LA ENFERMEDAD ES UNA ESCUELA DE AMOR, DIOS NO NOS DEJA SOLOS: HOMILÍA DEL PAPA PARA LA MISA DEL JUBILEO DE LOS ENFERMOS Y EL MUNDO DE LA SALUD (06/04/2025)
«He aquí que yo hago algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?» (Is 43, 19). Son las palabras que Dios, a través del profeta Isaías, dirige al pueblo de Israel en exilio en Babilonia. Para los israelitas es un momento difícil, parece que todo se hubiera perdido. Jerusalén fue conquistada y devastada por los soldados del rey Nabucodonosor II y al pueblo, deportado, no le quedó nada. El horizonte aparece cerrado, el futuro oscuro, cualquier esperanza es vana. Todo podría inducir a los exiliados a rendirse, a resignarse amargamente, a ya no sentirse bendecidos por Dios.
Sin embargo, precisamente en este contexto, la invitación del Señor es a captar algo nuevo que está naciendo. No algo que sucederá en el futuro, sino que ya está ocurriendo, que está germinando como un brote. ¿De qué se trata? ¿Qué puede nacer, es más, qué puede ya haber germinado en un panorama desolado y desesperado como este?
Lo que está naciendo es un pueblo nuevo. Un pueblo que, derribadas las falsas seguridades del pasado, ha descubierto lo que es esencial, permanecer unidos y caminar juntos a la luz del Señor (cf. Is 2, 5). Un pueblo que podrá reconstruir Jerusalén porque, lejos de la Ciudad Santa, con el templo ya destruido, sin poder ya celebrar solemnes liturgias, ha aprendido a encontrar al Señor de otra forma: en la conversión del corazón (cf. Jr 4, 4), en la práctica del derecho y la justicia, en el cuidado del pobre y necesitado (cf. Jr 22, 3), en las obras de misericordia.
Es el mismo mensaje que, de un modo distinto, podemos captar en el pasaje del Evangelio (cf. Jn 8, 1-11). También aquí hay una persona, una mujer, cuya vida está destruida: no por un exilio geográfico, sino por una condena moral. Es una pecadora, y por ello lejana de la ley y condenada al ostracismo y a la muerte. Para ella tampoco parece que haya esperanza. Pero Dios no la abandona. Al contrario, justo en el momento en que sus verdugos aprietan las piedras en sus manos, precisamente allí, Jesús entra en su vida, la defiende y la rescata de su violencia, dándole la posibilidad de comenzar una existencia nueva: «Vete» – le dice –, “eres libre”, “estás salvada” (cf. v. 11).
Con estas narraciones dramáticas y conmovedoras, la liturgia nos invita hoy a renovar, en el camino Cuaresmal, la confianza en Dios, que está siempre presente, cerca de nosotros, para salvarnos. No hay exilio, ni violencia, ni pecado, ni alguna otra realidad de la vida que pueda impedirle estar ante nuestra puerta y llamar, dispuesto a entrar apenas se lo permitamos (cf. Ap 3, 20). Es más, especialmente cuando las pruebas se hacen más duras, su gracia y su amor nos abrazan con más fuerza para levantarnos de nuevo.
Hermanas y hermanos, leemos estos textos mientras celebramos el Jubileo de los enfermos y del mundo de la salud, y ciertamente la enfermedad es una de las pruebas más difíciles y duras de la vida, en la que tocamos lo frágiles que somos. Esta puede llegar a hacernos sentir como el pueblo en el exilio, o como la mujer del Evangelio: privados de esperanza para el futuro. Pero no es así. Incluso en estos momentos, Dios no nos deja solos y, si nos abandonamos en Él, precisamente allí donde nuestras fuerzas decaen, podemos experimentar el consuelo de su presencia. Él mismo, hecho hombre, quiso compartir en todo nuestra debilidad (cf. Flp 2, 6-8) y sabe bien lo qué es padecer (cf. Is 53, 3). Por eso a Él le podemos decir y confiar nuestro dolor, seguros de encontrar compasión, cercanía y ternura.
Pero no sólo eso. En su amor confiado, de hecho, Él nos involucra para que nosotros podamos convertirnos, los unos para los otros, en “ángeles”, mensajeros de su presencia, hasta el punto en que a menudo, sea para quien sufre, sea para quien asiste, el lecho de un enfermo se puede transformar en un “lugar sagrado” de salvación y redención.
Queridos médicos, enfermeros y miembros del personal de salud, mientras atienden a sus pacientes, especialmente a los más frágiles, el Señor les ofrece la oportunidad de renovar continuamente su vida, alimentándola de gratitud, de misericordia, de esperanza (cf. Bula Spes non confundit, 11). Los llama a iluminarla con la humilde conciencia de que no hay que dar nada por descontado y que todo es don de Dios; a alimentarla con esa humanidad que se experimenta cuando, dejando caer las apariencias, queda sólo lo que cuenta: los pequeños y grandes gestos del amor. Permitan que la presencia de los enfermos entre como un don en su existencia, para curar su corazón, purificándolo de todo lo que no es caridad y calentándolo con el fuego ardiente y dulce de la compasión.
Queridos hermanos y hermanas enfermos, en este momento de mi vida comparto mucho: la experiencia de la enfermedad, de sentirnos débiles, de depender de los demás para muchas cosas, de tener necesidad de apoyo. No es siempre fácil, pero es una escuela en la que aprendemos cada día a amar y a dejarnos amar, sin pretender y sin rechazar, sin lamentar y sin desesperar, agradecidos a Dios y a los hermanos por el bien que recibimos, abandonados y confiados en lo que todavía está por venir. La habitación del hospital y el lecho de la enfermedad pueden ser lugares en los cuales escuchar la voz del Señor que nos dice también a nosotros: «He aquí que yo hago algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?» (Is 43, 19). Y así renovar y fortalecer la fe.
Benedicto XVI – que nos dio un bellísimo testimonio de serenidad en el tiempo de su enfermedad – escribió que «la medida de la humanidad se determina esencialmente por su relación con el sufrimiento» y que «una sociedad que no logra aceptar a los que sufren […] es una sociedad cruel e inhumana» (Carta enc. Spe salvi, 38). Es verdad: afrontar juntos el sufrimiento nos hace más humanos y compartir el dolor es una etapa importante de todo camino de santidad.
Muy queridos todos, no releguemos al que es frágil lejos de nuestra vida, como lamentablemente hoy, en ocasiones, hace un cierto tipo de mentalidad, no apartemos el dolor de nuestros ambientes. Hagámoslo más bien una ocasión para crecer juntos, para cultivar la esperanza gracias al amor que en primer lugar Dios ha derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5) y que, más allá de todo, es lo que permanece para siempre (cf. 1 Cor 13, 8-10.13).
Mensaje del Papa Francisco leído al final de la Misa
Su Santidad, el Papa Francisco, saluda con afecto a cuantos han participado en esta celebración y les agradece de corazón las oraciones elevadas a Dios por su salud. Con el deseo de que la peregrinación jubilar dé frutos abundantes, el Santo Padre les imparte la Bendición Apostólica que hace extensiva a sus seres queridos, de manera especial a los enfermos y a cuantos sufren, como también a todos los fieles aquí reunidos.
Comentarios