LOS “DIENTES” DE LOS MEDIOS PUEDEN DESTRUIR, PERO TAMBIÉN “PURIFICAR”: PRIMER SERMÓN DE CUARESMA DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA (23/02/2024)

Hoy, por desgracia, existe en la sociedad “una especie de ‘dientes’ que muelen sin piedad, más cruelmente que los dientes de leopardo” de los que hablaba San Ignacio de Antioquía: son “los ‘dientes’ de los medios de comunicación y de las llamadas redes sociales”. Lo dijo, la mañana de este 23 de febrero, el Cardenal Raniero Cantalamessa, ofmcap., en el Aula Pablo VI, durante el primer sermón de Cuaresma en preparación a la Pascua. Las predicaciones de este año girarán alrededor de cinco afirmaciones que Jesús hace sobre su persona diciendo “Yo Soy” en el Evangelio de San Juan. Reproducimos a continuación el texto de la primera predicación del Card. Cantalamessa, traducido del italiano:

YO SOY EL PAN DE VIDA
Primer Sermón de Cuaresma 2024

Al comienzo de estos sermones de Cuaresma, volvemos a partir del diálogo entre Jesús y los apóstoles en Cesarea de Filipo:

Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Él les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?». Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 13-16).

De todo el diálogo nos interesa, en este momento, única y exclusivamente la segunda pregunta de Jesús: “¿Quién dicen que soy yo?”. Sin embargo, no lo tomamos en el sentido en que habitualmente se entiende esa pregunta; es decir, si a Jesús le interesaba saber qué piensa la Iglesia de él, o qué nos dicen de él nuestros estudios teológicos. ¡No! Tomemos esa pregunta cómo debe ser tomada cada palabra que sale de la boca de Jesús, es decir, como dirigida, hic et nunc, a quien la escucha, de forma individual y personal.

Para realizar este examen pediremos ayuda al evangelista Juan. En su Evangelio encontramos toda una serie de declaraciones de Jesús, los famosos Ego eimi, “Yo Soy”, con las que revela lo que piensa Él de sí mismo, quién dice ser: “Yo soy el pan de vida”, “Yo soy la luz del mundo”, etc. Repasaremos cinco de estas autorrevelaciones y nos preguntaremos cada vez si él es realmente para nosotros lo que dice ser, y cómo hacer para que lo sea cada vez más.

Será un momento para vivir de una manera especial. Es decir, no con la mirada dirigida hacia afuera, hacia los problemas del mundo y de la Iglesia, como estamos obligados a hacerlo en otros contextos, sino con una mirada introspectiva. ¿Un momento, entonces, íntimo y desapegado y, por lo tanto, considerando todo, egoísta? ¡Lejos de ahí! Es un evangelizarnos para evangelizar, llenándonos de Jesús para después hablar de ello “por redundancia de amor”, como recomendaban a los predicadores las primitivas Constituciones de mi Orden Capuchina; es decir, por convicción íntima, no sólo para cumplir un mandato.

* * *

Empecemos por el primero de estos “Yo Soy” de Jesús que encontramos en el cuarto Evangelio, en el capítulo sexto: “Yo soy el pan de vida”. Escuchemos primero la parte del relato que más directamente nos interesa:

Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”». Jesús les replicó: «En verdad, en verdad les digo: no fue Moisés quien les dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan». Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6, 30-35).

Unas palabras sobre el contexto. Jesús previamente multiplicó cinco panes de cebada y los dos peces para alimentar a cinco mil hombres. Luego desapareció para escapar del entusiasmo del pueblo que quiere proclamarlo rey. La multitud lo busca y lo encuentra al otro lado del lago.

En este punto comienza el largo discurso con el que Jesús intenta explicar “el signo del pan”. Quiere dejar claro que hay que buscar otro pan, del cual el material es, de hecho, un “signo”. Es el mismo procedimiento utilizado con la mujer samaritana en el capítulo IV del Evangelio. Allí Jesús quiere llevar a la mujer a descubrir otra agua, más allá de la física que sólo calma la sed por poco tiempo; aquí quiere llevar a la multitud a buscar otro pan, diferente al material que sacia sólo para un día. A la mujer samaritana que pide esa agua misteriosa y espera la venida del Mesías para obtenerla, Jesús responde: «Soy yo, el que habla contigo» (Jn 4, 26). A la multitud que ahora le hace la misma pregunta sobre el pan, Él responde: “¡Yo soy el pan de vida!”.

Nos preguntamos: ¿cómo y dónde comemos este pan de vida? La respuesta de los Padres de la Iglesia fue: en dos “lugares”, o de dos maneras: en el sacramento y en la Palabra, es decir, en la Eucaristía y en la Escritura. Es cierto que hubo diferentes énfasis. Algunos, como Orígenes y entre los latinos Ambrosio, insisten más en la Palabra de Dios: «Este pan que Jesús parte –escribe San Ambrosio comentando la multiplicación de los panes – significa místicamente la Palabra de Dios que aumenta cuando se distribuye. Nos ha dado sus palabras como panes que se multiplican en nuestra boca cuando los saboreamos» [1]. Otros, como Cirilo de Alejandría, enfatizan la interpretación eucarística. Ninguno de ellos, sin embargo, tenía la intención de hablar de una forma excluyendo la otra. Se habla de la Palabra y de la Eucaristía como de las “dos mesas” dispuestas por Cristo. En La Imitación de Cristo leemos:

Pues conozco que tengo grandísima necesidad de dos cosas, sin las cuales no podría soportar esta vida miserable. Detenido en la cárcel de este cuerpo, confieso serme necesarias dos cosas que son, mantenimiento y luz. Dísteme, pues, como a enfermo tu sagrado Cuerpo para alimento del cuerpo, y además me comunicaste tu divina palabra para que sirviese de luz a mis pasos. Sin estas dos cosas yo no podría vivir bien; porque la Palabra de Dios es la luz de mi alma, y tu Sacramento el pan que le da la vida. Estas se pueden llamar dos mesas colocadas a uno y a otro lado en el tesoro de la Santa Iglesia [2].

La afirmación unilateral de una de estas dos formas de comer el pan de vida con exclusión de la otra es el resultado de la división dañina que se produjo en el cristianismo occidental. Del lado católico, la interpretación eucarística había llegado a ser tan preponderante que hizo del capítulo sexto de Juan casi el equivalente del relato de la institución de la Eucaristía. Lutero, en reacción, afirmó que el pan de vida es la Palabra de Dios que se distribuye mediante la predicación y se come mediante la fe [3].

El clima ecuménico que se ha establecido entre los creyentes en Cristo nos permite recomponer la síntesis tradicional presente en los Padres. No hay duda de que el pan de vida nos llega a través de la palabra de Dios y en particular de las palabras de Jesús en el Evangelio. Nos lo recuerda también su respuesta al tentador: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). Pero ¿cómo no ver en el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm también una referencia a la Eucaristía? Todo el contexto evoca un banquete: se habla de comida y bebida, de comer y beber, del cuerpo y de la sangre. Las palabras: “Quien no come mi carne ni bebe mi sangre…” recuerdan demasiado las palabras de la institución (“Tomad y bebed, esto es mi cuerpo” y “Tomad y bebed: esta es mi sangre”) para poder negar cualquier relación entre ellas.

Si en la exégesis y en la teología asistimos a una polarización y a veces – decía – a un contraste entre el pan de la palabra y el pan eucarístico, en la liturgia su síntesis se ha vivido siempre pacíficamente. Desde los tiempos más antiguos, por ejemplo, en San Justino Mártir, la Misa incluía dos momentos: la liturgia de la Palabra, con lecturas extraídas del Antiguo Testamento y de las “memorias de los Apóstoles”, y la liturgia eucarística con consagración y comunión.

Hoy podemos volver, decía, a la síntesis original entre Palabra y Sacramento. De hecho, debemos, incluso, dar un paso adelante en esta dirección. Este consiste en no limitar el comer la carne y beber la sangre de Cristo únicamente a la Palabra y al sacramento de la Eucaristía, sino en verlo implementado en cada momento y aspecto de nuestra vida de gracia.

Cuando San Pablo escribe: «Para mí vivir es Cristo» (Flp 1, 21), no piensa en un momento particular. Para él, Cristo es verdaderamente, en todos los modos de su presencia, el pan de vida; se “come” con la fe, la esperanza y la caridad, en la oración y en todo. El ser humano está creado para la alegría y no puede vivir sin alegría, o sin la esperanza de ella. La alegría es el pan del corazón. Y el Apóstol busca también la verdadera alegría – y exhorta a sus seguidores a buscarla – en el Señor Jesucristo: «Gaudete in Domino semper, iterum dico, gaudete – Alégrense siempre en el Señor; se los repito, alégrense» (Flp 4, 4).

Jesús es el pan de vida eterna no sólo por lo que da, sino también – y, ante todo – por lo que es. La Palabra y el Sacramento son los medios; vivir por él y en él es el fin: «Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (Jn 6, 57). En el himno Adoro te devote que ha alimentado la piedad y la adoración eucarística de los católicos durante siglos, hay un verso que es una paráfrasis de estas palabras de Jesús. En el original que muchos de nosotros seguramente recordamos, suena así:

O memoriále mortis Dómini,
Panis vivus vitam praestans hómini,
praesta meae menti de te vívere,
et te illi semper dulce sápere.

En español se puede traducir así:

Oh, recordatorio de la muerte del Señor;
pan vivo, que das vida al hombre,
da a mi alma que de ti viva
y disfrute siempre de tu dulce sabor.

* * *

Todo el discurso de Jesús tiende, por tanto, a aclarar qué vida Él da: no vida de la carne, sino vida del Espíritu, vida eterna. Sin embargo, no es en esta línea que quisiera continuar mi reflexión en los pocos minutos que me quedan. Respecto al Evangelio siempre hay dos operaciones que hacer, respetando estrictamente su orden: primero la apropiación, luego la imitación. Hasta ahora nos hemos apropiado del pan de vida por la fe, y lo hacemos cada vez que comulgamos. Ahora necesitamos ver cómo ponerlos en práctica en nuestras vidas.

A este fin, nos hacemos una pregunta sencilla: ¿Cómo llegó Él, Jesús, a ser pan de vida para nosotros? Él mismo nos dio la respuesta y precisamente en el Evangelio de Juan: «En verdad, en verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Sabemos bien a qué aluden las imágenes de caer al suelo y pudrirse. En ellas está contenida toda la historia de la Pasión. Debemos intentar ver qué significan esas imágenes para nosotros. De hecho, con la imagen del grano de trigo, Jesús no sólo indica su destino personal, sino él de cada uno de sus verdaderos discípulos.

No se puede escuchar las palabras dirigidas por el Obispo Ignacio de Antioquía a la Iglesia de Roma sin conmoverse y sin asombrarse al ver lo que la gracia de Cristo es capaz de hacer en una criatura humana:

Soy el trigo de Dios, y soy molido por las dentelladas de las fieras, para que pueda ser hallado pan puro de Cristo… Rogad al Señor por mí, para que por medio de estos instrumentos pueda ser hallado un sacrificio para Dios. No os mando nada, cosa que hicieron Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo soy un reo; ellos eran libres, pero yo soy un esclavo [4].

Ante los dientes de las fieras, el Obispo Ignacio experimentó otros dientes que le aplastaban, no dientes de las fieras, sino de los hombres: «Desde Siria hasta Roma – escribe – he venido luchando con las fieras, por tierra y por mar, de día y de noche, viniendo atado entre diez leopardos, o sea, una compañía de soldados, los cuales, cuanto más amablemente se les trata, peor se comportan» [5]. Esto tiene algo que decirnos también a nosotros. Cada uno de nosotros tiene, en su entorno, estos dientes de fieras que trituran. Agustín decía que los seres humanos somos «vasos de barro, que nos dañamos unos a otros»: lutea vasa quae faciunt invicem angustias [6]. ¡Debemos aprender a hacer de esta situación un medio de santificación y no de endurecimiento del corazón, de odio y de queja!

Una máxima frecuentemente repetida en nuestras comunidades religiosas dice Vita communis mortificatio maxima: “vivir en comunidad es la mayor de todas las mortificaciones”. No sólo la mayor, sino también más útil y meritoria que muchas otras mortificaciones auto elegidas. Esta máxima no se aplica sólo a quienes viven en comunidades religiosas, sino en toda convivencia humana. Donde se logra de manera más exigente es, en mi opinión, el matrimonio, y debemos sentirnos llenos de admiración ante un matrimonio llevado adelante fielmente hasta la muerte. Pasar toda la vida, día y noche, soportando la voluntad, el carácter, la sensibilidad y la idiosincrasia de otra persona, especialmente en una sociedad como la nuestra, es algo grandioso y, si se hace con espíritu de fe y de amor, ya debería calificarse de “virtud heroica”.

Sin embargo, nos encontramos aquí en el contexto de la Curia, que no es una comunidad religiosa o matrimonial, sino de servicio y trabajo eclesial. Hay muchas oportunidades que no debemos desperdiciar si también nosotros queremos ser molidos para convertirnos en harina de Dios, y cada uno debe identificar y santificar las ocasiones que se le ofrecen en su lugar de servicio. Mencionaré sólo una o dos de ellas que creo que son válidas para todos.

Una oportunidad es aceptar que nos contradigan, renunciar a justificarse y querer tener siempre la razón, cuando la importancia del asunto no lo exige. Otra es aguantar a alguien cuyo carácter, forma de hablar o de actuar nos pone nerviosos, y hacerlo sin irritarnos interiormente, pensando, más bien, que quizás nosotros también somos esa persona para alguien. El Apóstol exhortó a los fieles de Colosas con estas palabras: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro» (Col 3, 12-13). Lo más difícil de “desmenuzar” en nosotros no es la carne, sino el espíritu, es decir, el amor propio y el orgullo, y estos pequeños ejercicios sirven magníficamente para ese propósito.

Lamentablemente hoy existe en la sociedad una especie de dientes que rechinan sin piedad, más cruelmente que los dientes de leopardo de los que hablaba el mártir San Ignacio. Son los dientes de los medios de comunicación y de las llamadas redes sociales. No cuando señalan las distorsiones de la sociedad o de la Iglesia (¡en esto merecen todo el respeto y estima!), sino cuando atacan a alguien por parcialidad, simplemente porque no pertenece a su bando. Con malicia, con intención destructiva, no constructiva. ¡Pobre quien hoy acabe en esta picadora de carne, sea laico o clérigo!

En este caso, es legítimo y necesario hacer valer las razones en los foros apropiados. Si esto no es posible, o se ve que no sirve de nada, sólo le queda al creyente unirse a Cristo azotado, coronado de espinas y a quienes han escupido. En la Carta a los Hebreos leemos esta exhortación a los primeros cristianos que puede ayudar en ocasiones similares: «Recordad al que soportó tal oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo» (Heb 12, 3).

Es algo difícil y doloroso, especialmente si está involucrada la propia familia natural o religiosa, pero la gracia de Dios puede hacer – y muchas veces ha hecho – de todo esto una oportunidad de purificación y santificación. Se trata de tener fe en que, al final, como pasó con Jesús, la verdad triunfará sobre la mentira. Y triunfará mejor, quizás, con el silencio que con la autodefensa más agresiva.

* * *

El objetivo final de dejarse moler, sin embargo, no es de carácter ascético, sino místico; no sirve tanto para mortificarse, sino para crear comunión. Esta es una verdad que ha acompañado a la catequesis eucarística desde los primeros días de la Iglesia. Está ya presente en la Didaché (IX, 4), un escrito de la época apostólica. San Agustín desarrolla de manera maravillosa este tema en uno de sus discursos al pueblo. Él compara el proceso que conduce a la formación del pan que es el cuerpo eucarístico de Cristo, y el proceso que conduce a la formación de su cuerpo místico que es la Iglesia. Decía:

“Recuerda por un momento lo que fue esta criatura que es el trigo, cuando aún estaba en el campo: la tierra la hizo brotar, la lluvia la alimentó; luego estaba el trabajo del hombre que la llevaba a la era, la trillaba, la aventaba y la colocaba en los graneros; de aquí lo sacó para molerlo y cocerlo y así, finalmente, se convirtió en pan. Ahora pensad en vosotros: no fuisteis y fuisteis creados, fuisteis llevados a la era del Señor, fuisteis trillados… Cuando disteis vuestros nombres para el bautismo, empezasteis a ser molidos con ayunos y exorcismos; luego finalmente llegasteis al agua, fuisteis amasados y os convertisteis en uno; cuando vino el fuego del Espíritu Santo, fuisteis cocidos y os convertisteis en el pan del Señor. Esto es lo que habéis recibido. Por tanto, así como veis que el pan preparado es uno, así también vosotros sed uno, amándonos unos a otros, manteniendo la misma fe, la misma esperanza y la misma caridad”. [7]

Entre los dos cuerpos – el eucarístico y el místico de la Iglesia – no sólo hay semejanza, sino también dependencia. Es gracias al misterio pascual de Cristo operando en la Eucaristía que podemos encontrar la fuerza para dejarnos arraigar, día a día, en las pequeñas (¡y a veces grandes!) circunstancias de la vida.

* * *

Termino con un episodio que realmente sucedió, narrado en un libro titulado “El precio a pagar”, escrito en francés y traducido en muchas lenguas. Sirve, mejor que largos discursos, para darnos cuenta de la fuerza contenida en los solemnes “Yo Soy” de Jesús en el Evangelio y, en particular, de lo que he comentado en esta primera meditación.

Hace unas décadas, en una nación del Medio Oriente, dos soldados, uno cristiano y el otro no, actuaban juntos como centinelas en un depósito de armas. El cristiano sacaba a menudo, a veces incluso de noche, un librito y lo leía, atrayendo la curiosidad y la ironía de su compañero de armas. Una noche, este último tiene un sueño. Se encuentra frente a un arroyo que sin embargo no puede cruzar. Ve una figura envuelta en luz que le dice: “Para cruzarlo necesitas el pan de vida”. Fuertemente impresionado por el sueño, por la mañana, sin saber por qué, pide, o más bien obliga, a su compañero a que le entregue su misterioso libro. (Se trataba, por supuesto, de los Evangelios). Lo abre y cae sobre el evangelio de Juan. Su amigo cristiano le aconseja empezar con el de Mateo, que es más fácil de entender. Pero él, sin saber por qué, insiste. Lee todo de una vez, hasta llegar al sexto capítulo. Pero llegados a este punto es bueno escuchar su historia directamente:

Al llegar al capítulo 6 de repente dejo de leer, atónito, en mitad de una frase. Por un segundo, creo que soy víctima de una alucinación, y miro hacia atrás en este libro, en el lugar preciso donde me detuve… Acabo de leer estas palabras exactas, “el pan de vida”, las mismas que escuché hace unas horas en mi sueño… Releo lentamente este pasaje, en el que este Jesús se dirige a sus discípulos después de haber multiplicado los panes para la multitud, diciéndoles: ”Yo soy el pan de vida, quien a mí viene nunca más tendrá hambre”… Algo extraordinario sucede en seguida en mí, como una violenta explosión que arrasa con todo lo que encuentra a su paso, acompañada de una sensación de bienestar y calidez… Tengo la impresión de estar borracho, mientras surge en mi corazón un sentimiento de fuerza increíble, una pasión casi violenta y amorosa por este Jesucristo de quien hablan los Evangelios [8].

Lo que esta persona tuvo que sufrir más tarde por su fe confirma la autenticidad de su experiencia. La palabra de Dios no siempre actúa de manera tan explosiva, pero el ejemplo escuchado, repito, nos muestra qué fuerza divina está contenida en los solemnes “Yo Soy” de Cristo que con la gracia de Dios vamos a comentar en esta Cuaresma.


[1] Ambrosio de Milán, In Lucam, VI, 86.

[2] Imitación de Cristo, IV,11.

[3] Lutero, Sobre el Evangelio de Juan, 231.

[4] Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, IV,1.

[5] ibid., V,1.

[6] Agustín, Sermones, 69,1 (PL 38, 440).

[7] Agustín, Sermones, 229 (Denis 6) (PL 38, 1103).

[8] Joseph Fadelle, Le prix à payer. Les Editions de l’Oeuvre, París 2010.

Comentarios