JESÚS MUERE, PERO SU RESURRECCIÓN NOS DICE QUE NO VAMOS HACIA LA DERROTA: HOMILÍA DEL CARD. CANTALAMESSA EN LA CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR (07/04/2023)

La tarde de este 7 de abril, Viernes Santo, el Cardenal Raniero Cantalamessa, ofmcap., Predicador de la Casa Pontificia, advirtió en la celebración de la Pasión del Señor que, hay que evitar que los creyentes, sean arrastrados a este vórtice del nihilismo que es el verdadero “agujero negro” del universo espiritual. Mientras la Iglesia desde hace dos mil años anuncia la muerte del Señor y proclama su resurrección, dijo el Card. Cantalamessa, durante más de un siglo en nuestro Occidente secularizado se habla de la muerte de Dios, una muerte ideológica y no histórica. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Venerables Padres, hermanos y hermanas:

Desde hace dos mil años la Iglesia anuncia y celebra, en este día, la muerte del Hijo de Dios en la cruz. En cada Misa, después de la consagración, la Iglesia proclama: “Anunciamos tu muerte, Señor, proclamamos tu resurrección, a la espera de tu venida”. Otra muerte de Dios, sin embargo, es proclamada desde hace un siglo y medio hasta hoy en nuestro mundo occidental secularizado. Cuando, en el ámbito de la cultura, se habla de la “muerte de Dios”, es esta otra muerte de Dios – ideológica, no histórica – la que se entiende. Algunos teólogos, para no quedarse atrás con respecto a los tiempos, se apresuraron a construir sobre ella una teología: “La teología de la muerte de Dios”.

No podemos fingir que ignoramos la existencia de esta narrativa diferente, sin dejar presa de la sospecha a muchos creyentes. Esta muerte diferente de Dios ha encontrado su perfecta expresión en la conocida proclamación que Nietzsche, el filósofo, pone en boca del “hombre loco” que llega sin aliento a la plaza de la ciudad: “¿A dónde se ha ido Dios? – gritó – ¡Te lo diré yo! Fuimos nosotros quienes lo matamos: ¡tú y yo! Nunca hubo una acción más grande. Todos los que vengan después de nosotros pertenecerán, en virtud de esta acción, a una historia más alta que cualquier historia que haya existido hasta ahora”. En la lógica de estas palabras – y, creo, en las expectativas de su autor – estaba que, después de él, la historia no se dividiera más en Antes de Cristo y Después de Cristo, sino en Antes de Nietzsche y Después de Nietzsche.

Aparentemente, no es la Nada lo que se pone en el lugar de Dios, sino el hombre. Más precisamente el “superhombre”, o “el más-allá-del-hombre”. De este hombre nuevo hay que exclamar ahora – con un sentimiento de satisfacción y de orgullo, no ya de compasión: “¡Ecce homo!”: ¡Aquí está el verdadero hombre! No tardaremos mucho en darnos cuenta de que, abandonado a sí mismo, el hombre no es nada. “¿Qué hicimos desatando esta tierra de la cadena de su sol? – continúa el “hombre loco”¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde caminamos? ¿Lejos de todo sol? ¿No es la nuestra una caída eterna? ¿Hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, de todos lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No estamos quizá vagando como por una nada infinita?”. La respuesta tácita y consoladora del “hombre loco” a estas preguntas suyas es: “¡No, no vagaremos en una nada infinita, porque el hombre cumplirá la tarea encomendada hasta ahora a Dios!”. Nuestra respuesta como creyentes es, en cambio: ¡Sí, y eso es exactamente lo que sucedió y está sucediendo! Estamos vagando como por una nada infinita. Es significativo que, precisamente en la estela del autor de esa proclamación, se haya llegado a definir la existencia humana como un “ser-para-la-muerte” y a considerar todas las supuestas posibilidades del hombre como “nulidades desde el principio”. “Más allá del bien y del mal”, fue otro grito de batalla de este filósofo; pero más allá del bien y del mal, sólo existe la “voluntad de poder”, y nosotros sabemos bien adónde ella conduce. A dónde nos está conduciendo.

No es lícito juzgar el corazón de un hombre que sólo Dios conoce. Incluso el autor de esa proclama ha tenido su parte de sufrimiento en la vida. Y el sufrimiento une a Cristo, quizás, más de lo que las invectivas separan de Él. La oración de Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34), ¡no fue pronunciada sólo para los que estaban presentes ese día en el Calvario! Me viene a la mente una imagen que a veces he observado en vivo y que espero se haya hecho realidad, mientras tanto, para el autor de aquella proclamación: un niño enfadado intenta golpear con sus manos y arañar la cara de su padre hasta que, agotadas las fuerzas, cae llorando en sus brazos, quien lo calma y lo estrecha contra su pecho. No juzgamos, repito, a la persona que sólo Dios conoce. Los frutos, sin embargo, que su proclamación produjo, los podemos y los debemos juzgar. Éstos han declinado de las más diversas maneras y con los más diversos nombres, hasta convertirse en una moda, una atmósfera que se respira en los ambientes intelectuales del Occidente “posmoderno”. El denominador común de todas estas diferentes declinaciones es el total relativismo, en todos los campos: ética, lenguaje, filosofía, arte y, naturalmente, religión. Nada más es sólido; todo es líquido, o incluso vaporoso. En la época del romanticismo la gente se deleitaba en la melancolía, hoy en el nihilismo.

Como creyentes, es nuestro deber mostrar lo que hay detrás o debajo de esa proclamación. Es decir, el brillo de una llama antigua, la repentina erupción de un volcán nunca apagado desde el principio del mundo. El drama humano también tuvo su “prólogo en el Cielo”, en ese “espíritu de la negación” que no aceptó existir en gracia de otro. Desde entonces, no hace más que reclutar seguidores para su causa, los primeros entre ellos, los ingenuos Adán y Eva: “Seréis como Dios, conocerán el bien y el mal” (Gen 3, 5). Para el hombre moderno, todo esto no parece más que un mito etiológico para explicar el mal en el mundo. Y – en el sentido positivo que hoy se da a la palabra mito – es realmente sólo eso. Pero la historia, la literatura, nuestra propia experiencia personal nos dicen que detrás de este “mito” hay una verdad trascendente que ninguna narración histórica o razonamiento filosófico podría transmitirnos.

Dios conoce nuestro orgullo y ha venido a nuestro encuentro. “Anonadándose” Él primero delante de nuestros ojos. “Cristo Jesús, aún siendo de condición divina, no consideró un tesoro celoso su igualdad a Dios; sino que se despojó de sí mismo asumiendo la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Apareciendo en forma humana, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y la muerte de cruz” (Fil 2, 6-8). “¿Dios? ¡Fuimos nosotros quienes lo matamos: tú y yo!”: grita “el hombre loco”. Esta cosa tremenda en realidad sucedió una vez en la historia humana, pero en un sentido muy diferente de lo que él entendía. Porque es verdad, hermanos y hermanas: ¡fuimos nosotros, ustedes y yo, quienes matamos a Jesús de Nazaret! El murió por nuestros pecados y por los del mundo entero (Jn 2, 2). Pero su resurrección nos asegura que este camino no conduce a la derrota, sino que, con nuestro arrepentimiento, lleva a esa “apoteosis de la vida”, buscada en vano en otro lado.

¿Por qué hablar de esto durante la liturgia del Viernes Santo? No para convencer a los ateos de que Dios no está muerto. Los más famosos entre ellos lo descubrieron por su cuenta, en el momento en que cerraron los ojos a la luz – o mejor dicho, a la oscuridad – de este mundo. En cuanto a aquellos que entre nosotros todavía están vivos, para convencerlos se necesitan otros medios mejores que las palabras de un viejo predicador. Medios que el Señor no hará que falten a los que tienen el corazón abierto a la verdad, como le pediremos a Dios dentro de poco en la oración universal. No, el verdadero objetivo es otro: es para evitar que los creyentes, quién sabe, tal vez sólo unos pocos estudiantes universitarios, sean arrastrados a este vórtice del nihilismo que es el verdadero “agujero negro” del universo espiritual. Hacer resonar entre nosotros la exhortación siempre actual de nuestro Dante Alighieri: “Sed, cristianos, en moveros más graves. No seáis como pluma a todo viento y no creáis que cualquier agua os lava”.

Sigamos, Venerables Padres, hermanos y hermanas, repitiendo con conmovida gratitud y más convencidos que nunca, las palabras que proclamamos en cada Misa: “¡Anunciamos tu muerte, Señor, proclamamos tu resurrección, a la espera de tu venida!”.

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