SIN JESÚS NO PODEMOS HACER NADA: HOMILÍA DEL PAPA EN LAS VÍSPERAS DE CLAUSURA DE LA SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS (25/01/2021)

En la tarde de este 25 de enero, se celebraron las Vísperas de la Conversión de San Pablo y la conclusión de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos en la Basílica papal de San Pablo Extramuros. «Si nuestra adoración es auténtica, creceremos en el amor por todos los que siguen a Jesús, independientemente de la comunión cristiana a la que pertenezcan, porque, aunque no sean “de los nuestros”, son suyos». Son las palabras del Papa Francisco en la homilía que fue leída por el Card. Kurt Koch, quien presidió la celebración, sustituyendo al Santo Padre, ausente por problemas de ciática. Compartimos a continuación el texto completo de la homilía, traducido del italiano:

«Permanezcan en mi amor» (Jn 15, 9). Jesús relaciona esta petición con la imagen de la vid y los sarmientos, la última que nos ofrece en los Evangelios. El Señor mismo es la vid, la vid «verdadera» (v. 1), que no traiciona las expectativas, sino que permanece fiel en el amor y nunca falla, no obstante nuestros pecados y nuestras divisiones. En esta vid que es Él, todos nosotros, bautizados estamos injertados como sarmientos: significa que podemos crecer y dar fruto sólo cuando estamos unidos a Jesús. Esta tarde miramos esta indispensable unidad, que tiene múltiples niveles. Pensando en el árbol de la vid, podemos imaginar la unidad constituida por tres círculos concéntricos, como los de un tronco.

El primer círculo, el más interno, es permanecer en Jesús. De aquí parte el camino de cada uno hacia la unidad. En la realidad actual, acelerada y compleja, es fácil perder el hilo, atraídos por mil cosas. Muchos se sienten fragmentados por dentro, incapaces de encontrar un punto fijo, un orden estable en las circunstancias variables de la vida. Jesús nos indica el secreto de la estabilidad al permanecer en Él. En el texto que hemos escuchado repite siete veces este concepto (cf. vv. 4-7.9-10). Él, de hecho, sabe que “sin Él no podemos hacer nada” (cf. v. 5). Nos mostró también cómo hacerlo, dándonos el ejemplo: cada día se retiraba a lugares desiertos para orar. Necesitamos la oración como el agua para vivir. La oración personal, estar con Jesús, la adoración, es lo esencial para permanecer en Él. Es el camino para poner en el corazón del Señor todo lo que habita en nuestro corazón, esperanzas y miedos, alegrías y dolores. Pero, sobre todo, centrados en Jesús en la oración, experimentamos su amor. Y nuestra existencia toma vida, como el sarmiento toma la savia del tronco. Esta es la primera unidad, nuestra integridad personal, obra de la gracia que recibimos al permanecer en Jesús.

El segundo círculo es el de la unidad con los cristianos. Somos sarmientos de la misma vid, somos vasos comunicantes: el bien y el mal que cada uno hace se derrama sobre los demás. En la vida espiritual existe una especie de “ley de la dinámica”: en la medida en que permanecemos en Dios nos acercamos a los demás, y en la medida en que nos acercamos a los demás permanecemos en Dios. Significa que si oramos a Dios en espíritu y en verdad surge la exigencia de amar a los demás y, por otra parte, que «si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros» (1 Jn 4, 12). La oración sólo puede conducir al amor, de lo contrario es fatuo ritualismo. De hecho, no es posible encontrar a Jesús sin su Cuerpo, formado por muchos miembros, tantos como son los bautizados. Si nuestra adoración es genuina, creceremos en el amor por todos los que siguen a Jesús, independientemente de la comunión cristiana a la que pertenezcan, porque, aunque no sean “de los nuestros”, son suyos.

Constatamos sin embargo que amar a los hermanos no es fácil, porque aparecen enseguida sus defectos y faltas, y vuelven a la mente las heridas del pasado. Aquí viene en nuestra ayuda la acción del Padre que, como experto agricultor (cf. Jn 15, 1), sabe bien qué hacer: «Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo sarmiento que da fruto lo poda para que dé más fruto» (Jn 15, 2). El Padre corta y poda. ¿Por qué? Porque para amar hay que despojarse de todo lo que nos saca del camino y nos encorva sobre nosotros mismos, impidiéndonos dar fruto. Pidamos, pues, al Padre que nos quite los prejuicios sobre los demás y los apegos mundanos que dificultan la unidad plena con todos sus hijos. Así, purificados en el amor, sabremos poner en segundo lugar las trabas terrenales y los obstáculos de un tiempo, que hoy nos distraen del Evangelio.

El tercer círculo de la unidad, el más amplio, es toda la humanidad. Podemos reflexionar, en este ámbito, sobre la acción del Espíritu Santo. En la vid que es Cristo, Él es la savia que llega a todas las partes. Pero el Espíritu sopla donde quiere y por todos los lugares quiere conducirnos de nuevo a la unidad. Nos lleva a amar no sólo a quien nos quiere y piensa como nosotros, sino a todos, como Jesús nos enseñó. Nos hace capaces de perdonar a los enemigos y los males sufridos. Nos impulsa a ser activos y creativos en el amor. Nos recuerda que el prójimo no es sólo quien comparte nuestros valores e ideas, sino que estamos llamados a hacernos prójimos de todos, buenos Samaritanos de la humanidad vulnerable, pobre y sufriente — tan sufriente hoy en día —, que yace en las calles del mundo y que Dios desea levantar con compasión. Que el Espíritu Santo, autor de la gracia, nos ayude a vivir en la gratuidad, a amar incluso a quien no nos corresponde, porque es en el amor puro y desinteresado donde el Evangelio da fruto. Por los frutos se reconoce al árbol: por el amor gratuito se reconoce si pertenecemos a la vid de Jesús.

El Espíritu Santo nos enseña así la concreción del amor hacia todos los hermanos y las hermanas con quienes compartimos la misma humanidad, esa humanidad que Cristo unió a sí de manera inseparable, diciéndonos que lo encontraremos siempre en los más pobres y necesitados (cf. Mt 25, 31-45). Al servirles juntos, nos redescubriremos como hermanos y creceremos en la unidad. El Espíritu, que renueva la faz de la tierra, nos exhorta también a cuidar la casa común, a tomar decisiones audaces sobre la forma en que vivimos y consumimos, porque lo contrario de dar fruto es la explotación y es indigno desperdiciar los preciosos recursos de los que tantos son privados.

El mismo Espíritu, autor del camino ecuménico, nos ha llevado esta tarde a orar juntos. Y mientras experimentamos la unidad que nace de dirigirse a Dios con una sola voz, deseo agradecer a todos los que durante esta Semana han orado y seguirán orando por la unidad de los cristianos. Dirijo mis fraternales saludos a los representantes de las Iglesias y Comunidades eclesiales aquí reunidas: a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian en Roma con el apoyo del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos; a los profesores y a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey, que deberían haber venido a Roma, como en años anteriores, pero no han podido a causa de la pandemia y nos siguen a través de los medios de comunicación. Queridos hermanos y hermanas, permanezcamos unidos en Cristo: que el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones, nos haga sentir hijos del Padre, hermanos y hermanas entre nosotros, hermanos y hermanas en la única familia humana. Que la Santísima Trinidad, comunión de amor, nos haga crecer en la unidad.

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