CONVIRTÁMONOS EN ANUNCIADORES DE LA ESPERANZA: HOMILÍA DEL PAPA PARA LA MISA CRISMAL (17/04/2025)
Muy queridos Obispos y sacerdotes, queridos hermanos y hermanas:
«El Alfa y la Omega […], Aquél que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» (Ap 1, 8) es Jesús. Precisamente el Jesús que Lucas nos describe en la sinagoga de Nazaret, entre quienes lo conocen desde niño y ahora se asombran de Él. La revelación – “apocalipsis” – se ofrece dentro de los límites del tiempo y del espacio: tiene la carne como eje que sostiene la esperanza. La carne de Jesús y la nuestra. El último libro de la Biblia narra esta esperanza. Lo hace de forma original, disipando todos los miedos apocalípticos en el sol del amor crucificado. En Jesús se abre el libro de la historia y se le puede leer.
También nosotros, sacerdotes, tenemos una historia: al renovar el Jueves Santo las promesas de la Ordenación, confesamos que podemos leerla sólo en Jesús de Nazaret. «Aquél que nos ama y nos purificó de nuestros pecados con su sangre» (Ap 1, 5) abre también el libro de nuestra vida y nos enseña a encontrar los pasajes que nos revelan su sentido y misión. Cuando dejamos que sea Él quien nos instruye, el nuestro se convierte en un ministerio de esperanza, porque en cada una de nuestras historias Dios abre un jubileo, es decir, un tiempo y un oasis de gracia. Preguntémonos: ¿estoy aprendiendo a leer mi vida? ¿O tengo miedo de hacerlo?
Es todo un pueblo el que encuentra consuelo, cuando el jubileo comienza en nuestra vida: no una vez cada veinticinco años – ¡esperemos! – sino en esa proximidad cotidiana del sacerdote con su gente, en la cual las profecías de justicia y paz se cumplen. «Hizo de nosotros un Reino, sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1, 6): he aquí el Pueblo de Dios. Este reino de sacerdotes no coincide con un clero. El «nosotros» que Jesús moldea es un pueblo cuyos límites no podemos ver, en el que caen los muros y las aduanas. Aquél que dice: «He aquí que yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5) ha rasgado el velo del templo y tiene preparada para la humanidad una ciudad-jardín, la nueva Jerusalén, que tiene puertas siempre abiertas (cf. Ap 21, 25). Así, Jesús lee y nos enseña a leer el sacerdocio ministerial como puro servicio al pueblo sacerdotal, que pronto habitará una ciudad sin necesidad de templo.
El año jubilar representa así, para nosotros los sacerdotes, un llamado específico a recomenzar en el signo de la conversión. Peregrinos de esperanza, para salir del clericalismo y convertirnos en anunciadores de esperanza. Ciertamente, si el Alfa y la Omega de nuestra vida es Jesús, también nosotros encontraremos el rechazo que Él experimentó en Nazaret. El pastor que ama a su pueblo no vive en búsqueda de aprobación y consenso a toda costa. Sin embargo, la fidelidad del amor convierte, lo reconocen en primer lugar los pobres; luego, pero lentamente inquieta y atrae también a los demás. «He aquí, […] todo ojo lo verá, aun aquellos que lo traspasaron, y por él todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho. Sí, Amén» (Ap 1, 7).
Estamos aquí reunidos, muy queridos todos, para hacer nuestro y repetir este: «Sí, Amén». Es la confesión de fe del Pueblo de Dios: «¡Sí, así es, firme como una roca!». Pasión, muerte y resurrección de Jesús, que nos disponemos a revivir, son el terreno que sostiene firmemente a la Iglesia y, en ella, a nuestro ministerio sacerdotal. ¿Y qué terreno es este? ¿En qué humus podemos no sólo resistir, sino florecer? Para comprenderlo hay que volver a Nazaret, como lo intuyó tan profundamente San Charles de Foucauld.
«Fue a Nazaret, donde había crecido, y como de costumbre, el sábado, entró en la sinagoga y se levantó a leer» (Lc 4, 16). Aquí se evocan al menos dos costumbres: la de frecuentar la sinagoga y la de leer. Nuestra vida se sostiene por buenas costumbres. Estas pueden hacerse áridas, pero revelan dónde está nuestro corazón. El de Jesús es un corazón enamorado de la Palabra de Dios: a los doce años ya se entendía, y ahora, hecho un adulto, las Escrituras son su casa. Ese es el terreno, el humus vital que encontramos al convertirnos en sus discípulos. «Le entregaron el rollo del profeta Isaías; abrió el rollo y encontró el pasaje» (Lc 4, 17). Jesús sabe lo que busca. El ritual de la sinagoga lo permitía: después de la lectura de la Torah, cada rabino podía buscar páginas proféticas para actualizar su mensaje. Pero aquí hay mucho más: está la página de su vida. Es lo que Lucas quiere decir: entre muchas profecías, Jesús escoge cuál cumplir.
Queridos sacerdotes, cada uno de nosotros tiene una Palabra que cumplir. Cada uno de nosotros tiene una relación con la Palabra de Dios que viene desde lejos. La ponemos al servicio de todos sólo cuando la Biblia sigue siendo nuestra primera casa. En su interior, cada uno de nosotros tiene páginas más queridas. ¡Esto es hermoso e importante! Ayudemos también a otros a que encuentren las páginas de su vida: tal vez a los esposos, cuando eligen las lecturas de su matrimonio; o a quienes están de luto y buscan pasajes para encomendar a la misericordia de Dios y a la oración de la comunidad a la persona difunta. Hay una página de la vocación, en general, al inicio del camino de cada uno de nosotros. A través de ella, Dios nos sigue llamando, si la custodiamos, para que no se entibie el amor.
Sin embargo, para cada uno de nosotros también es importante, y de manera especial, la página escogida por Jesús. Nosotros lo seguimos a Él y, por eso mismo, nos concierne e involucra en su misión. «Abrió el rollo y encontró el pasaje donde estaba escrito:
El Espíritu del Señor está sobre mí;
por eso me ha consagrado con la unción
y me envió a llevar a los pobres la Buena Noticia,
a proclamar a los prisioneros la liberación
y a los ciegos la vista,
a poner en libertad a los oprimidos,
a proclamar el año de gracia del Señor.
Envolvió el rollo, lo devolvió al ayudante y se sentó» (Lc 4, 17-20).
Todos nuestros ojos ahora están fijos en Él. Acaba de anunciar un jubileo. Lo ha hecho no como quien habla de otros. Ha dicho: «El Espíritu del Señor está sobre mí» como uno que sabe de qué Espíritu está hablando. Y de hecho añade: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que han escuchado». Esto es divino: que la Palabra se haga realidad. Y los hechos ahora hablan, las palabras se realizan. Esto es nuevo, es fuerte. «He aquí que yo hago nuevas todas las cosas». No hay gracia, no hay Mesías, si las promesas siguen siendo promesas, si aquí abajo no se hacen realidad. Todo se transforma.
Es este el Espíritu que invocamos sobre nuestro sacerdocio: hemos sido investidos con Él y precisamente el Espíritu de Jesús permanece como silencioso protagonista de nuestro servicio. El pueblo advierte su soplo cuando en nosotros las palabras se hacen realidad. Los pobres, antes que los demás, y los niños, los adolescentes, las mujeres y también quienes en su relación con la Iglesia han sido heridos, tienen el “olfato” para el Espíritu Santo: lo distinguen de otros espíritus mundanos, lo reconocen en la coincidencia en nosotros entre el anuncio y la vida. Podemos convertirnos en una profecía cumplida, ¡y eso es hermoso! El santo Crisma, que hoy consagramos, sella este misterio transformador en las distintas etapas de la vida cristiana. Y cuidado: nunca hay que desanimarse, porque es una obra de Dios. ¡Creer, sí! ¡Creer que Dios no fracasa conmigo! Dios nunca falla. Recordemos aquella palabra durante la Ordenación: «Que Dios mismo lleve a cumplimiento la obra que en ti ha comenzado». Y lo hace.
Es la obra de Dios, no la nuestra: llevar a los pobres un alegre mensaje, a los prisioneros la liberación, a los ciegos la vista, la libertad a los oprimidos. Si Jesús en el rollo encontró este pasaje, hoy lo sigue leyendo en la biografía de cada uno de nosotros. Primero porque, hasta el último día, es siempre Él quien nos evangeliza, quien nos libera de las prisiones, quien nos abre los ojos, quien levanta la carga puesta sobre nuestros hombros. Y luego porque, al llamarnos a su misión y al insertarnos sacramentalmente en su vida, Él libera también a otros a través de nosotros. Generalmente, sin que nos demos cuenta. Nuestro sacerdocio se convierte en un ministerio jubilar, como el suyo, sin sonar el cuerno ni la trompeta: en una dedicación que no se grita, sino radical y gratuita. Es el Reino de Dios, ese que narran las parábolas, eficaz y discreto como la levadura, silencioso como la semilla. ¿Cuántas veces los pequeños lo han reconocido en nosotros? ¿Y somos capaces de decir gracias?
Sólo Dios sabe cuán abundante es la mies. Nosotros, obreros, vivimos el esfuerzo y la alegría de la cosecha. Vivimos después de Cristo, en el tiempo mesiánico. ¡Fuera la desesperación! Restitución, en cambio, y remisión de deudas: redistribución de responsabilidades y de recursos: el Pueblo de Dios espera esto. Quiere participar y, en virtud del Bautismo, es un gran pueblo sacerdotal. Los óleos que en esta solemne celebración consagramos son para su consolación y para la alegría mesiánica.
El campo es el mundo. Nuestra casa común, tan herida, y la fraternidad humana, tan negada, pero imborrable, nos llaman a tomar posición. La cosecha de Dios es para todos: un campo vivo, donde crece cien veces más de aquello que fue sembrado. Que nos anime, en la misión, la alegría del Reino, que recompensa todo esfuerzo. Todo campesino, en efecto, conoce estaciones en las que no se ve nacer nada. Tampoco faltan en nuestra vida momentos así. Es Dios quien hace crecer y quien unge a sus siervos con óleo de alegría.
Queridos fieles, pueblo de la esperanza, oren hoy por la alegría de los sacerdotes. Que llegue a ustedes la liberación prometida por las Escrituras y alimentada por los sacramentos. Muchos miedos nos habitan y tremendas injusticias nos rodean, pero un mundo nuevo ya ha surgido. Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo, Jesús. Él unge nuestras heridas y enjuga nuestras lágrimas. «He aquí que Él viene entre las nubes» (Ap 1, 7). Suyo es el Reino y la gloria por los siglos. Amén.
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