LA CODICIA ES UNA ENFERMEDAD QUE DESTRUYE A LAS PERSONAS: ÁNGELUS DEL 31/07/2022

Servirse de las riquezas sí; servir a la riqueza no: es idolatría, es ofender a Dios, dijo el Pontífice previamente a la oración mariana del Ángelus de este 31 de julio, y agregó que la vida no depende de lo que se posee, depende de las buenas relaciones con Dios, con los demás y con los que tienen menos. Es necesario preguntarnos cómo queremos enriquecernos, según Dios o mi codicia. Preguntarnos qué herencia queremos dejar, dinero en el banco o gente feliz a mi alrededor, buenas obras que no se olvidan, personas a las que he ayudado a crecer y madurar. La codicia por tener siempre más, convirtiendo en esclavos y servidores del dinero a quienes persiguen enriquecerse siempre más. El Papa Francisco dijo que la codicia es una enfermedad peligrosa para la sociedad; por su culpa, dijo, hemos llegado hoy a otras paradojas, a una injusticia como nunca antes en la historia, donde unos pocos tienen mucho y muchos tienen poco. Compartimos a continuación, el texto de su alocución, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de la Liturgia de hoy, un hombre dirige esta petición a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que divida conmigo la herencia» (Lc 12, 13). Es una situación muy común, problemas similares siguen estando a la orden del día: ¡cuántos hermanos y hermanas, cuántos miembros de la misma familia desgraciadamente se pelean, y quizás ya no se hablan, a causa de la herencia!

Jesús, respondiendo a aquel hombre, no entra en detalles, sino que va a la raíz de las divisiones causadas por la posesión de cosas, y dice claramente: «Permanezcan lejos de toda codicia» (v. 15), “Permanezcan lejos de toda codicia”. ¿Qué es la codicia? Es la avidez desenfrenada por las posesiones, querer siempre enriquecerse. Es una enfermedad que destruye a las personas, porque el hambre de posesiones crea dependencia. Sobre todo, quien tiene mucho nunca se contenta: siempre quiere más, y sólo para sí mismo. Pero así ya no es libre: está apegado, esclavo de lo que paradójicamente debía servirle para vivir libre y sereno. En lugar de servirse del dinero, se convierte en siervo del dinero. Pero la codicia es también una enfermedad peligrosa para la sociedad: por su culpa hemos llegado hoy a otras paradojas, a una injusticia como nunca antes en la historia, donde pocos tienen mucho y muchos tienen poco o nada. Pensemos también en las guerras y los conflictos: casi siempre está implicada el ansia de recursos y riquezas. ¡Cuántos intereses hay detrás de una guerra! Sin duda, uno de ellos es el comercio de armas. Este comercio es un escándalo al que no debemos ni podemos resignarnos.

Jesús hoy nos enseña que, en el corazón de todo esto, no hay sólo algunos poderosos o ciertos sistemas económicos: al centro está la codicia que hay en el corazón de cada uno. Y entonces intentemos preguntarnos: ¿cómo va mi desprendimiento de los bienes, de las riquezas? ¿Me quejo de lo que me falta o me contento con lo que tengo? ¿Estoy tentado, en nombre del dinero y las oportunidades, a sacrificar las relaciones y sacrificar el tiempo por los demás? Y de nuevo, ¿me sucede que sacrifico en el altar de la codicia la legalidad y la honestidad? Dije “altar”, altar de la codicia, pero ¿por qué dije altar? Porque los bienes materiales, el dinero, las riquezas pueden convertirse en un culto, una verdadera idolatría. Por eso Jesús nos advierte con palabras fuertes. Dice que no se puede servir a dos amos, y – tengamos cuidado – no dice Dios y el diablo, no, o el bien y el mal, sino Dios y las riquezas (cf. Lc 16, 13). Se esperaría que dijera: no se puede servir a dos amos, a Dios y al diablo. En cambio, dice: a Dios y a las riquezas. Servirse de las riquezas sí; servir a la riqueza no: es idolatría, es ofender a Dios.

Entonces – podríamos pensar – ¿no se puede desear ser ricos? Por supuesto que se puede, es más, es justo desearlo, es bueno volverse rico, ¡pero ricos según Dios! Dios es el más rico de todos: es rico en compasión, en misericordia. Su riqueza no empobrece a nadie, no crea peleas ni divisiones. Es una riqueza que ama dar, distribuir, compartir. Hermanos, hermanas, acumular bienes materiales no basta para vivir bien, porque – dice nuevamente Jesús – la vida no depende de lo que se posee (cf. Lc 12, 15). Depende, en cambio, de las buenas relaciones: con Dios, con los demás y también con los que tienen menos. Entonces, nos preguntamos: ¿cómo quiero enriquecerme? ¿Quiero enriquecerme según Dios o según mi codicia? Y volviendo al tema de la herencia, ¿qué herencia quiero dejar? ¿Dinero en el banco, cosas materiales, o gente contenta a mi alrededor, obras de bien que no se olvidan, personas a las que he ayudado a crecer y madurar?

Que la Virgen nos ayude a comprender cuáles son los verdaderos bienes de la vida, los que permanecen para siempre.

Comentarios