CATEQUESIS DEL PAPA: SIN JUSTICIA NO HAY PAZ, HAY QUE PROMOVER EL BIEN COMÚN (03/04/2024)

Después de la virtud de la prudencia, tema de la Audiencia General del pasado 20 de marzo, y de la paciencia, del miércoles pasado, es a la justicia, la segunda virtud cardinal, a la que el Papa Francisco dedicó su catequesis de este 3 de abril. “Es la virtud social por excelencia – dijo – sin justicia no hay paz”, si bien en su reflexión precisó que la justicia “es una virtud que actúa tanto en los grandes como en los pequeños”, describiendo algunas características cotidianas del hombre justo, como el candor, la atención a los demás, el interés por el bien común y la honestidad; haciendo hincapié en la necesidad de promover la legalidad como antídoto contra la corrupción. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua, buenos días!

Nos encontramos con la segunda de las virtudes cardinales: hoy hablaremos de la justicia. Es la virtud social por excelencia. El Catecismo de la Iglesia Católica la define así: «La virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido» (n. 1807). Esta es la justicia. A menudo, cuando se nombra la justicia, se cita también el lema que la representa: “unicuique suum”, o sea, “a cada quien lo suyo”. Es la virtud del derecho, que trata de regular con equidad las relaciones entre las personas.

Es representada alegóricamente por la balanza, porque se propone “igualar las cuentas” entre los hombres, sobre todo cuando corren el riesgo de ser falseadas por algún desequilibrio. Su finalidad es que en una sociedad cada uno sea tratado según su dignidad. Pero ya los antiguos maestros enseñaban que para esto son necesarias también otras actitudes virtuosas, como la benevolencia, el respeto, la gratitud, la afabilidad, la honestidad: virtudes que contribuyen a la buena convivencia entre las personas. La justicia es una virtud para una buena convivencia entre las personas.

Todos comprendemos que la justicia es fundamental para la convivencia pacífica en la sociedad: un mundo sin leyes que respeten los derechos sería un mundo en el que es imposible vivir, se parecería a una jungla. Sin justicia no hay paz. Sin justicia no hay paz. De hecho, si no se respeta la justicia, se generan conflictos. Sin justicia, se ratifica la ley del abuso de poder del fuerte sobre los débiles, y eso no es justo.

Pero la justicia es una virtud que actúa tanto en lo grande como en lo pequeño: no se refiere sólo a las salas de los tribunales, sino también a la ética que caracteriza nuestra vida cotidiana. Establece relaciones sinceras con los demás: cumple el precepto del Evangelio, según el cual el hablar cristiano debe ser: «“Sí, sí”, “No, no”; todo lo que se dice de más, procede del Maligno» (Mt 5, 37). Las medias verdades, los discursos sutiles que buscan engañar al prójimo, las reticencias que ocultan las verdaderas intenciones, no son actitudes acordes con la justicia. El hombre justo es recto, sencillo y directo, no usa máscaras, se presenta tal como es, habla con la verdad. En sus labios se encuentra a menudo la palabra “gracias”: sabe que, por más que nos esforcemos para ser generosos, estamos siempre en deuda con nuestro prójimo. Si amamos es también porque hemos sido amados primero.

En la tradición se pueden encontrar innumerables descripciones del hombre justo. Veamos algunas. El hombre justo venera las leyes y las respeta, sabiendo que éstas constituyen una barrera que protege a los indefensos de la arrogancia de los poderosos. El hombre justo no sólo se preocupa por su bienestar individual, sino que quiere el bien de toda la sociedad. Por eso, no cede a la tentación de pensar sólo en sí mismo y de ocuparse de sus propios asuntos, por legítimos que sean, como si fueran lo único que existe en el mundo. La virtud de la justicia hace evidente – y pone en el corazón la exigencia – que no puede haber un verdadero bien para mí si no existe también el bien de todos.

Por eso, el hombre justo vigila su propio comportamiento, para que no perjudique a los demás: si comete un error, pide perdón. El hombre justo siempre pide disculpas. En algunas situaciones llega a sacrificar un bien personal para ponerlo a disposición de la comunidad. Desea una sociedad ordenada, en la que sean las personas las que den prestigio a los cargos, y no los cargos los que den prestigio a las personas. Aborrece el favoritismo y no comercia con favores. Ama la responsabilidad y es ejemplar viviendo y promoviendo la legalidad. Ésta, de hecho, es el camino de la justicia, el antídoto contra la corrupción: qué importante es educar a las personas, en particular a los jóvenes, en la cultura de la legalidad. Es el camino para prevenir el cáncer de la corrupción y para erradicar la criminalidad, quitándoles su sustento.

Más aún, el justo rehúye comportamientos nocivos como la calumnia, el falso testimonio, el fraude, la usura, la burla, la deshonestidad. El justo mantiene la palabra dada, restituye lo que ha tomado prestado, reconoce el salario correcto a todos los trabajadores – un hombre que no reconoce el justo salario a los trabajadores no es justo, es injusto – tiene cuidado de pronunciar juicios temerarios con respecto al prójimo, defiende la fama y el buen nombre de los demás.

Ninguno de nosotros sabe si en nuestro mundo los hombres justos son numerosas o raros como perlas preciosas. Pero son hombres que atraen gracia y bendiciones tanto sobre sí mismas, como sobre el mundo en que viven. No son perdedores con respecto a los que son “astutos y hábiles”, porque como dice la Escritura, «el que busca la justicia y el amor, encontrará vida y gloria» (Prov 21, 21). Los justos no son moralistas que se visten como censores, sino personas rectas que «tienen hambre y sed de justicia» (Mt 5, 6), soñadores que custodian en su corazón el deseo de una fraternidad universal. Y de este sueño, especialmente hoy, todos tenemos una gran necesidad. Necesitamos ser hombres y mujeres justos, y esto nos hará felices.

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