CERRAR EL CELULAR Y ABRIR EL EVANGELIO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL DOMINGO DE LA PALABRA DE DIOS (24/01/2021)

Este 24 de enero, la Iglesia celebra por segundo año el Domingo de la Palabra de Dios, instituido por el Papa Francisco en 2019. Debido a la reaparición de la ciática, la celebración no ha sido presidida por el Papa, sino por Mons. Rino Fisichella quien, leyendo la homilía preparada por el Santo Padre, expresó su invitación para “llevar siempre con nosotros la Palabra de Dios” y “pedir al Señor la fuerza de apagar la televisión y abrir la Biblia; de cerrar el celular y abrir el Evangelio”. Compartimos a continuación, el texto completo escrito por el Papa y leído por Mons. Fisichella, traducido del italiano:

En este Domingo de la Palabra escuchamos a Jesús que anuncia el Reino de Dios. Vemos qué dice y a quién lo dice.

Qué dice. Jesús comienza a predicar así: «El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca» (Mc 1, 15). Dios está cerca, este es el primer mensaje. Su Reino ha bajado a la tierra. Dios no está, como muchas veces estamos tentados a pensar, allá arriba en los cielos, lejos, separado de la condición humana, sino que está con nosotros. El tiempo de la distancia terminó cuando en Jesús, se hizo hombre. Desde entonces Dios está muy cerca; de nuestra humanidad nunca se separará ni se cansará jamás de ella. Esta cercanía es el inicio del Evangelio, es lo que – resalta el texto – Jesús «decía» (v. 15): no lo dijo una vez y basta, lo decía, es decir lo repetía continuamente. “Dios está cerca” era el hilo conductor de su anuncio, el corazón de su mensaje. Si este es el inicio y el estribillo de la predicación de Jesús, debe ser también la constante de la vida y del anuncio cristiano. Antes que nada, se cree y anuncia que Dios se ha acercado a nosotros, que hemos sido agraciados, “misericordiados”. Antes de cualquier palabra nuestra sobre Dios está su Palabra para nosotros, que continúa diciéndonos: “No temas, estoy contigo. Estoy cerca y estaré cerca de ti”.

La Palabra de Dios nos permite tocar esta cercanía, porque – dice el Deuteronomio – no está lejos de nosotros, sino que está cerca de nuestro corazón (cf. 30, 14). Es el antídoto contra el miedo de quedarnos solos ante la vida. De hecho, el Señor a través de su Palabra con-suela, es decir está con quien está solo. Hablándonos, nos recuerda que estamos en su corazón, preciosos a sus ojos, custodiados en las palmas de sus manos. La Palabra de Dios infunde esta paz, pero no deja en paz. Es Palabra de consolación, pero también de conversión. «Conviértanse», dijo de hecho Jesús justo después de haber proclamado la cercanía de Dios. Porque con su cercanía terminó el tiempo en el que se toman distancias con Dios y con los demás, terminó el tiempo en el que cada uno piensa en sí mismo y sigue adelante por su cuenta. Esto no es cristiano, porque quien experimenta la cercanía de Dios no puede distanciarse del prójimo, no puede alejarlo en la indiferencia. En este sentido, quien frecuenta la Palabra de Dios recibe saludables cambios existenciales: descubre que la vida no es el tiempo para cuidarse de los demás y protegerse a sí mismo, sino la ocasión para ir al encuentro de los demás en el nombre del Dios cercano. Así la Palabra, sembrada en el terreno de nuestro corazón, nos lleva a sembrar esperanza a través de la cercanía. Precisamente como hace Dios con nosotros.

Veamos ahora a quién habla Jesús. Se dirige antes que nada a los pescadores de Galilea. Eran personas sencillas, que vivían del fruto de sus manos trabajando duramente noche y día. No eran expertos en las Escrituras y no sobresalían seguramente por la ciencia y la cultura. Habitaban una región diversa, con diferentes pueblos, etnias y cultos: era el lugar más lejano de la pureza religiosa de Jerusalén, el más distante del corazón del país. Pero Jesús comienza desde allí, no desde el centro sino desde la periferia, y lo hace para decirnos también a nosotros que nadie está en los márgenes del corazón de Dios. Todos pueden recibir su Palabra y encontrarlo en persona. Hay un hermoso detalle en el Evangelio a este respecto, cuando se hace notar que el anuncio de Jesús llegó «después» del de Juan (Mc 1, 14). Es un después decisivo, que marca una diferencia: Juan acogía a la gente en el desierto, donde iban sólo aquellos que podían dejar los lugares donde vivían. Jesús, en cambio, habla de Dios en el corazón de la sociedad, a todos, allí donde estuvieran. Y no habla en horarios y tiempos establecidos: habla «caminando por la orilla del mar» a los pescadores «mientras echaban las redes» (v. 16). Se dirige a las personas en los lugares y tiempos más ordinarios. Esta es la fuerza universal de la Palabra de Dios, que alcanza a todos y a cada ámbito de vida.

Pero la Palabra tiene también una fuerza particular, es decir, incide en cada uno de modo directo, personal. Los discípulos no olvidarán jamás las palabras que escucharon aquel día en la orilla del lago, cerca de la barca, de los familiares y de los compañeros, palabras que marcaron para siempre su vida. Jesús les dice: «Vengan detrás de mí, los haré pescadores de hombres» (v. 17). No los atrae con discursos elevados e inaccesibles, sino que habla a sus vidas: a unos pescadores de peces les dice que serán pescadores de hombres. Si les hubiera dicho: “Vengan detrás de mí, los haré Apóstoles: serán enviados en el mundo y anunciarán el Evangelio con la fuerza del Espíritu, los matarán pero serán santos”, podemos imaginar que Pedro y Andrés le habrían respondido: “Gracias, pero preferimos nuestras redes y nuestras barcas”. Jesús, en cambio, los llama a partir de su vida: “Son pescadores, se convertirán en pescadores de hombres”. Tocados por esta frase, descubrirán paso a paso que vivir pescando peces era poca cosa, pero que tomar la barca desde la Palabra de Jesús es el secreto de la alegría. Así hace el Señor con nosotros: nos busca donde estamos, nos ama como somos y con paciencia acompaña nuestros pasos. Como a aquellos pescadores, nos espera también a nosotros a la orilla de la vida. Con su Palabra quiere hacernos cambiar de rumbo, para que dejemos de hacer como que vivimos y tomemos la barca detrás de Él.

Por esto, queridos hermanos y hermanas, no renunciemos a la Palabra de Dios. Es la carta de amor escrita para nosotros por Aquel que nos conoce como nadie más: leyéndola, sentimos nuevamente su voz, vislumbramos su rostro, recibimos su Espíritu. La Palabra nos acerca a Dios: no la tengamos lejos. Llevémosla siempre con nosotros, en el bolsillo, en el teléfono; démosle un sitio digno en nuestras casas. Pongamos el Evangelio en un lugar donde nos recordemos de abrirlo cada día, quizá al inicio y al final de la jornada, de modo que entre tantas palabras que llegan a nuestros oídos llegue al corazón algún versículo de la Palabra de Dios. Para hacer esto, pidamos al Señor la fuerza de apagar la televisión y abrir la Biblia; de cerrar el celular y abrir el Evangelio. En este Año litúrgico leemos el Evangelio de Marcos, el más sencillo y breve. ¿Por qué no leerlo incluso a solas, un pequeño pasaje cada día? Nos hará sentir al Señor cerca y nos infundirá valor en el camino de la vida.

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