CATEQUESIS DEL PAPA: NO SE MATA EN NOMBRE DE DIOS, PERO POR ÉL SE PUEDE DAR LA VIDA (19/04/2023)

Bajo el tibio sol de este 19 de abril, el Santo Padre Francisco llegó a Plaza de San Pedro en el Papamóvil para recorrer el hemiciclo de Bernini y abrazar, idealmente, a los fieles procedentes de distintas partes del mundo para escuchar su catequesis en el ámbito de la semanal Audiencia General, que dedicó, en esta ocasión, a las figuras de los mártires. Testigos del Evangelio “hasta el derramamiento de la sangre” y no héroes, aclaró el Pontífice, sino hombres y mujeres “que dieron su vida por Cristo, frutos maduros y excelentes de la viña del Señor, que es la Iglesia”. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Los testigos: los mártires

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hablando de la evangelización y hablando del celo apostólico, después de haber considerado el testimonio de san Pablo, verdadero “campeón” de celo apostólico, hoy nuestra mirada se dirige no a una figura en particular, sino a la constelación de los mártires, hombres y mujeres de todas las edades, lenguas y naciones que han dado la vida por Cristo, que han derramado la sangre por confesar a Cristo. Después de la generación de los Apóstoles, han sido ellos, por excelencia, los “testigos” del Evangelio. Los mártires: el primero fue el diácono San Esteban, lapidado fuera de las murallas de Jerusalén. La palabra “martirio” deriva del griego martyria, que significa precisamente testimonio. Un mártir es un testigo, uno que da testimonio hasta derramar la sangre. Sin embargo, muy pronto en la Iglesia se usó la palabra mártir para indicar a quien daba testimonio hasta el derramamiento de la sangre [1]. Es decir, en un principio la palabra mártir indicaba el testimonio dado todos los días, luego se utilizó para indicar al que da vida con el derramamiento.

Los mártires, sin embargo, no deben ser vistos como “héroes” que han actuado individualmente, como flores que han brotado en un desierto, sino como frutos maduros y excelentes de la viña del Señor, que es la Iglesia. En particular, los cristianos, participando asiduamente en la celebración de la Eucaristía, eran conducidos por el Espíritu a configurar su vida sobre la base de ese misterio de amor: es decir, sobre el hecho que el Señor Jesús había dado su vida por ellos y, por tanto, también ellos podían y debían dar la vida por Él y por los hermanos. Una gran generosidad, el camino de testimonio cristiano. San Agustín subraya a menudo esta dinámica de gratitud y de gratuito intercambio del don. Esto, por ejemplo, es lo que él predicaba en ocasión de la fiesta de San Lorenzo: «San Lorenzo era diácono de la Iglesia de Roma. Allí era ministro de la sangre de Cristo y allí, por el nombre de Cristo, derramó su sangre. El bienaventurado apóstol Juan expuso claramente el misterio de la cena del Señor, al decir: “Como Cristo entregó su vida por nosotros, así también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16). Lorenzo, hermanos, entendió todo esto. Lo comprendió y lo puso en práctica. Y realmente intercambió cuanto había recibido en esa mesa. Amó a Cristo en su vida, le imitó en su muerte» (Disc. 304, 14; PL 38, 1395-1397). Así San Agustín explicaba el dinamismo espiritual que animaba a los mártires. Con estas palabras: los mártires aman a Cristo en su vida y lo imitan en su muerte.

Hoy, queridos hermanos y hermanas, recordamos a todos los mártires que han acompañado la vida de la Iglesia. Ellos, como ya he dicho tantas veces, son más numerosos en nuestro tiempo que en los primeros siglos. Hoy hay muchos mártires en la Iglesia, muchos, porque por confesar la fe cristiana son expulsados de la sociedad o van a la cárcel… Son muchos. El Concilio Vaticano II nos recuerda que «el martirio, con el cual el discípulo se hace semejante a su Maestro, que libremente acepta la muerte por la salvación del mundo, y con el cual se hace semejante a Él en la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como don insigne y suprema prueba de caridad» (Const. Lumen gentium, 42). Los mártires, a imitación de Jesús y con su gracia, hacen que se convierta la violencia de quien rechaza el anuncio en una ocasión suprema de amor, que llega hasta el perdón de los propios verdugos. Interesante, esto: los mártires perdonan siempre a los verdugos. Esteban, el primer mártir, murió orando: “Señor, perdónalos, no saben lo que hacen”. Los mártires piden por los verdugos.

Si bien son sólo algunos a los que se les pide el martirio, «todos deben estar listos para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirlo por el camino de la cruz en medio de las persecuciones, que nunca faltan a la Iglesia» (ibid., 42). Pero ¿esto de las persecuciones es cosa de entonces? No, no: hoy. Hoy hay persecuciones contra los cristianos en el mundo, muchos, muchos. Son más los mártires de hoy que los de los primeros tiempos. Los mártires nos muestran que todo cristiano está llamado al testimonio de la vida, también cuando no llega al derramamiento de la sangre, haciendo de sí mismo un don a Dios y a los hermanos, a imitación a Jesús.

Y quisiera concluir recordando el testimonio cristiano presente en cada rincón del mundo. Pienso, por ejemplo, en Yemen, una tierra desde hace muchos años herida por una guerra terrible, olvidada, que ha dejado tantos muertos y que todavía hoy hace sufrir a tanta gente, especialmente a los niños. Precisamente en esta tierra ha habido luminosos testimonios de fe, como el de las hermanas Misioneras de la Caridad, que dieron la vida allí. Todavía hoy están presentes en Yemen, donde ofrecen asistencia a ancianos enfermos y a personas con discapacidad. Algunas de ellas han sufrido el martirio, pero las otras siguen, arriesgan la vida y siguen adelante. Acogen a todos, de cualquier religión, porque la caridad y la fraternidad no tiene fronteras. En julio de 1998 Sor Aletta, Sor Zelia y Sor Michael, mientras volvían a casa después de la Misa fueron asesinadas por un fanático, porque eran cristianas. Más recientemente, poco después del inicio del conflicto todavía en curso, en marzo de 2016, Sor Anselm, Sor Marguerite, Sor Reginette y Sor Judith fueron asesinadas junto a algunos laicos que las ayudaban en la obra de la caridad entre los últimos. Son los mártires de nuestro tiempo. Entre estos laicos asesinados, además de los cristianos había fieles musulmanes que trabajaban con las hermanas. Nos conmueve ver cómo el testimonio de sangre puede unir a personas de religiones diferentes. Nunca se debe asesinar en nombre de Dios, porque para Él somos todos hermanos y hermanas. Pero juntos se puede dar la vida por los otros.

Pidamos entonces, para que no nos cansemos de dar testimonio del Evangelio también en tiempo de tribulación. Que todos los santos y las santas mártires sean semillas de paz y de reconciliación entre los pueblos por un mundo más humano y fraterno, a la espera de que se manifieste en plenitud el Reino de los cielos, cuando Dios será todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28).


[1] Orígenes, In Johannem, II, 210: «Cualquiera que dé testimonio de la verdad, sea de palabra, sea con los hechos, u ocupándose de cualquier modo en su favor, se puede llamar legítimamente testigo. Pero el nombre de testigo (martyres) en sentido propio, la comunidad de hermanos, impactada por la fuerza de los que lucharon por la verdad o la virtud hasta la muerte, ha tomado la costumbre de reservarlo a aquellos que han dado testimonio del misterio de la verdadera religión con el derramamiento de sangre».

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