CATEQUESIS DEL PAPA: CUANDO TODO ES ABURRIMIENTO Y SINSENTIDO, LA “PACIENCIA DE LA FE” NOS SALVA (14/02/2024)

En su catequesis de este 14 de febrero, el Papa Francisco continuó su ciclo sobre los vicios y las virtudes y hoy se refirió a la acedia, término que a menudo se sustituye por otro: pereza. La fe, afirmó el Santo Padre, no pierde su valor, aunque sea tentada por la pereza, sino que demuestra su autenticidad resistiendo a pesar de todo. Por culpa de la acedia, muchos abandonan “la vida de bien” que habían emprendido; es una tentación grave, por tanto, que incluso los santos han experimentado y que hay que vencer. Compartimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

La acedia

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Entre todos los vicios capitales hay uno que a menudo pasa en silencio, quizás en virtud de su nombre que a muchos les resulta poco comprensible: estoy hablando de la acedia. Por eso, en el catálogo de los vicios, el término acedia es a menudo sustituido por otro de uso mucho más común: la pereza. En realidad, la pereza es más un efecto que una causa. Cuando una persona permanece inactiva, indolente, apática, nosotros decimos que es perezosa. Pero, como enseña la sabiduría de los antiguos padres del desierto, a menudo la raíz de esta pereza es la acedia, que en griego significa literalmente “falta de cuidado”.

Se trata de una tentación muy peligrosa, con la que no se debe bromear. Quien cae víctima de ella es como si estuviera aplastado por un deseo de muerte: todo le disgusta; la relación con Dios le parece aburrida; e incluso los actos más santos, los que en el pasado le habían calentado el corazón, le parecen ahora completamente inútiles. La persona empieza a lamentar el paso del tiempo y la juventud que está irremediablemente a sus espaldas.

La acedia es definida como “el demonio del mediodía”: nos atrapa a la mitad del día, cuando la fatiga está en su ápice y las horas que nos esperan nos parecen monótonas, imposibles de vivir. En una célebre descripción, el monje Evagrio representa así esta tentación: «El ojo del acidioso está continuamente fijo en las ventanas y en su mente fantasea con visitantes […] Cuando lee, el acidioso bosteza a menudo y es fácilmente vencido por el sueño, se frota los ojos, se refriega las manos y, apartando los ojos del libro, se fija en la pared; después, dirigiéndolos nuevamente al libro, lee un poco más […]; finalmente, inclinando la cabeza, coloca el libro debajo de ella, se duerme en un sueño ligero, hasta que el hambre lo despierta y le empuja a ocuparse de sus necesidades»; en conclusión, «el acidioso no realiza con solicitud la obra de Dios» [1].

Los lectores contemporáneos advierten en estas descripciones algo que recuerda mucho el mal de la depresión, tanto desde un punto de vista psicológico como filosófico. En efecto, para quienes son presa de la acedia, la vida pierde su significado, orar resulta aburrido, cada batalla parece carecer de sentido. Si en la juventud habíamos alimentado pasiones, ahora nos parecen ilógicas, sueños que no nos hicieron felices. Así nos dejamos llevar y la distracción, el no pensar, parecen ser la única salida: se quisiera estar aturdido, tener la mente completamente vacía… Es un poco como morir anticipadamente, y es terrible.

Ante este vicio, del que nos damos cuenta que es tan peligroso, los maestros de espiritualidad prevén varios remedios. Quisiera señalar el que me parece el más importante y que llamaría la paciencia de la fe. Si bien bajo el azote de la acedia el deseo del hombre es el de estar “en otra parte”, evadir la realidad, hay que tener en cambio el valor de permanecer y acoger en mi “aquí y ahora”, en mi situación tal como es, la presencia de Dios. Los monjes dicen que para ellos la celda es la mejor maestra de vida, porque es el lugar que concreta y cotidianamente te habla de tu historia de amor con el Señor. El demonio de la acedia quiere destruir precisamente esta alegría sencilla del aquí y ahora, este asombro agradecido ante la realidad; quiere hacerte creer que todo es en vano, que nada tiene sentido, que no vale la pena preocuparse por nada ni por nadie. En la vida encontramos gente “acidiosa”, gente de la que decimos: “¡Pero este es aburrido!”, y no nos gusta estar con él; gente que incluso tiene una actitud de aburrimiento que contagia. Eso es la acedia.

¡Cuánta gente, presa de la acedia, movida por una inquietud sin rostro, ha abandonado estúpidamente el camino del bien que había emprendido! La de la acedia es una batalla decisiva que hay que ganar a toda costa. Y es una batalla que no ha perdonado ni siquiera a los santos, porque en muchos de sus diarios hay algunas páginas que confían momentos tremendos, de verdaderas noches de la fe, en las que todo parecía oscuro. Estos santos y santas nos enseñan a atravesar la noche en la paciencia, aceptando la pobreza de la fe. Han recomendado, bajo la opresión de la acedia, mantener una medida de compromiso más pequeña, fijarse metas más al alcance de la mano pero, al mismo tiempo, resistir y perseverar apoyándose en Jesús, que nunca nos abandona en la tentación.

La fe, atormentada por la prueba de la acedia, no pierde su valor. Es más bien la verdadera fe, la humanísima fe que, a pesar de todo, a pesar de la oscuridad que la ciega, sigue humildemente creyendo. Es esa fe que permanece en el corazón, como permanecen las brasas bajo las cenizas. Siempre permanece. Y si alguno de nosotros cae en este vicio o en una tentación de acedia, que intente mirar en su interior y custodiar las brasas de la fe: así es como se sigue adelante.


[1] Evagrio Pontico, Los ocho espíritus de la maldad, 14.

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