CATEQUESIS DEL PAPA: DIOS DEJA SIEMPRE LA PUERTA ABIERTA PARA NOSOTROS (16/04/2025)

Aunque la Audiencia General de este 16 de abril fue cancelada debido a la convalecencia del Papa Francisco en Casa Santa Martha, la Sala de Prensa de la Santa Sede compartió el texto de la catequesis preparado por el Santo Padre. En esta ocasión, prosiguiendo su ciclo de meditaciones sobre “Jesucristo, nuestra esperanza”, el Pontífice ofrece una reflexión sobre la parábola del Hijo Pródigo, contenida en el capítulo 15 del Evangelio de Lucas y asegura a los fieles que no importa lo lejos que nos hayamos desviado, nuestro Padre amoroso nos espera con los brazos abiertos. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Jesucristo, nuestra esperanza. II. La vida de Jesús. Los encuentros. 5. El padre misericordioso. Estaba perdido y ha sido encontrado (Lc 15, 32)

Queridos hermanos y hermanas:

Después de haber meditado sobre los encuentros de Jesús con algunos personajes del Evangelio, quisiera detenerme, a partir de esta catequesis, en algunas parábolas. Como sabemos, son relatos que retoman imágenes y situaciones de la realidad cotidiana. Por eso tocan también nuestra vida. Nos provocan. Y nos piden que tomemos posición: ¿dónde estoy yo en este relato?

Partamos de la parábola más famosa, aquella que todos recordamos tal vez desde que éramos pequeños: la parábola del padre y los dos hijos (Lc 15, 1-3.11-32). En ella encontramos el corazón del Evangelio de Jesús, es decir, la misericordia de Dios.

El evangelista Lucas dice que Jesús cuenta esta parábola para los fariseos y los escribas, los cuales murmuraban por el hecho de que Él comía con los pecadores. Por eso se podría decir que es una parábola dirigida a aquellos que se han perdido, pero no lo saben y juzgan a los demás.

El Evangelio quiere entregarnos un mensaje de esperanza, porque nos dice que donde sea que nos hayamos perdido, sea cual sea el modo en el que nos hayamos perdido, ¡Dios viene siempre a buscarnos! Quizá nos hemos perdido como una oveja, que se sale del camino para pastar la hierba, o se queda atrás por el cansancio (cf. Lc 15, 4-7). O quizá nos hemos perdido como una moneda, que a lo mejor se cayó al suelo y ya no se encuentra, o alguien la puso en algún sitio y no recuerda dónde. O nos hemos perdido como los dos hijos de este padre: el más joven, porque se cansó de estar en una relación que sentía demasiado exigente; pero también el mayor se perdió, porque no basta con quedarse en casa si en el corazón hay orgullo y rencor.

El amor es siempre un compromiso, siempre hay algo que debemos perder para ir al encuentro del otro. Pero el hijo menor de la parábola piensa sólo en sí mismo, como ocurre en ciertas etapas de la infancia y de la adolescencia. En realidad, a nuestro alrededor vemos también a muchos adultos así, que no consiguen sacar adelante una relación porque son egoístas. Se engañan pensando que pueden encontrarse a sí mismos y, en cambio, se pierden, porque sólo cuando vivimos para alguien vivimos de verdad.

Este hijo más joven, como todos nosotros, tiene hambre de afecto, quiere ser querido. Pero el amor es un don precioso, hay que tratarlo con cuidado. Él, en cambio, lo desperdicia, se vende, no se respeta a sí mismo. Se da cuenta de ello en tiempos de escasez, cuando nadie se preocupa por él. El riesgo es que en esos momentos nos pongamos a mendigar afecto y nos aferremos al primer amo que se nos presenta.

Son estas experiencias las que hacen nacer en nuestro interior la convicción distorsionada de que podemos estar en una relación sólo como sirvientes, como si tuviéramos que expiar una culpa o como si no pudiera existir el amor verdadero. El hijo menor, de hecho, cuando ha tocado fondo, piensa en volver a casa de su padre para recoger del suelo alguna migaja de afecto.

Sólo quien nos quiere de verdad puede liberarnos de esta visión falsa del amor. En la relación con Dios vivimos precisamente esta experiencia. El gran pintor Rembrandt, en una famosa pintura, representó de manera maravillosa el regreso del hijo pródigo. Me impactan, sobre todo, dos detalles: la cabeza del joven está rapada, como la de un penitente, pero también parece la cabeza de un niño, porque ese hijo está naciendo de nuevo. Y luego, las manos del padre: una masculina y otra femenina, para describir la fuerza y la ternura en el abrazo del perdón.

Pero es el hijo mayor el que representa a aquellos para quienes se cuenta la parábola: es el hijo que siempre se ha quedado en casa con el padre, sin embargo, estaba lejos de él, lejos en el corazón. Este hijo tal vez hubiera querido irse también, pero por temor o por deber se quedó allí, en esa relación. Cuando, sin embargo, te adaptas en contra de tu voluntad, empiezas a acumular rabia dentro de ti y, tarde o temprano, esta rabia explota. Paradójicamente, es precisamente el hijo mayor el que al final corre el riesgo de quedarse fuera de casa, porque no comparte la alegría de su padre.

El padre también sale a su encuentro. No lo regaña ni lo llama a cumplir un deber. Sólo quiere que sienta su amor. Lo invita a entrar y deja la puerta abierta. Esa puerta permanece abierta también para nosotros. Es este, de hecho, el motivo de la esperanza: podemos tener esperanza porque sabemos que el Padre nos espera, nos ve desde lejos y deja siempre la puerta abierta.

Queridos hermanos y hermanas, preguntémonos entonces dónde estamos nosotros en este maravilloso relato. Y pidámosle a Dios Padre la gracia de poder encontrar nuevamente también nosotros el camino para volver a casa.

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