SER DISCÍPULO DEL SEÑOR NO ES UN DISFRAZ RELIGIOSO SINO UN ESTILO DE VIDA: PALABRAS DEL PAPA A PARTICIPANTES EN CONGRESO SOBRE FORMACIÓN SACERDOTAL (08/02/2024)

El Papa Francisco recibió en el Aula Pablo VI, la mañana de este 8 de febrero, a los mil participantes en el Congreso Internacional sobre la formación permanente de los sacerdotes promovido por el Dicasterio para el Clero, en colaboración con los Dicasterios para la Evangelización y para las Iglesias Orientales. El Santo Padre les recordó que para ser discípulos del Señor, es necesario una formación humana integral. Ser discípulo del Señor “requiere que cuidemos nuestra humanidad. No puede haber sacerdote si antes no hay hombre”, dijo el Obispo de Roma, en el mensaje que compartimos a continuación, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas:

Les agradezco de corazón este momento que puedo pasar con ustedes. Gracias por haber venido a Roma en ocasión del Congreso internacional para la formación permanente de los sacerdotes, promovida por el Dicasterio para el Clero —sobre todo por su gran jefe coreano—y también por los Dicasterios para la Evangelización y para las Iglesias Orientales. Agradezco a los Prefectos de los Dicasterios involucrados y a todos los que han esforzado en la preparación de esta cita. Para muchos de ustedes no ha sido fácil venir a Roma; pero, sobre todo, quiero expresarles mi gratitud por todo lo que hacen en sus Diócesis y en sus países, por el servicio que llevan adelante, el cual también la encuesta realizada con vistas a este Congreso ha sido puesto en relieve.

En estos días tienen la gracia de compartir las buenas prácticas, de discutir sobre los desafíos y problemas, y de escrutar los horizontes futuros de la formación sacerdotal en este cambio de época, mirando siempre hacia adelante, siempre dispuestos a echar de nuevo las redes a partir de la Palabra del Señor (cf. Lc 5, 4-5; Jn 21, 6). Se trata de caminar en busca de instrumentos y lenguajes que ayuden a la formación sacerdotal, sin pensar que se tienen a la mano todas las respuestas – tengo miedo de quienes tienen todas las respuestas, les tengo miedo –, sino confiando en poder encontrarlas a lo largo del camino. En estos días, entonces, escúchense mutuamente, e déjense inspirar por la invitación que el apóstol Pablo dirige a Timoteo y que da título a su Congreso: «Reaviva el don de Dios que está en ti» (2 Tim 1, 6). Reavivar el don, redescubrir la unción, encender de nuevo el fuego para que no se apague el celo del ministerio apostólico.

¿Y cómo podemos reavivar el don recibido? Quisiera indicarles tres senderos para el camino que están recorriendo: la alegría del Evangelio, la pertenencia al pueblo, la generatividad del servicio.

Primero: la alegría del Evangelio. Al centro de la vida cristiana está el don de la amistad con el Señor, que nos libera de la tristeza del individualismo y del riesgo de una vida sin significado, sin amor y sin esperanza. La alegría del Evangelio, la buena noticia que nos acompaña es precisamente ésta: somos amados por Dios con ternura y misericordia. Y este anuncio gozoso estamos llamados a hacerlo resonar en el mundo, dando testimonio con la vida, para que todos puedan descubrir la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado (cf. Evangelii gaudium, 36). Recordemos lo que decía San Pablo VI: sean testigos antes que maestros (cf. Evangelii nuntiandi, 41), testigos del amor de Dios, que es lo único que cuenta. Y cuando uno no es capaz de ser testigo es triste, es muy triste.

Encontramos aquí un fundamento de la formación permanente, no sólo de los sacerdotes, sino de todo cristiano, como también lo subraya la Ratio fundamentalis: sólo si somos y permanecemos discípulos, podemos convertirnos en ministros de Dios y misioneros de su Reino. Sólo acogiendo y custodiando la alegría del Evangelio, podemos llevar este gozo a los demás. En la formación permanente, por tanto, no olvidemos que somos siempre discípulos en camino y que esto constituye, en todo momento, lo más hermoso que nos haya sucedido, por gracia. Y cuando nos encontramos con sacerdotes que no tienen esa capacidad de servicio, tal vez egoístas, sacerdotes que han tomado un poco el camino “empresarial”, entonces han perdido esta capacidad de sentirse discípulos, se creen dueños.

La gracia supone siempre la naturaleza, y por ello necesitamos una formación humana integral. De hecho, ser discípulos del Señor no es un disfraz religioso, sino que es un estilo de vida, y por tanto requiere el cuidado de nuestra humanidad. Lo contrario de esto es el sacerdote “mundano”. Cuando la mundanidad entra en el corazón del sacerdote se arruina todo. A este respecto les pido que dediquen todas sus energías y recursos: el cuidado de la formación humana. Y también el cuidado para vivir humanamente. Una vez un viejo sacerdote me dijo: “Cuando un sacerdote es incapaz de jugar con los niños, ha perdido”. Esto es interesante: es un test. Hacen falta sacerdotes plenamente humanos, que jueguen con los niños y acaricien a los viejos, capaces de buenas relaciones, maduros para afrontar los desafíos del ministerio, para que el consuelo del Evangelio llegue al pueblo de Dios a través de su humanidad transformada por el Espíritu de Jesús. No olvidemos nunca la fuerza humanizadora del Evangelio. ¡Un sacerdote amargo, un sacerdote que tiene la amargura en el corazón es un “solterón”!

Un segundo camino a recorrer: la pertenencia al pueblo de Dios. Sólo se puede ser discípulos misioneros, unidos. Sólo podemos vivir bien el ministerio sacerdotal estando inmersos en el pueblo sacerdotal, del que también nosotros procedemos. Esta pertenencia al pueblo – nunca sentirse separados del camino del santo pueblo fiel de Dios – nos custodia, nos sostiene en las fatigas, nos acompaña en las angustias pastorales y nos protege del riesgo de desconectarnos de la realidad y sentirnos omnipotentes. Tengamos cuidado, porque ésta es también la raíz de todas las formas de abuso.

Para permanecer inmersos en la historia real del pueblo, es necesario que la formación sacerdotal no sea concebida como “separada”, sino que pueda servirse de los aportes del pueblo de Dios: de los sacerdotes y fieles laicos, de hombres y mujeres, de personas célibes y matrimonios, de ancianos y jóvenes, sin olvidar a los pobres y a los que sufren, que tienen tanto que enseñar. En la Iglesia, de hecho, existe una reciprocidad y una circularidad entre los estados de vida, vocaciones, entre ministerios y carismas. Y esto nos pide la humilde sabiduría de aprender a caminar juntos, haciendo de la sinodalidad un estilo de vida cristiana y de la misma vida sacerdotal. A los sacerdotes, sobre todo hoy, se les pide el compromiso de hacer “ejercicios de sinodalidad”. Recordémoslo siempre: caminar juntos. El sacerdote siempre junto al pueblo al que pertenece, pero también junto al Obispo y al presbiterio. ¡No descuidemos nunca la fraternidad sacerdotal! Y sobre este aspecto, el de permanecer unido al pueblo de Dios, Pablo advierte a Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela”. Acuérdate de tus raíces, de tu historia, de la historia de tu familia, de la historia de tu pueblo. El sacerdote no nace por generación espontánea. O es del pueblo de Dios o es un aristócrata que acaba neurótico.

Por último, una tercera vía es la de la generatividad del servicio. Servir es el distintivo de los ministros de Cristo. Nos lo mostró el Maestro, a lo largo de toda su vida y, en particular, durante la Última Cena cuando lavó los pies a los discípulos. En la óptica del servicio, la formación no es una operación extrínseca, la transmisión de una enseñanza, sino que se convierte en el arte de poner al otro en el centro, haciendo surgir su belleza, el bien que lleva dentro, poniendo en relieve sus dones y también sus sombras, sus heridas y sus deseos. Y así, formar a los sacerdotes significa servirles, servir sus vidas, animar su recorrido, ayudarlos en el discernimiento, acompañarlos en las dificultades y apoyarlos en los desafíos pastorales.

El sacerdote que es formado así, a su vez se pone al servicio del pueblo de Dios, está cerca de la gente y, como Jesús en la cruz, se hace cargo de todos. Miremos esta cátedra, hermanos y hermanas: la Cruz. Desde allí, amándonos hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), el Señor engendró un pueblo nuevo. Y también nosotros, cuando nos ponemos al servicio de los demás, cuando nos convertimos en padres y madres para quienes nos han sido confiados, engendramos la vida de Dios. Este es el secreto de una pastoral generativa: no de una pastoral en la que nosotros estamos al centro, sino de una pastoral que engendra hijas e hijos a la vida nueva en Cristo, que lleva el agua viva del Evangelio al terreno del corazón humano y del tiempo presente.

A todos ustedes les deseo lo mejor. Ustedes – quiero agregar esto y también retomar algo que dije antes – por favor, no se cansen de ser misericordiosos. Perdonen siempre. Cuando la gente viene a confesarse, viene a pedir el perdón y no a escuchar una lección de teología o de las penitencias. Sean misericordiosos, por favor. Perdonen siempre, porque el perdón tiene esta gracia de la caricia, de la acogida. El perdón siempre es por sí mismo generativo. Esto les pido: perdonen siempre. Les deseo todo bien para su Congreso; y les dejo las tres palabras clave: la alegría del Evangelio que es la base de nuestra vida, la pertenencia a un pueblo que nos custodia y nos sostiene, al santo pueblo fiel de Dios, la generatividad del servicio que nos hace padres y pastores. Que la Virgen los acompañe siempre. La Virgen nos da algo a los sacerdotes: la gracia de la ternura. Esa ternura que se ve también con las personas en dificultad, los viejos, los enfermos, los niños que son pequeñísimos… Pidan esta gracia, y no tengan miedo de ser tiernos. La ternura es fuerte. ¡Gracias!

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