CATEQUESIS DEL PAPA: CUIDADO CON ESA TRISTEZA QUE EROSIONA EL CORAZÓN (07/02/2024)

La tristeza entendida como “un abatimiento del alma, una aflicción constante que impide al hombre experimentar la alegría”, fue el tema al que el Papa Francisco dedicó su catequesis de este 7 de febrero, la séptima de su serie dedicada a los vicios y las virtudes que celebró en el Aula Pablo VI, ante la presencia de unas cinco mil quinientas personas entre fieles y peregrinos de los cinco continentes. De ser una emoción natural, advirtió el Papa, la tristeza se convierte entonces en algo maligno. “Es un demonio astuto, el de la tristeza”, dijo el Santo Padre, y agregó que no hay que olvidar “que la tristeza puede ser algo muy malo que nos lleva al pesimismo, nos lleva a un egoísmo difícil de curar”. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

La tristeza

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro itinerario de catequesis sobre los vicios y las virtudes, hoy nos detenemos en un vicio bastante feo, la tristeza, entendida como un abatimiento del ánimo, una aflicción constante que impide al hombre experimentar alegría por su propia existencia.

Ante todo, hay que señalar que, a propósito de la tristeza, los Padres habían elaborado una distinción importante. Hay, en efecto, una tristeza que conviene a la vida cristiana y que con la gracia de Dios se transforma en alegría: ésta, obviamente, no debe rechazarse y forma parte del camino de conversión. Pero existe también un segundo tipo de tristeza que se insinúa en el alma y la postra en un estado de abatimiento: es este segundo tipo de tristeza el que debe ser combatido resueltamente y con todas las fuerzas, porque procede del Maligno. Esta distinción la encontramos también en San Pablo, que cuando escribe a los Corintios dice lo siguiente: «La tristeza que proviene de Dios produce un arrepentimiento irrevocable que lleva a la salvación, mientras que la tristeza del mundo produce la muerte.» (2 Cor 7, 10).

Hay, entonces, una tristeza amiga, que nos lleva a la salvación. Pensemos en el hijo pródigo de la parábola: cuando toca el fondo de su degeneración, experimenta una gran amargura, y esto lo impulsa a entrar en sí mismo y a decidir volver a la casa de su padre (cf. Lc 15, 11-20). Es una gracia gemir por los propios pecados, recordar el estado de gracia del que hemos caído, llorar porque hemos perdido la pureza con la que Dios nos soñó.

Pero hay una segunda tristeza, que es, en cambio, una enfermedad del alma. Nace en el corazón humano cuando se desvanece un deseo o una esperanza. Aquí podemos referirnos al relato de los discípulos de Emaús. Aquellos dos discípulos se van de Jerusalén con el corazón desilusionado, y al desconocido que en cierto momento se pone a su lado, le confían: «Nosotros esperábamos que fuera él – o sea, Jesús – quien liberaría a Israel» (Lc 24, 21). La dinámica de la tristeza está ligada a la experiencia de la pérdida. En el corazón del hombre nacen esperanzas que a veces son defraudadas. Puede tratarse del deseo de poseer algo que en cambio no se puede obtener; pero también de algo importante, como una pérdida afectiva. Cuando esto sucede, es como si el corazón del ser humano cayera en un precipicio, y los sentimientos que experimenta son desánimo, debilidad de espíritu, depresión, angustia. Todos pasamos por pruebas que generan en nosotros tristeza, porque la vida nos hace concebir sueños que luego se hacen añicos. En esta situación, algunos, tras un tiempo de agitación, se confían a la esperanza; pero otros se regodean en la melancolía, dejando que ésta gangrene sus corazones. ¿Se siente placer en esto? Vean: la tristeza es como el placer del no-placer; es como tomar un caramelo amargo, sin azúcar, malo, y chupar ese caramelo. La tristeza es un placer del no-placer.

El monje Evagrio cuenta que todos los vicios persiguen un placer, por efímero que sea, mientras que la tristeza disfruta de lo contrario: de acunarse en un dolor sin fin. Ciertos lutos prolongados, en los que una persona sigue agrandando el vacío de quien ya no está, no son propios de la vida en el Espíritu. Ciertas amarguras rencorosas, por las que una persona tiene siempre en mente una reivindicación que le hace asumir el papel de víctima, no producen en nosotros una vida sana, y mucho menos cristiana. Hay algo en el pasado de todos que debe ser curado. La tristeza, de ser una emoción natural, puede convertirse en un estado de ánimo malvado.

Es un demonio taimado, el de la tristeza. Los padres del desierto la describían como un gusano del corazón, que erosiona y vacía a quien lo alberga. Esta imagen es hermosa, nos hace entender. Y entonces, ¿qué debo hacer cuando estoy triste? Detenerte y ver: ¿esta tristeza es buena? ¿No es una buena tristeza? Y reaccionar según la naturaleza de la tristeza. No se olviden de que la tristeza puede ser algo muy malo que nos lleva al pesimismo, nos lleva a un egoísmo que difícilmente se cura.

Hermanos y hermanas, debemos tener cuidado con esta tristeza y pensar que Jesús nos trae la alegría de la resurrección. Por muy llena que esté la vida de contradicciones, de deseos incumplidos, de sueños no realizados, de amistades perdidas, gracias a la resurrección de Jesús podemos creer que todo será salvado. Jesús no resucitó sólo para sí mismo, sino también para nosotros, para rescatar todas las felicidades que en nuestras vidas se han quedado sin realizar. La fe expulsa el miedo, y la resurrección de Cristo remueve la tristeza como la piedra del sepulcro. Cada día del cristiano es un ejercicio de resurrección. Georges Bernanos, en su famosa novela Diario de un cura rural, hace decir así al párroco de Torcy: «La Iglesia dispone de la alegría, de toda esa alegría que está reservada a este triste mundo. Lo que han hecho contra ella, lo han hecho contra la alegría». Y otro escritor francés, León Bloy, nos dejó esta estupenda frase: «No hay más que una tristeza, [...] la de no ser santos». Que el Espíritu de Jesús resucitado nos ayude a vencer la tristeza con la santidad. Gracias.

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