LA VIDA RELIGIOSA ES UN DON DE AMOR QUE HEMOS RECIBIDO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR LA XXIV JORNADA MUNDIAL DE LA VIDA CONSAGRADA (01/02/2020)

En su homilía de la Misa que tuvo lugar la tarde de este 1º. de febrero en la Basílica de San Pedro con motivo de la XXIV Jornada Mundial de la Vida Consagrada – que se celebra el 2 de febrero – el Papa Francisco invitó a dar gracias a Dios por este don y a pedir una mirada nueva, que sepa ver la gracia, que sepa buscar al prójimo, que sepa esperar, puesto que de este modo – dijo – “también nuestros ojos verán la salvación”. El Sumo Pontífice les dijo a sus queridos hermanos y hermanas consagrados que también ellos “son hombres y mujeres sencillos que han visto el tesoro que vale más que todas las riquezas del mundo”. Por eso dejaron “cosas preciosas, como los bienes, como formar una familia”. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

«Mis ojos han visto tu salvación» (Lc 2, 30). Son las palabras de Simeón, que el Evangelio presenta como un hombre sencillo: «un hombre justo y piadoso» – dice el texto (v. 25). Pero entre todos los hombres que estaban en el templo aquel día, sólo él vio en Jesús al Salvador. ¿Qué es lo que vio? Un niño: un pequeño, frágil y sencillo niño. Pero allí vio la salvación, porque el Espíritu Santo le hizo reconocer en aquel tierno recién nacido «al Cristo del Señor» (v. 26). Tomándolo entre sus brazos percibió, en la fe, que en Él Dios llevaba a cumplimiento sus promesas. Y entonces él, Simeón, podía irse en paz: había visto la gracia que vale más que la vida (cf. Sal 63, 4), y no esperaba nada más.

También ustedes, queridos hermanos y hermanas consagrados, son hombres y mujeres sencillos que han visto el tesoro que vale más que todas las riquezas del mundo. Por eso han dejado cosas preciosas, como los bienes, como formar una familia propia. ¿Por qué lo han hecho? Porque se enamoraron de Jesús, han visto todo en Él y, cautivados por su mirada, han dejado lo demás. La vida consagrada es esta visión. Es ver lo que cuenta en la vida. Es acoger el don del Señor con los brazos abiertos, como hizo Simeón. Eso es lo que ven los ojos de los consagrados: la gracia de Dios que se derrama en sus manos. El consagrado es aquel que cada día se mira y dice: “Todo es don, todo es gracia”. Queridos hermanos y hermanas, no hemos merecido la vida religiosa, es un don de amor que hemos recibido.

Mis ojos han visto tu salvación. Son las palabras que repetimos cada noche en Completas. Con ellas concluimos la jornada diciendo: “Señor, mi salvación viene de Ti, mis manos no están vacías, sino llenas de tu gracia”. Saber ver la gracia es el punto de partida. Mirar hacia atrás, releer la propia historia y ver el don fiel de Dios: no sólo en los grandes momentos de la vida, sino también en las fragilidades, en las debilidades, en las miserias. El tentador, el diablo insiste precisamente en nuestras miserias, en nuestras manos vacías: “En tantos años no mejoraste, no hiciste lo que podías, no te dejaron hacer aquello para lo que fuiste traído, no has sido siempre fiel, no fuiste capaz…” y así sucesivamente. Cada uno de nosotros conoce bien esta historia, estas palabras. Nosotros vemos que eso en parte es verdad y vamos detrás de pensamientos y sentimientos que nos desorientan. Y corremos el riesgo de perder la brújula, que es la gratuidad de Dios. Porque Dios siempre nos ama y se nos da, incluso en nuestras miserias. San Jerónimo daba tantas cosas al Señor y el Señor le pedía cada vez más. Él le ha dicho: “Pero, Señor, ya te he dado todo, todo, ¿qué me falta?”“Tus pecados, tus miserias, dame tus miserias”. Cuando tenemos la mirada fija en Él, nos abrimos al perdón que nos renueva y somos confirmados por su fidelidad. Hoy podemos preguntarnos: “Yo, ¿hacia quién oriento mi mirada: hacia el Señor o hacia mí?”. Quien sabe ver ante todo la gracia de Dios descubre el antídoto contra la desconfianza y la mirada mundana.

Porque sobre la vida religiosa se cierne esta tentación: tener una mirada mundana. Es la mirada que no ve más la gracia de Dios como protagonista de la vida y va en busca de cualquier substituto: un poco de éxito, un consuelo afectivo, hacer finalmente lo que quiero. Pero la vida consagrada, cuando no gira más en torno a la gracia de Dios, se repliega en el yo. Pierde impulso, se acomoda, se estanca. Y sabemos lo qué sucede: se reclaman los propios espacios y los propios derechos, uno se deja arrastrar por chismorreos y malicias, uno se enoja por cada pequeña cosa que no funciona y se entonan las letanías del lamento — las lamentaciones, “el padre quejumbroso”, “la hermana quejumbrosa”—: sobre los hermanos, sobre las hermanas, sobre la comunidad, sobre la Iglesia, sobre la sociedad. No se ve más al Señor en cada cosa, sino sólo al mundo con sus dinámicas, y el corazón se encoge. Así uno se vuelve rutinario y pragmático, mientras dentro aumentan la tristeza y la desconfianza, que degeneran en resignación. Esto es a lo que lleva la mirada mundana. La gran Teresa decía a sus monjas: “¡Ay de la monja que repite ‘me han hecho una injusticia’, ay!”.

Para tener la mirada justa sobre la vida pidamos saber ver la gracia de Dios para nosotros, como Simeón. El Evangelio repite tres veces que él tenía familiaridad con el Espíritu Santo, quien estaba sobre él, lo inspiraba, lo movía (cf. vv. 25-27). Tenía familiaridad con el Espíritu Santo, con el amor de Dios. La vida consagrada, si se conserva firme en el amor del Señor, ve la belleza. Ve que la pobreza no es un esfuerzo titánico, sino una libertad superior, que nos regala Dios y vemos a los demás como las verdaderas riquezas. Ve que la castidad no es una esterilidad austera, sino el camino para amar sin poseer. Ve que la obediencia no es disciplina, sino la victoria sobre nuestra anarquía al estilo de Jesús. En una de las zonas que sufrieron el terremoto, en Italia — hablando de pobreza y de vida comunitaria — un monasterio benedictino había quedado destruido y otro monasterio invitó a las monjas a trasladarse al suyo. Pero se quedaron allí poco tiempo: no eran felices, pensaban en el lugar que habían dejado, en la gente de allí. Y al final decidieron regresar y hacer el monasterio en dos caravanas. En vez de estar en un gran monasterio, cómodas, estaban como las pulgas, allí, todas juntas, pero felices en la pobreza. Esto sucedió en este último año. ¡Una cosa hermosa!

Mis ojos han visto tu salvación. Simeón ve a Jesús pequeño, humilde, que ha venido para servir y no para ser servido, y se define a sí mismo como siervo. Dice en efecto: «Ahora puedes dejar, Señor, que tu siervo se vaya en paz» (v. 29). Quien tiene la mirada en Jesús aprende a vivir para servir. No espera que comiencen los demás, sino que sale a buscar al prójimo, como Simeón que buscaba a Jesús en el templo. En la vida consagrada, ¿dónde se encuentra al prójimo? Esta es la pregunta: ¿dónde se encuentra el prójimo? Ante todo en la propia comunidad. Hay que pedir la gracia de saber buscar a Jesús en los hermanos y en las hermanas que hemos recibido. Es allí donde se comienza a poner en práctica la caridad: en el lugar donde vives, acogiendo a los hermanos y hermanas con sus pobrezas, como Simeón acogió a Jesús sencillo y pobre. Hoy, muchos ven en los demás sólo obstáculos y complicaciones. Se necesitan miradas que busquen al prójimo, que acerquen al que está lejos. Los religiosos y las religiosas, hombres y mujeres que viven para imitar a Jesús, están llamados a introducir en el mundo su misma mirada, la mirada de la compasión, la mirada que va en busca de los alejados; que no condena, sino que anima, libera, consuela, la mirada de la compasión. Ese estribillo del Evangelio, que tantas veces hablando de Jesús dice: “tuvo compasión”. Es el abajarse de Jesús que se hacia cada uno de nosotros.

Mis ojos han visto tu salvación. Los ojos de Simeón han visto la salvación porque la esperaban (cf. v. 25). Eran ojos que aguardaban, que esperaban. Buscaban la luz y vieron la luz de las naciones (cf. v. 32). Eran ojos ancianos, pero encendidos de esperanza. La mirada de los consagrados no puede ser más que una mirada de esperanza. Saber esperar. Mirando alrededor, es fácil perder la esperanza: las cosas que no funcionan, la disminución de las vocaciones… Otra vez se cierne la tentación de la mirada mundana, que anula la esperanza. Pero miremos al Evangelio y veamos a Simeón y Ana: eran ancianos, solos y sin embargo no habían perdido la esperanza, porque estaban en contacto con el Señor. Ana «no se alejaba nunca del templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones» (v. 37). Este es el secreto: no apartarse del Señor, fuente de la esperanza. Nos volvemos ciegos si no miramos al Señor cada día, si no lo adoramos. ¡Adorar al Señor!

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios por el don de la vida consagrada y pidamos una mirada nueva, que sabe ver la gracia, que sabe buscar al prójimo, que sabe esperar. Entonces, también nuestros ojos verán la salvación.

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