AMAR A DIOS SE OPONE A LA CULTURA DEL ODIO: PALABRAS DEL PAPA A LOS OBISPOS DEL MEDITERRÁNEO (23/02/2020)

El Papa Francisco encontró este 23 de febrero a los Obispos del Mediterráneo en la Basílica de San Nicolás en la ciudad de Bari, Italia, con ocasión del Encuentro “Mediterráneo, frontera de paz”. El Papa Francisco dirigió un discurso a los Obispos en el que les animó a continuar anunciando el Evangelio, actualizándolo a las situaciones que viven los diferentes países que comparten el mar Mediterráneo; les llamó a un mayor compromiso por el bien común y a empeñarse en potenciar dinámicas que permitan llegar a la paz. Compartimos a continuación el texto completo de su discurso, traducido del italiano:

Queridos hermanos:

Estoy contento de encontrarlos y agradecido con cada uno de ustedes por haber aceptado la invitación de la Conferencia Episcopal Italiana a participar en este encuentro que reúne a las Iglesias del Mediterráneo. Y mirando hoy esta iglesia [la Basílica de San Nicolás], me viene a la mente el otro encuentro, el que tuvimos con los jefes de las Iglesias cristianas – ortodoxas, católicas… – aquí en Bari. Es la segunda vez en pocos meses que se tiene un gesto de unidad como este: aquella era la primera vez, después del gran cisma, en que estábamos todos juntos; y ésta es una primera vez de todos los Obispos que trabajan en las costas del Mediterráneo. Creo que podríamos llamar a Bari la capital de la unidad, de la unidad de la Iglesia – ¡si Monseñor Cacucci lo permite! Gracias por la acogida, Excelencia, gracias.

Cuando, en su momento, el Cardenal Bassetti me presentó la iniciativa, la acogí de inmediato con alegría, viendo en ella la posibilidad de iniciar un proceso de escucha y diálogo, mediante el cual contribuir a la edificación de la paz en esta zona crucial del mundo. Por tal razón quería estar presente y dar testimonio del valor contenido en el nuevo paradigma de fraternidad y colegialidad, del cual ustedes son expresión. Me gusta esa palabra que han agregado al diálogo: convivialidad.

Encuentro significativa la decisión de tener este encuentro en la ciudad de Bari, tan importante por los lazos que mantiene tanto el Medio Oriente como con el continente africano, signo elocuente de cuán arraigadas están las relaciones entre pueblos y tradiciones diferentes. La Diócesis de Bari, además, siempre ha mantenido vivo el diálogo ecuménico e interreligioso, ocupándose incansablemente para establecer lazos de recíproca estima y de fraternidad. No es casualidad que justamente aquí hace un año y medio – como ya dije – escogí encontrarme con los responsables de las comunidades cristianas de Medio Oriente, para un importante momento de diálogo y comunión, que ayudase a las Iglesias hermanas a caminar juntas y a sentirse más cercanas.

En este contexto particular, se han reunido para reflexionar sobre la vocación y el destino del Mediterráneo, sobre la transmisión de la fe y la promoción de la paz. El Mare nostrum es el lugar físico y espiritual en el que tomó forma nuestra civilización, como resultado del encuentro de diferentes pueblos. Precisamente en virtud de su conformación, este mar obliga los pueblos y a las culturas que se enfrentan a una proximidad constante, invitándolos a hacer memoria de lo que tienen en común y a recordar que sólo viviendo en la concordia pueden gozar de las oportunidades que ofrece esta región desde el punto de vista de los recursos, de la belleza del territorio, de las diversas tradiciones humanas.

En nuestros días, la importancia de tal área no ha disminuido como consecuencia de las dinámicas determinadas por la globalización; al contrario, esta última ha acentuado el rol del Mediterráneo, como encrucijada de intereses y acontecimientos significativos desde el punto de vista social, político, religioso y económico. El Mediterráneo sigue siendo un área estratégica, cuyo equilibrio refleja sus efectos también en otras partes del mundo.

Se puede decir que sus dimensiones son inversamente proporcionales a su grandeza, que lleva a compararlo, más que a un océano, a un lago, como ya lo hizo Giorgio La Pira. Definiéndolo “el gran lago de Tiberíades”, sugirió una analogía entre el tiempo de Jesús y el nuestro, entre el ambiente en que Él se movía y en el que viven los pueblos que hoy lo habitan. Y como Jesús obraba en un contexto heterogéneo de culturas y creencias, así nosotros nos situamos en un marco poliédrico y multiforme, lacerado por divisiones y desigualdades, que aumentan su inestabilidad. En este epicentro de profundas líneas de ruptura y de conflictos económicos, religiosos, confesionales y políticos, estamos llamados a ofrecer nuestro testimonio de unidad y paz. Lo hacemos a partir de nuestra fe y de la pertenencia a la Iglesia, preguntándonos cuál es la contribución que, como discípulos del Señor, podemos ofrecer a todos los hombres y mujeres del área mediterránea.

La transmisión de la fe no puede más que sacar fruto del patrimonio del que el Mediterráneo es depositario. Es un patrimonio custodiado por las comunidades cristianas, que se reaviva a través de la catequesis y la celebración de los sacramentos, la formación de las conciencias y la escucha personal y comunitaria de la Palabra del Señor. En particular, en la piedad popular la experiencia cristiana encuentra una expresión tan significativa como irrenunciable: de verdad, la devoción del pueblo es, por lo menos, una expresión de fe sencilla y genuina. Y sobre esto me gusta citar a menudo esa joya que es el número 48 de la Evangelii nuntiandi sobre la piedad popular, donde San Pablo VI cambia el nombre de “religiosidad” por el de “piedad”, y donde se presentan sus riquezas y también sus carencias. Ese número debe servirnos de guía en nuestro anuncio del Evangelio a los pueblos.

En esta región, un depósito de gran potencialidad es también el artístico, que une los contenidos de la fe con la riqueza de las culturas, con la belleza de las obras de arte. Es un patrimonio que atrae continuamente a millones de visitantes de todo el mundo y que es custodiado con cuidado, como preciosa herencia recibida “en préstamo” y que debe entregarse a las generaciones futuras.

En este contexto el anuncio del Evangelio no puede separarse del compromiso por el bien común y nos empuja a actuar como incansables obreros de paz. Hoy el área del Mediterráneo está amenazada por muchos focos de inestabilidad y guerra, tanto en Medio Oriente, como en varios Estados del norte de África, como también entre diferentes etnias o grupos religiosos y confesionales; no podemos olvidar el conflicto aún sin resolver entre israelíes y palestinos, con el peligro de soluciones no equitativas y, por lo tanto, amenazantes de nuevas crisis.

La guerra, que destina los recursos a la adquisición de armas y la fuerza militar, desviándolos de las funciones vitales de una sociedad, como el apoyo a las familias, a la salud y a la educación, es contraria a la razón, según la enseñanza de San Juan XXIII (cf. Carta enc. Pacem in terris, 114, 126). En otras palabras, es una locura, porque es irracional destruir casas, puentes, fábricas, hospitales, matar personas y aniquilar recursos en vez de construir relaciones humanas y económicas. Es una locura a la que no podemos resignarnos: nunca la guerra puede confundirse con la normalidad, ni ser aceptada como forma ineludible para regular las divergencias y los intereses opuestos. Jamás.

El objetivo final de toda sociedad humana sigue siendo la paz, tanto que se puede reiterar que «no hay alternativa a la paz, para nadie».[1] No existe una alternativa sensata a la paz, porque todo proyecto de explotación y supremacía degrada a quien golpea y a quien es golpeado, y revela una concepción miope de la realidad, puesto que priva del futuro no sólo al otro, sino también a sí mismo. La guerra aparece así como el fracaso de todo proyecto humano y divino: basta visitar un lugar o una ciudad, escenarios de conflicto, para darse cuenta de cómo, a causa del odio, el jardín se transforma en una tierra desolada e inhóspita y el paraíso terrenal en un infierno. Y a esto me gustaría agregar el grave pecado de hipocresía, cuando en las conferencias internacionales, en las reuniones, muchos países hablan de paz y luego venden las armas a los países que están en guerra. Esto se llama la gran hipocresía.

La construcción de la paz, que la Iglesia y todas las instituciones civiles deben siempre sentir como prioridad, tiene como premisa indispensable la justicia. Esta es pisoteada donde se ignoran las exigencias de las personas y donde los intereses económicos partidistas prevalecen sobre los derechos de los individuos y de la comunidad. La justicia es obstaculizada, además, por la cultura del descarte, que trata a las personas como si fueran cosas, y que genera y aumenta las desigualdades, de modo que en forma escandalosa, en las costas del mismo mar viven sociedades de la abundancia y otras en las que muchos luchan por la supervivencia.

A contrastar esta cultura contribuyen decisivamente las innumerables obras de caridad, educación y de formación realizadas por las comunidades cristianas. Y cada vez que las diócesis, las parroquias, las asociaciones, el voluntariado – el voluntariado es uno de los grandes tesoros de la pastoral italiana – o los individuos trabajan para sostener a quien está abandonado o en la necesidad, el Evangelio adquiere nueva fuerza de atracción.

En la búsqueda del bien común – que es otro nombre de la paz – se debe asumir el criterio indicado por el mismo La Pira: dejarse guiar por las «esperanzas de los pobres».[2] Este principio, que jamás puede ser identificable con base en cálculos o en razones de conveniencia, si es asumido seriamente, permite un cambio antropológico radical, que hace a todos más humanos.

¿Para qué sirve, por otra parte, una sociedad que logra siempre nuevos resultados tecnológicos, pero que se vuelve menos solidaria con quien pasa necesidad? Con el anuncio evangélico, nosotros transmitimos en cambio la lógica por la cual no hay últimos y nos esforzamos para que la Iglesia, las Iglesias, a través de un compromiso cada vez más activo, sea signo de la atención privilegiada a los pequeños y los pobres, porque «los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios» (1 Cor 12, 22) y, «si un miembro sufre, todos los miembros sufren en conjunto» (1 Cor 12, 26).

Entre los que en el área del Mediterráneo más sufren, están cuantos huyen de la guerra o dejan su tierra en busca de una vida digna del hombre. El número de estos hermanos – obligados a abandonar afectos y patria y a exponerse a condiciones de extrema precariedad – ha aumentado a causa del incremento de los conflictos y las dramáticas condiciones climáticas y ambientales de zonas cada vez más grandes. Es fácil prever que este fenómeno, con su dinámica histórica, marcará la región mediterránea, por lo que los Estados y las mismas comunidades religiosas no pueden encontrarse desprevenidos. Están involucrados los países transitados por los flujos migratorios y los de destino final, pero también los gobiernos y las iglesias de los Estados de origen de los migrantes, que con la partida de muchos jóvenes ven empobrecido su futuro.

Somos conscientes de que en diferentes contextos sociales se ha difundido un sentido de indiferencia e incluso de rechazo, que hace pensar en la actitud, estigmatizada en muchas parábolas evangélicas, de aquellos que se encierran en su propia riqueza y autonomía, sin darse cuenta de quién, con las palabras o simplemente con su estado de indigencia, está pidiendo ayuda. Se abre paso una sensación de miedo, que lleva a elevar las defensas frente a lo que se presenta de manera instrumentalizada como una invasión. La retórica del choque de civilizaciones sólo sirve para justificar la violencia y alimentar el odio. El incumplimiento o, en cualquier caso, la debilidad de la política y el sectarismo son causas del radicalismo y del terrorismo. La comunidad internacional se ha quedado en intervenciones militares, mientras que debería construir instituciones que garanticen igualdad de oportunidades y lugares donde los ciudadanos tengan la posibilidad de hacerse cargo del bien común.
Por nuestra parte, hermanos, alcemos la voz para pedir a los gobiernos el cuidado de las minorías y de la libertad religiosa. La persecución de la que son víctimas sobre todo – pero no sólo – las comunidades cristianas es una herida que lacera nuestro corazón y no puede dejarnos indiferentes.

Al mismo tiempo, no aceptemos nunca que quien busca esperanza cruzando el mar muera sin recibir ayuda o que quien viene de lejos se convierta en víctima de explotación sexual, sea explotado o reclutado por las mafias.

Cierto, la acogida y una integración digna son etapas de un proceso no fácil; sin embargo, es impensable poder enfrentarlo levantando muros. Me asusta cuando escucho discursos de algunos líderes de las nuevas formas de populismo, me hace escuchar discursos que sembraron miedo y luego odio en la década de los años 30 del siglo pasado. Este proceso de acogida y digna integración es impensable, he dicho, poder afrontarlo levantando muros. De esta manera, más bien, se impide el acceso a la riqueza que trae el otro y que constituye siempre una ocasión de crecimiento. Cuando se renuncia al deseo de comunión, inscrito en el corazón del hombre y en la historia de los pueblos, se va en contra del proceso de unificación de la familia humana, que ya se está abriendo camino a través de mil adversidades. La semana pasada, un artista de Turín me envió un cuadrito, hecha con la técnica de la quemadura de la madera, de la huida a Egipto y había un San José, no tan tranquilo como estamos acostumbrados a verlo en las estampitas, sino un San José con la actitud de un refugiado sirio, con el niño sobre sus hombros: hace ver el dolor, sin endulzar el drama del Niño Jesús cuando tuvo que huir a Egipto. Es lo mismo que está sucediendo hoy.

El Mediterráneo tiene una vocación peculiar en este sentido: es el mar del mestizaje, «culturalmente siempre abierto al encuentro, al diálogo y a la inculturación recíproca».[3] La pureza de las razas no tiene futuro. El mensaje del mestizaje nos dice mucho. Mirar al Mediterráneo representa entonces un potencial extraordinario: no dejemos que a causa de un espíritu nacionalista, se difunda la percepción contraria; o sea, que sean privilegiados los Estados menos accesibles y geográficamente más aislados. Sólo el diálogo permite encontrarse, superar prejuicios y estereotipos, hablarnos y conocernos mejor. El diálogo y esa palabra que escuché hoy: convivialidad.

Una oportunidad particular, a este respecto, está representada por las nuevas generaciones, cuando se les garantiza el acceso a los recursos y se les coloca en las condiciones para convertirse en protagonistas de su camino: entonces se revelan como savia capaz de generar futuro y esperanza. Este resultado es posible sólo cuando hay una acogida no superficial, sino sincera y benévola, practicada por todos y a todos niveles, en el plano cotidiano de las relaciones interpersonales así como en el político e institucional, y promovida por aquellos que crean cultura y tienen una responsabilidad más fuerte ante la opinión pública.

Para quien cree en el Evangelio, el diálogo no tiene simplemente un valor antropológico, sino también teológico. Escuchar al hermano no es solamente un acto de caridad, sino también una forma de ponerse a la escucha del Espíritu de Dios, quien ciertamente actúa también en el otro y habla más allá de las fronteras donde a menudo estamos tentados a aprovecharnos de la verdad. Conocemos además el valor de la hospitalidad: «Algunos, practicándola, han acogido a ángeles sin saberlo» (Hb 13,2).

Es necesario elaborar una teología de la acogida y del diálogo, que reinterprete y vuelva a proponer la enseñanza bíblica. Puede elaborarse sólo si se hace todo lo posible para dar el primer paso y no se excluyen las semillas de verdad de las que los otros también son depositarios. De esta manera, la comparación entre los contenidos de las diferentes religiones podrá referirse no sólo a las verdades creídas, sino a temas específicos, que se convierten en puntos relevantes de toda la doctrina.

Con demasiada frecuencia la historia ha conocido contrastes y luchas, basados en la persuasión distorsionada de que, al contrastar con quien no comparte nuestro credo, estamos defendiendo a Dios. En realidad, los extremismos y los fundamentalismos niegan la dignidad del hombre y su libertad religiosa, causando una decadencia moral e incentivando una concepción antagónica de las relaciones humanas. Y también por esta razón es que se hace urgente un encuentro más vivo entre las diferentes religiones, movido por un sincero respeto y por un intento de paz.

Dicho encuentro surge de la conciencia, establecida en el Documento sobre la fraternidad, firmado en Abu Dhabi, de que «las verdaderas enseñanzas de las religiones invitan a permanecer anclados en los valores de la paz; a sostener los valores del conocimiento recíproco, de la fraternidad humana y de la convivencia común». Incluso con referencia a la ayuda a los pobres y a la acogida a los migrantes, se puede entonces lograr una colaboración más activa entre los grupos religiosos y las diferentes comunidades, de modo que el diálogo esté animado por intentos comunes y se acompañen por un compromiso activo. Los que juntos se ensucian las manos para construir la paz y practicar la acogida, ya no podrán combatir por razones de fe, sino que recorrerán los caminos del diálogo respetuoso, de la solidaridad recíproca, de la búsqueda de la unidad. Y lo contrario es lo que sentí cuando fui a Lampedusa, ese aire de indiferencia: en la isla había acogida, pero luego en el mundo la cultura de la indiferencia

Estos son los deseos que quiero comunicarles, queridos hermanos, al concluir el fructífero y consolador encuentro de estos días. Los encomiendo a la intercesión del apóstol Pablo, que por primera vez cruzó el Mediterráneo, afrontando peligros y adversidades de todo tipo para llevar a todos el Evangelio de Cristo: que su ejemplo les muestre los caminos a lo largo de los cuales continúen el alegre y liberador compromiso de transmitir la fe en nuestro tiempo.

Como envío, les entrego las palabras del profeta Isaías, para que den esperanza y comuniquen fuerza tanto a ustedes como también a sus respectivas comunidades. Ante la desolación de Jerusalén después del exilio, el profeta no dejó de vislumbrar un futuro de paz y prosperidad: «Reconstruirán las viejas ruinas, alzarán de nuevo los sitios desolados de antaño, restaurarán ciudades desoladas, devastadas por generaciones» (Is 61, 4). Esta es la obra que el Señor les confía para esta amada área del Mediterráneo: reconstruir los lazos que se han roto, alzar de nuevo las ciudades destruidas por la violencia, hacer florecer un jardín donde hoy hay terrenos áridos, infundir esperanza a quien la ha perdido y exhortar a quien está encerrado en sí mismo a no temer al hermano. Y contemplar esto, que ya se ha convertido en un cementerio, como un lugar de futura resurrección para toda el área. Que el Señor acompañe sus pasos y bendiga su obra de reconciliación y de paz. Gracias.

[1] Conclusión del diálogo con los responsables de las Iglesias y de las comunidades cristianas de Medio Oriente, Bari, 7 julio 2018.
[2] G. La Pira, «Le attese della povera gente», en Cronache sociali 1/1950.
[3] ibíd.

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