NO ES LA FUERZA LA QUE SALVARÁ AL MUNDO, SINO LA DEBILIDAD DE UN AMOR: TEXTO DE LA HOMILÍA DEL P. ROBERTO PASOLINI, OFMCAP., EN LA CELEBRACIÓN DEL VIERNES SANTO (18/04/2025)
Hermanos y hermanas:
Al centro del Triduo Pascual palpita un corazón, el del Viernes Santo. Entre el blanco de la Cena del Señor y el de su Resurrección, la liturgia interrumpe la continuidad cromática tiñendo de rojo todos los ornamentos e invitando a nuestros sentidos a sintonizarse en las tonalidades intensas y dramáticas del amor más grande.
La inteligencia de la Cruz
Hoy la liturgia nos invita al silencio y al recogimiento, porque es el día en el que el Esposo nos fue arrebatado. En el Viernes Santo la Iglesia se detiene en adoración y contempla no el fracaso de Dios, sino su misterioso triunfo en una forma paradójica, la de la cruz, como ya anunciaban las escrituras proféticas: «He aquí que mi siervo tendrá éxito, será honrado, exaltado y elevado grandemente» (Is 52, 13).
En un tiempo como el nuestro, tan rico de nuevas inteligencias – artificiales, computacionales, predictivas – el misterio de la pasión y muerte de Cristo nos propone otro tipo de inteligencia: la inteligencia de la Cruz, que no calcula, sino que ama; que no optimiza, sino que se entrega. Una inteligencia no artificial, sino profundamente relacional, porque está totalmente abierta a Dios y a los demás. En un mundo en el que parecen ser los algoritmos los que nos sugieren qué desear, qué pensar e incluso quién ser, la Cruz nos restituye la libertad de una decisión auténtica, fundada no en la eficiencia, sino en el amor que se entrega.
Por eso la liturgia inició en una atmósfera de gran silencio y de sufrida solemnidad: con los ministros postrados en tierra y toda la asamblea recogida en oración. Estas actitudes son necesarias para reconocer en la pasión de Cristo esa inteligencia de amor en la que se condensa la salvación del mundo.
En los días de su vida terrenal él ofreció oraciones y súplicas, con fuertes gritos y lágrimas, adiós que podía salvarlo de la muerte y, por su pleno abandono a él, es escuchado (Heb 5, 7-9).
No se puede más que permanecer atónitos y consternados ante estas palabras. ¿Pero cómo «escuchado»? ¿De qué forma escucha Dios las oraciones más sufridas y desesperadas? Si el Padre no evitó la muerte a su Hijo, ¿cómo se comportará con nosotros cuando le ofrezcamos todas nuestras lágrimas?
En realidad, sabemos bien cómo el padre había elegido escuchar la versión del Hijo: no le evitó el suplicio de la cruz, sino que le permitió convertirse en, precisamente en ese altar, el Salvador del mundo. Dios no le evitó a Cristo el sufrimiento, pero sostuvo su corazón, haciéndolo capaz de entregarse a las exigencias del amor más grande, ese que no se detiene ni siquiera ante los enemigos.
La expresión «pleno abandono», con la cual la Carta a los Hebreos describe la conducta de Cristo, podría ser traducida también como la capacidad de aceptar con confianza no qué ocurre, de tomar bien también lo que en un principio aparece como hostil o incomprensible. En su pasión, de hecho, Cristo no sufrió simplemente los eventos, sino que los aceptó con tal libertad que los transformó en un camino de salvación.
Un camino que permanece abierto quien quiera que esté dispuesto a confiar hasta el final en el Padre, dejándose guiar por su voluntad incluso en los pasajes más oscuros. Deseamos entonces detenernos en tres momentos de la Pasión en los cuales es el mismo Señor Jesús, a través de sus palabras, el que nos muestra cómo se puede vivir una plena confianza en Dios sin dejar de ser protagonistas de la propia historia.
«Soy yo»
En el jardín de Getsemaní, cuando se presentan los soldados y los guardias junto con Judas, para arrestarlo, Jesús, sabiendo todo lo que debía ocurrirle, se acercó y les dijo: «¿A quién buscan?». Le respondieron: «A Jesús, el Nazareno». Jesús les dijo: «¡Soy yo!». Apenas les dijo «Soy yo», retrocedieron y cayeron a tierra (Jn 18, 4-6).
Solo después de una segunda pregunta – que recibe la misma respuesta que la primera – Jesús se entrega y se deja llevar. Es la forma con la que el evangelista nos hace entender que Jesús no fue simplemente arrestado, sino que ofreció su vida libremente, como ya había anunciado: «Nadie me la quita, sino que yo mismo la ofrezco» (Jn 10, 18). En los momentos en que nuestra vida sufre cualquier contratiempo – un imprevisto doloroso, una grave enfermedad, una crisis en las relaciones – también nosotros podemos intentar abandonarnos en Dios con la misma confianza, aceptando lo que nos turba y nos parece amenazante. ¿Cómo es posible hacer esto? Dando un paso al frente. Presentándonos en primer lugar al encuentro con la realidad.
Esta actitud no cambia, casi nunca, el curso de los eventos – de hecho, Jesús es arrestado inmediatamente después –pero si se vive con fe en Dios y confianza en la historia que Él conduce, nos permite permanecer interiormente libres y firmes. Solo así el peso de la vida se hace más ligero, y el sufrimiento, aún permaneciendo real, deja de ser inútil y comienza a generar vida.
«Tengo sed»
En el momento en el que se acerca a la muerte, ya clavado al leño de la cruz, el Verbo de Dios declara toda su sed: Después de esto, Jesús, sabiendo que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la escritura, dijo: «Tengo sed». Estaba allí un vaso lleno de vinagre; colocaron para ello una esponja, impregnada de vinagre, en la punta de una caña y se la acercaron a la boca (Jn 19, 28-29).
Jesús muere no sin antes haber manifestado – sin ninguna vergüenza – toda su necesidad. Se entrega a la historia cumpliendo uno de los gestos más humanos y al mismo tiempo más difíciles: pedir lo que son los no somos capaces de darnos. El cuerpo de Cristo, despojado de todo, manifiesta la necesidad más humana: la de ser amado, acogido, escuchado. Es precisamente en ese momento, tan esencial y desarmado, que la sed del hombre y el amor de Dios finalmente se encuentran. También para nosotros, se hace posible atravesar bien esos instantes en los que emerge con claridad que no nos bastamos a nosotros mismos.
Cuando el dolor, el cansancio, la soledad o el miedo nos desnudan, estamos tentados a encerrarnos, a endurecernos, a fingir autosuficiencia. Pero es allí donde se abre un espacio para el amor más verdadero: el que no se impone, sino que se deja ayudar. Pedir eso que necesitamos y permitir a los demás que nos lo ofrezcan, es quizá una de las formas más altas y más humildes del amor. Para hacerlo, es necesario abandonar todo orgullo, pero también toda ilusión de poder salvarnos solos. Aceptar la necesidad no como una debilidad que hay que esconder, sino como una verdad que hay que vivir. Y reconocer que solos no podemos – y no queremos – vivir.
«Está cumplido»
Después de haber recibido lo que se le ha ofrecido, Jesús dijo: «¡Está cumplido!». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19, 30). Jesús confiesa el cumplimiento de su – y de nuestra – humanidad en el momento en el cual, despojado de todo, elige entregarnos totalmente su vida y su Espíritu. No es una rendición pasiva, sino un acto de suprema libertad, que acepta la debilidad como lugar en el cual el amor se vuelve pleno.
No son la autonomía o las grandes empresas las que le dan sentido a la vida, sino la capacidad de transformar el límite en ocasión de don. En este gesto, Jesús nos revela que no es la fuerza la que salvará al mundo, sino la debilidad de un amor que no se queda con nada. Al tiempo en el que vivimos, marcado por el mito de la efectividad y seducido por el ídolo del individualismo, le cuesta trabajo reconocer los momentos de derrota o pasividad como lugares posibles de cumplimiento.
Cuando la cruz nos quita el aliento y nos inmoviliza, tendemos a sentirnos equivocados, inadecuados y fuera de lugar. Entonces resistimos, apretamos los dientes, con la esperanza de salir rápidamente de una condición que se advierte sólo como una prisión. Las últimas palabras de Jesús crucificado nos ofrecen otra interpretación: nos muestran cuánta vida puede surgir de esos momentos en los cuales, cuando ya no queda nada que hacer, en realidad queda lo más hermoso para cumplir: entregarnos finalmente nosotros mismos.
Plena confianza
El Santo Padre ha querido introducirnos en este Jubileo recordándonos que Cristo es el ancla de nuestra esperanza, a quién podemos permanecer firmemente unidos, abrazando la cuerda de la fe que nos une a él a partir de nuestro bautismo. Debemos, sin embargo, reconocer, con honestidad que, de hecho, no es sencillo mantener «firme la profesión de la fe» (Hen 4, 14), sobre todo cuando llega el momento de la cruz. Cuando el mal nos alcanza, cuando el sufrimiento nos visita, cuando nos sentimos solos o abandonados, repetir las palabras de Cristo nos parece un gesto imposible de realizar. Por eso, dentro de poco, será importante acoger la invitación de la Carta a los Hebreos: acercarnos con plena confianza a la cruz, reconociendo en ella el «trono de la gracia para recibir misericordia y encontrar gracia, para ser ayudados en el momento oportuno» (Heb 4, 16).
Lo haremos de manera extremadamente sobria pero profunda, cada 1 de nosotros se acercará silenciosamente al madero para adorar el misterio que éste encierra. En este momento de adoración, tendremos la posibilidad de renovar una confianza plena en la forma en la cual Dios eligió salvar al mundo y podremos también reconciliarnos con el destino de pasión, muerte y resurrección al que nuestra vida va al encuentro. Esto no significa que el miedo desaparecerá o que el camino se volverá seguro de improviso.
Solamente quiere decir que hoy, en el corazón de este Jubileo, nosotros los cristianos elegimos el camino de la cruz como única dirección posible de nuestra vida. Sabemos bien que nuestros esfuerzos no serán suficientes para realizar este camino, pero el Espíritu Santo, que ya llenó nuestros corazones de dulce esperanza, vendrá en ayuda de nuestra debilidad para recordarnos lo más importante: así como hemos sido amados, así seremos capaces de amar, a los amigos e incluso a los enemigos. Entonces seremos testigos de la única verdad que salva al mundo: Dios es nuestro Padre. Y nosotros somos todos hermanas y hermanos, en Cristo Jesús Nuestro Señor.
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