No podemos quedarnos en el monte y gozar solos de la dicha de este encuentro. Jesús mismo nos regresa al valle, entre nuestros hermanos y a nuestra vida cotidiana. Debemos cuidarnos de la pereza espiritual: estamos bien nosotros, con nuestras oraciones y liturgias, y esto nos basta. ¡No! Subir al monte no es olvidar la realidad; orar nunca es evadirse de las dificultades de la vida; la luz de la fe no sirve para una bella emoción espiritual. No, este no es el mensaje de Jesús. Estamos llamados a vivir el encuentro con Cristo para que, iluminados por su luz, podamos llevarla y hacerla resplandecer en todas partes. Encender pequeñas luces en los corazones de las personas; ser pequeñas lámparas del Evangelio que llevan un poco de amor y esperanza: ésta es la misión del cristiano.

Oremos a María Santísima, para que nos ayude a acoger con asombro la luz de Cristo, a custodiarla y a compartirla.

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