EL LEGADO DEL PAPA ES UNA VIDA VIVIDA EN LA MISERICORDIA: HOMILÍA DEL CARD. PIETRO PAROLIN EN LA MISA DEL DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA (27/04/2025)
Queridos hermanos y hermanas:
Jesús Resucitado se presenta a sus discípulos, mientras se encuentran en el cenáculo donde se han encerrado por miedo, con las puertas atrancadas (Jn 20, 19). Su estado de ánimo está turbado y su corazón en la tristeza, porque el Maestro y Pastor que habían seguido dejándolo todo, fue clavado en la cruz. Han vivido cosas terribles y se sienten huérfanos, solos, perdidos, amenazados e indefensos.
La imagen inicial que el Evangelio nos ofrece en este domingo puede representar bien el estado de ánimo de todos nosotros, de la Iglesia y del mundo entero. El Pastor que el Señor dio a su pueblo, el Papa Francisco, terminó su vida terrena y nos ha dejado. El dolor por su partida, el sentido de tristeza que nos embarga, la turbación que advertimos en el corazón, la sensación de pérdida: estamos viviendo todo esto, como los apóstoles llenos de dolor por la muerte de Jesús.
Sin embargo, el Evangelio nos dice que precisamente en estos momentos de oscuridad el Señor viene a nosotros con la luz de la resurrección, para iluminar nuestros corazones. El Papa Francisco nos lo ha recordado desde su elección y lo ha repetido con frecuencia, poniendo en el centro de su pontificado esa alegría del Evangelio que – como escribía en Evangelii gaudium – «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (n. 1).
La alegría pascual, que nos sostiene en la hora de la prueba y de la tristeza, hoy es algo que se puede casi tocar en esta plaza; la vemos impresa sobre todo en sus rostros, queridos jóvenes y adolescentes que han venido de todo el mundo a celebrar el Jubileo. Vienen de muchas partes: de todas las Diócesis de Italia, de Europa, de los Estados Unidos hasta América Latina, de África hasta Asia, de los Emiratos Árabes… con ustedes está realmente presente el mundo entero.
A ustedes les dirijo un saludo especial, con el deseo de hacerles sentir el abrazo de la Iglesia y el afecto del Papa Francisco, que habría deseado encontrarlos, mirarlos a los ojos, pasar entre ustedes para saludarlos.
Frente a los muchos desafíos que están llamados a afrontar – recuerdo, por ejemplo, el de la tecnología y de la inteligencia artificial que caracteriza en modo particular nuestra época – no olviden nunca alimentar su vida con la verdadera esperanza, que tiene el rostro de Jesucristo. Nada será demasiado grande o demasiado arduo con Él. Con Él no estarán nunca solos ni abandonados a ustedes mismos, ni siquiera en los momentos más terribles. Él viene a encontrarlos allí donde están, para darles la valentía de vivir, de compartir sus experiencias, sus pensamientos, sus dones, sus sueños, de ver en el rostro de quien está cerca o lejos a un hermano y una hermana a quien amar, a los que tienen tanto que dar y tanto que recibir, para ayudarles a ser generosos, fieles y responsables en la vida que les espera, para hacerles comprender lo más vale en la vida: el amor que todo lo comprende y que todo lo espera (cf. 1 Cor 13, 7).
Hoy, segundo domingo de Pascua, domingo in Albis, celebramos la fiesta de la Misericordia.
Precisamente la misericordia del Padre, más grande que nuestros límites y que nuestros cálculos, es aquello que caracterizó el Magisterio del Papa Francisco y su intensa actividad apostólica, junto con el ansia de anunciarla y compartirla con todos – el anuncio de la buena noticia, la evangelización – que fue el programa de su pontificado. Él nos recordó que “misericordia” es el nombre mismo de Dios y, por tanto, nadie puede poner un límite a su amor misericordioso, con el que Él quiere volver a levantarnos y hacernos personas nuevas.
Es importante acoger como un tesoro precioso esta indicación sobre la que el Papa Francisco tanto insistió. Y – permítanme decirlo – nuestro afecto por él, que se está manifestando en estas horas, no debe quedar como una simple emoción del momento, debemos acoger su herencia y hacer que se convierta en vida vivida, abriéndonos a la misericordia de Dios y haciéndonos nosotros también misericordiosos los unos con los otros.
La misericordia nos lleva de nuevo al corazón de la fe. Nos recuerda que no debemos interpretar nuestra relación con Dios y nuestro ser Iglesia según categorías humanas o mundanas, porque la buena noticia del Evangelio es ante todo el descubrimiento de ser amados por un Dios que tiene entrañas de compasión y de ternura para cada uno de nosotros independientemente de nuestros méritos; nos recuerda, además, que nuestra vida está tejida por la misericordia: nosotros podemos volver a levantarnos después de nuestras caídas y mirar al futuro sólo si tenemos a alguien que nos ama sin límites y nos perdona. Y, por eso, estamos llamados al compromiso de vivir nuestras relaciones ya no según los criterios del cálculo o cegados por el egoísmo, sino abriéndonos al diálogo con el otro, acogiendo a quien encontramos en el camino y perdonando sus debilidades y sus errores. Sólo la misericordia sana y crea un mundo nuevo, apagando los fuegos de la desconfianza, del odio y de la violencia: esta es la gran enseñanza del Papa Francisco.
Jesús nos muestra este rostro misericordioso de Dios en su predicación y en los gestos que realiza; y, como hemos escuchado, presentándose en el Cenáculo después de la resurrección, ofrece el don de la paz y dice: «A quienes ustedes les perdonen los pecados, serán perdonados; a los que no se los perdonen, no serán perdonados» (Jn 20, 23). Así, el Señor Resucitado establece que sus discípulos, su Iglesia, sean instrumentos de la misericordia para la humanidad, para aquellos que desean acoger el amor y el perdón de Dios. El Papa Francisco fue testigo luminoso de una Iglesia que se inclina con ternura hacia quien está herido y sana con el bálsamo de la misericordia; y nos recordó que no puede haber paz sin el reconocimiento del otro, sin la atención al que es más débil y, sobre todo, nunca puede haber paz si no aprendemos a perdonarnos recíprocamente, usando entre nosotros la misma misericordia que Dios tiene para con nuestra vida.
Hermanos y hermanas, precisamente en el domingo de la misericordia recordemos con afecto a nuestro amado Papa Francisco. Este recuerdo está particularmente vivo entre los empleados y fieles de la Ciudad del Vaticano, muchos de los cuales están aquí presentes, ya quienes quisiera agradecer el servicio que realizan cotidianamente. A ustedes, a todos nosotros, al mundo entero, el Papa Francisco nos envía su abrazo desde el Cielo.
Nos encomendamos a la Bienaventurada Virgen María, a la que él estaba tan devotamente unido como para elegir reposar en la Basílica de Santa María la Mayor. Que ella nos proteja, interceda por nosotros, vele por la Iglesia, sostenga el camino de la humanidad en la paz y en la fraternidad. Amén.
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