VOLVER A LO ESENCIAL EN LA CUARESMA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL MIÉRCOLES DE CENIZA (14/02/2024)

“Entra en lo secreto”: esta es la invitación que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros al inicio del camino de la Cuaresma y que el Papa Francisco recordó al inicio de su homilía en la tradicional celebración eucarística del Miércoles de Ceniza en la Basílica de Santa Sabina, la tarde de este 14 de febrero. En estas semanas de Cuaresma, el Santo Padre pide dejar espacio para la oración silenciosa de adoración, “en la que permanecemos en presencia del Señor a la escucha, como Moisés, como Elías, como María, como Jesús”. Publicamos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Cuando des limosna, cuando ores, cuando ayunes, ten cuidado de hacerlo en lo secreto. Tu Padre, de hecho, ve en lo secreto (cf. Mt 6, 4). Entra en lo secreto: esta es la invitación que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros al inicio del camino de la Cuaresma.

Entrar en lo secreto significa volver al corazón, como exhorta el profeta Joel (cf. Jl 2, 12). Se trata de un viaje desde el exterior al interior, para que todo lo que vivamos, incluso nuestra relación con Dios, no se reduzca a exterioridad, a un marco sin pintura, a un revestimiento del alma, sino que nazca desde dentro y corresponda a los movimientos del corazón, es decir, a nuestros deseos, a nuestros pensamientos, a nuestro sentir, al núcleo original de nuestra persona.

La Cuaresma nos sumerge entonces en un baño de purificación y de despojamiento: quiere ayudarnos a quitar todo “maquillaje”, todo aquello de lo que nos revestimos para parecer adecuados, mejores de como somos. Volver al corazón significa volver a nuestro verdadero yo y presentarlo tal como es, desnudo y despojado, frente a Dios. Significa mirarnos por dentro y tomar conciencia de quiénes somos realmente, quitándonos las máscaras que a menudo usamos, alentando la carrera de nuestro frenesí, abrazando la verdad de nosotros mismos. La vida no es una actuación, y la Cuaresma nos invita a bajar del escenario de la ficción, para volver al corazón, a la verdad de lo que somos.

Por eso, esta tarde, con un espíritu de oración y humildad, recibimos sobre nuestra cabeza las cenizas. Es un gesto que quiere remitirnos a la realidad esencial de nosotros mismos: somos polvo, nuestra vida es como un soplo (cf. Sal 39 ,6; 144, 4), pero el Señor — Él y solamente Él — no permite que ese polvo se desvanezca; Él recoge y moldea el polvo que somos, para que no lo dispersen los vientos impetuosos de la vida y no se disuelva en el abismo de la muerte.

Las cenizas puestas sobre nuestra cabeza nos invitan a redescubrir el secreto de la vida. Nos dicen: mientras sigas vistiendo una armadura que cubre el corazón, camuflándote con la máscara de las apariencias, exhibiendo una luz artificial para mostrarte invencible, permanecerás vacío y árido. Cuando, en cambio, tengas la valentía de inclinar la cabeza para mirar tu interior, entonces podrás descubrir la presencia de un Dios que te ama desde siempre; finalmente se harán añicos las corazas que te has construido y podrás sentirte amado con un amor eterno.

Hermana, hermano, yo, tú, cada uno de nosotros, somos amados con amor eterno. Somos cenizas sobre la que Dios sopló su aliento de vida, tierra que Él moldeó con sus manos (cf. Gen 2, 7; Sal 119, 73), polvo del que resurgiremos para una vida sin fin preparada desde siempre para nosotros (cf. Is 26, 19). Y si, en la ceniza que somos, arde el fuego del amor de Dios, entonces descubrimos que estamos modelados por este amor y que somos llamados al amor: amar a los hermanos que tenemos a nuestro lado, estar atentos a los demás, vivir la compasión, ejercitar la misericordia, compartir lo que somos y lo que tenemos con quien se encuentra en necesidad. Por eso la limosna, la oración y el ayuno no pueden reducirse a prácticas exteriores, sino que son caminos que nos reconducen al corazón, a lo esencial de la vida cristiana. Nos hacen descubrir que somos ceniza amada por Dios y nos vuelven capaces de esparcir el mismo amor sobre las “cenizas” de tantas situaciones cotidianas, para que en ellas renazcan esperanza, confianza, alegría.

San Anselmo de Aosta nos dejó esta exhortación, que esta tarde podemos hacer nuestra: «Huye un momento de tus ocupaciones, deja por un instante de tus tumultuosos pensamientos. Aleja en este momento las graves preocupaciones y haz a un lado tus laboriosas actividades. Entrégate un poco a Dios y descansa en Él. Entra en lo íntimo de tu alma, excluye todo excepto a Dios y lo que te ayude a buscarlo, y una vez cerrada la puerta, búscalo. Oh, corazón mío, dí ahora con todo tu ser, dí ahora a Dios: Busco tu rostro. Tu rostro, Señor, yo busco» (Proslogion, 1).

Escuchemos pues, en esta Cuaresma, la voz del Señor que no se cansa de repetirnos: entra en lo secreto, vuelve al corazón. Es una invitación saludable, para nosotros que a menudo vivimos en la superficie, que nos inquietamos para hacernos notar, que siempre necesitamos ser admirados y apreciados. Sin darnos cuenta, nos encontramos sin contar más con un lugar secreto donde detenernos y custodiarnos a nosotros mismos, inmersos en un mundo en el que todo, incluso las emociones y sentimientos más íntimos, debe volverse “social” —pero ¿cómo puede ser social lo que no brota del corazón? —. Hasta las experiencias más trágicas y dolorosas corren el riesgo de no tener un lugar secreto que las custodie: todo debe ser expuesto, ostentado, entregado como alimento al parloteo del momento. Y es aquí cuando el Señor nos dice: entra en lo secreto, vuelve al centro de ti mismo. Precisamente ahí, donde se albergan también tantos miedos, sentimientos de culpa y pecados, hasta ahí el Señor ha descendido, para sanarte y purificarte. Entremos a nuestra habitación interior: allí habita el Señor, nuestra fragilidad es acogida y somos amados sin condiciones.

Volvamos, hermanos y hermanas. Volvamos a Dios con todo el corazón. En estas semanas de Cuaresma demos espacio a la oración de adoración silenciosa, en la cual permanecer a la escucha en presencia del Señor, como Moisés, como Elías, como María, como Jesús. ¿Nos hemos dado cuenta de que hemos perdido el sentido de la adoración? Volvamos a la adoración. Prestemos el oído de nuestro corazón a Aquel que, en el silencio, quiere decirnos: «Soy tu Dios: Dios de misericordia y compasión, el Dios del perdón y del amor, el Dios de la ternura y la solicitud. […] No te juzgues. No te condenes. No te rechaces. Deja que mi amor toque los más profundos y escondidos rincones de tu corazón y te revele tu propia belleza, una belleza que has perdido de vista, pero que se hará nuevamente visible para ti a la luz de mi misericordia. Ven, ven, deja que pueda enjugar tus lágrimas, y deja que mi boca se aproxime a tu oído y te diga: “Te amo, te amo, te amo”» (H. Nouwen, El camino hacia el alba, Brescia 1997). ¿Creemos que el Señor nos ama, que el Señor me ama?

No tengamos miedo de despojarnos de los revestimientos mundanos y volver al corazón, a lo esencial. Pensemos en San Francisco, que después de haberse despojado, abrazó con todo su ser al Padre que está en los cielos. Reconozcámonos por lo que somos: polvo amado por Dios; y gracias a Él renaceremos de las cenizas del pecado a la vida nueva en Jesucristo y en el Espíritu Santo.

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