EL NUEVO AÑO COMIENZA BAJO EL SIGNO DE LA SANTA MADRE DE DIOS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS (01/01/2023)

En la Solemnidad de la Virgen María Madre de Dios el Papa Francisco invocó la paz por intercesión de la Virgen María este 1º de enero, signo de “esperanza” y Madre de Jesucristo Príncipe de la Paz. “El año, que se abre bajo el signo de la Madre de Dios y nuestra, nos dice que la llave de la esperanza es María, y la antífona de la esperanza es la invocación Santa Madre de Dios”, dijo el Santo Padre en su homilía durante la Misa en la Basílica de San Pedro del Vaticano, teniendo presente también una oración especial por el fallecido Papa emérito Benedicto XVI, y por la paz en el mundo. Reproducimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

¡Santa Madre de Dios! Es la aclamación gozosa del Pueblo santo de Dios, que resonaba por las calles de Éfeso en el año 431, cuando los Padres del Concilio proclamaron a María Madre de Dios. Se trata de un dato esencial de la fe, pero sobre todo de una noticia bellísima: Dios tiene una Madre y de ese modo se ha vinculado para siempre con nuestra humanidad, como un hijo con su madre, hasta el punto de que nuestra humanidad es su humanidad. Es una verdad disruptiva y consoladora, tanto así que el último Concilio, aquí celebrado, afirmó: «Con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Const. past. Gaudium et spes, 22). He aquí lo que hizo Dios al nacer de María: mostró su amor concreto por nuestra humanidad, abrazándola de forma real y plena. Hermanos, hermanas, Dios no nos ama de palabra, sino con hechos; no “desde lo alto”, de lejos, sino “de cerca”, precisamente desde el interior de nuestra carne, porque en María el Verbo se hizo carne, ¡porque en el pecho de Cristo sigue latiendo un corazón de carne, que palpita por cada uno de nosotros!

¡Santa Madre de Dios! Con este título se han escrito muchos libros y grandes tratados. Pero tales palabras entraron sobre todo en el corazón del santo Pueblo de Dios, en la oración más familiar y doméstica, que acompaña el ritmo de las jornadas, los momentos más penosos y las esperanzas más audaces: el Ave María. Después de algunas frases tomadas de la Palabra de Dios, la segunda parte de la oración se abre de hecho así: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores». Esta invocación a menudo marcó el ritmo de nuestras jornadas y permitió a Dios acercarse, por medio de María, a nuestras vidas y a nuestra historia. Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, se recita en una gran diversidad de lenguas, con las cuentas del rosario y en los momentos de necesidad, ante una imagen sagrada o por la calle, a esta invocación, la Madre de Dios siempre responde, escucha nuestras peticiones, nos bendice con su Hijo entre los brazos, nos trae la ternura de Dios hecho carne. Nos da, en una palabra, esperanza. Y nosotros, al inicio de este año, necesitamos esperanza, como la tierra la lluvia. El año, que se abre bajo el signo de la Madre de Dios y nuestra, nos dice que la llave de la esperanza es María, y la antífona de la esperanza es la invocación Santa Madre de Dios. Y hoy encomendamos a la Madre Santísima al amado Papa emérito Benedicto XVI, para que lo acompañe en su paso de este mundo a Dios.

Pidamos a la Madre de modo especial por los hijos que sufren y ya no tienen la fuerza para orar, por tantos hermanos y hermanas afectados por la guerra en tantas partes de mundo, que viven estos días de fiesta en la oscuridad y a la intemperie, en la miseria y el miedo, inmersos en la violencia y en la indiferencia. Por cuantos no tienen paz, aclamemos a María, la mujer que trajo al mundo al Príncipe de la paz (cf. Is 9, 5; Gal 4, 4). En ella, Reina de la paz, se realiza la bendición que hemos escuchado en la primera lectura: «Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Num 6,26). A través de las manos de una Madre, la paz de Dios quiere entrar en nuestras casas, en nuestros corazones, en nuestro mundo. Pero ¿qué hacer para acogerla?

Dejémonos aconsejar por los protagonistas del Evangelio de hoy, los primeros que vieron a la Madre con el Niño: los pastores de Belén. Eran personas pobres y quizás también bastante rudos, y aquella noche estaban trabajando. Precisamente ellos, no los sabios y mucho menos los poderosos, reconocieron en primer lugar al Dios cercano, al Dios que llegó pobre y ama estar con los pobres. De los pastores el Evangelio subraya, sobre todo, dos gestos muy sencillos, que, sin embargo, no siempre son fáciles. Los pastores fueron y vieron. Dos gestos: ir y ver.

Ante todo, ir. El texto dice que los pastores «fueron, sin demora» (Lc 2, 16). No se quedaron quietos. Era de noche, tenían que cuidar a sus rebaños y seguramente estaban cansados: podrían haber esperado a que amaneciera, esperar a que saliera el sol para ir a ver a un Niño recostado en un pesebre. En cambio, fueron sin demora, porque ante las cosas importantes es necesario reaccionar con prontitud, no posponerlas; porque «la gracia del Espíritu Santo no implica lentitud» (S. Ambrosio, Comentario sobre el Evangelio de San Lucas, 2). Y así, encontraron al Mesías, al esperado durante siglos a quien tantos buscaban.

Hermanos, hermanas, para acoger a Dios y su paz no se puede quedarse inmóvil, no se puede quedarse cómodos esperando que las cosas mejoren. Hay que levantarse, aprovechar las ocasiones de gracia, ir, arriesgar. Es necesario arriesgar. Hoy, al inicio del año, en lugar de sentarse a pensar y a esperar que las cosas cambien, nos haría bien preguntarnos: “Yo, este año, ¿hacia dónde quiero ir? ¿Hacia quién voy para hacer el bien?”. Muchos, en la Iglesia y en la sociedad, esperan el bien que tú y sólo tú puedes hacer, tu servicio. Y, ante la pereza que anestesia y la indiferencia que paraliza, ante el riesgo de limitarnos a quedarse sentados delante de una pantalla con las manos sobre un teclado, los pastores hoy nos estimulan a ir, a movernos por lo que sucede en el mundo, a ensuciarnos las manos para hacer el bien, a renunciar a tantas costumbres y comodidades para abrirnos a las novedades de Dios, que se encuentran en la humildad del servicio, en la valentía de hacernos cargo. Hermanos y hermanas, imitemos a los pastores: ¡vayamos!

Al llegar, dice el Evangelio, los pastores, «encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre» (v. 16). Luego anota que, sólo «después de haberlo visto» (cf. v. 17), se pusieron, llenos de asombro, a contar a los demás sobre Jesús y a glorificar y alabar a Dios por todo lo que habían oído y visto (cf. vv. 17-18.20). El punto de inflexión fue haberlo visto. Es importante ver, abrazar con la mirada, quedarse, como los pastores, delante del Niño en brazos de la Madre. Sin decir nada, sin preguntar nada, sin hacer nada. Mirar en silencio, adorar, acoger con los ojos la ternura consoladora de Dios hecho hombre; de su y nuestra Madre. Al inicio del año, entre las muchas novedades que quisiéramos experimentar y las muchas cosas que se podrían hacer, dediquemos tiempo para ver, es decir, para abrir los ojos y mantenerlos abiertos ante lo que cuenta: ante Dios y los demás. Tengamos el valor de sentir el asombro del encuentro, que es el estilo de Dios, algo muy distinto a la seducción del mundo, que te tranquiliza. El asombro de Dios, el encuentro, te da paz; lo otro simplemente te anestesia y te da tranquilidad.

Cuántas veces, presos de la prisa, no tenemos ni siquiera tiempo para pasar un minuto en compañía del Señor, para escuchar su Palabra, para orar, para adorar, para alabar… Lo mismo ocurre con respecto a los demás: atrapados por la prisa o el protagonismo, no hay tiempo para escuchar a la esposa, al marido, para hablar con los hijos, para preguntarles cómo se sienten por dentro, no sólo cómo van los estudios y la salud. Y cuánto bien hace ponerse a la escucha de los ancianos, del abuelo y la abuela, para mirar la profundidad de la vida y redescubrir las raíces. Preguntémonos entonces si somos capaces de ver a quienes viven a nuestro lado, a quienes viven en nuestro edificio, a quienes encontramos cada día por las calles. Hermanos y hermanas, imitemos a los pastores: ¡aprendamos a ver! A entender con el corazón, viendo. Aprendamos a ver.

Ir y ver. Hoy el Señor ha venido entre nosotros y la Santa Madre de Dios lo pone ante nuestros ojos. Redescubramos, en el impulso de ir y en el asombro de ver, los secretos para hacer este año verdaderamente nuevo, y vencer el cansancio de quedarse quietos o la falsa paz de la seducción.

Y ahora, hermanos y hermanas, los invito a todos ustedes a mirar a la Virgen. Aclamémosla tres veces: ¡Santa Madre de Dios!, como hacía el pueblo en Éfeso. ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios!

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