CATEQUESIS DEL PAPA: LA ALABANZA PURIFICA SIEMPRE (13/01/2021)

La oración de alabanza fue el tema de la catequesis del Papa Francisco este 13 de enero. El Santo Padre hizo referencia a un pasaje crítico de la vida de Jesús, después de los primeros milagros y de la implicación de los discípulos en el anuncio del Reino de Dios. Juan el Bautista, que estaba en la cárcel atravesando un momento de oscuridad, duda si se equivocó en el anuncio. Y le hace llegar este mensaje: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?». Precisamente entonces, el evangelista Mateo relata un hecho “sorprendente”, dijo el Papa: Jesús no eleva al Padre un lamento, sino eleva un himno de júbilo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños». Es decir, – puntualizó el Papa – en plena crisis, en plena oscuridad en el alma de tanta gente, como Juan el Bautista, Jesús bendice al Padre, alaba al Padre. Compartimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Proseguimos la catequesis sobre la oración, y hoy damos espacio a la dimensión de la alabanza.

Nos inspira un pasaje crítico de la vida de Jesús. Después de los primeros milagros y la implicación de los discípulos en el anuncio del Reino de Dios, la misión del Mesías atraviesa una crisis. Juan Bautista duda y le hace llegar este mensaje — Juan está en la cárcel: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11, 3). Él siente esta angustia de no saber si se ha equivocado en el anuncio. Siempre hay en la vida momentos oscuros, momentos de noche espiritual, y Juan está pasando este momento. Hay hostilidad en los pueblos del lago, donde Jesús había realizado tantos signos prodigiosos (cf. Mt 11, 20-24). Ahora, precisamente en este momento de decepción, Mateo refiere un hecho en verdad sorprendente: Jesús no eleva al Padre un lamento, sino un himno de júbilo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra porque has ocultado estas cosas a sabios y doctos y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). Es decir, en plena crisis, en plena oscuridad en el alma de tanta gente, como Juan el Bautista, Jesús bendice al Padre, Jesús alaba al Padre. ¿Pero por qué?

Ante todo, lo alaba por lo que es: «Padre, Señor del cielo y de la tierra». Jesús se regocija en su espíritu porque sabe y siente que su Padre es el Dios del universo, y viceversa, el Señor de todo lo que existe es el Padre, “mi Padre”. De esta experiencia de sentirse “el hijo del Altísimo” brota la alabanza. Jesús se siente hijo del Altísimo.

Y después Jesús alaba al Padre porque prefiere a los pequeños. Es lo que Él mismo experimenta, predicando en los pueblos: los “doctos” y los “sabios” permanecen sospechosos y cerrados, hacen cálculos; mientras que los “pequeños” se abren y acogen el mensaje. Esto solo puede ser voluntad del Padre, y Jesús se alegra. También nosotros debemos alegrarnos y alabar a Dios porque las personas humildes y sencillas acogen el Evangelio. Yo me alegro cuando veo esta gente sencilla, esta gente humilde que va en peregrinación, que va a orar, que canta, que alaba, gente a la cual quizá le faltan muchas cosas pero la humildad les lleva a alabar a Dios. En el futuro del mundo y en las esperanzas de la Iglesia están siempre los “pequeños”: aquellos que no se consideran mejores que los otros, que son conscientes de los propios límites y de los propios pecados, que no quieren dominar sobre los demás, que, en Dios Padre, se reconocen todos hermanos.

Por tanto, en ese momento de aparente fracaso, donde todo está oscuro, Jesús ora alabando al Padre. Y su oración nos conduce también a nosotros, lectores del Evangelio, a juzgar de forma diferente nuestras derrotas personales, las situaciones en las que no vemos clara la presencia y la acción de Dios, cuando parece que el mal prevalece y no hay forma de detenerlo. Jesús, que también recomendó mucho la oración de petición, precisamente en el momento en el que habría tenido motivo de pedir explicaciones al Padre, sin embargo, se pone a alabarlo. Parece una contradicción, pero está ahí, la verdad.

¿A quién le sirve la alabanza? ¿A nosotros o a Dios? Un texto de la liturgia eucarística nos invita a orar a Dios de esta manera, dice así. «Tú no necesitas nuestra alabanza, pero por un don de tu amor nos llamas a darte gracias; nuestros himnos de bendición no acrecientan tu grandeza, sino que nos obtienen la gracia que nos salva». (Misal Romano, Prefacio común IV). Alabando somos salvados.

La oración de alabanza nos sirve a nosotros. El Catecismo la define así: «una participación en la bienaventuranza de los corazones puros, que aman a Dios en la fe antes de verle en la gloria» (n. 2639). Paradójicamente debe ser practicada no solo cuando la vida nos colma de felicidad, sino sobre todo en los momentos difíciles, en los momentos oscuros cuando el camino sube cuesta arriba. También es ese el tiempo de la alabanza, como Jesús que en el momento oscuro alaba al Padre. Para que aprendamos que, a través de esa cuesta, de ese sendero difícil, de ese sendero fatigoso, de esos pasajes desafiantes, se llega a ver un panorama nuevo, un horizonte más abierto. Alabar es como respirar oxígeno puro: te purifica el alma, te hace mirar a lo lejos, no te deja aprisionado en el momento difícil y oscuro de las dificultades.

Hay una gran enseñanza en esa oración que desde hace ocho siglos no ha dejado nunca de palpitar, que San Francisco compuso al final de su vida: el “Cántico del hermano sol” o “de las criaturas”. El Pobrecillo no lo compuso en un momento de alegría, de bienestar, sino al contrario, en medio de las dificultades. Francisco está ya casi ciego, y advierte en su alma el peso de una soledad que nunca antes había sentido: el mundo no ha cambiado desde el inicio de su predicación, todavía hay quien se deja destrozar por las riñas, y además advierte los pasos de la muerte que se hacen más cercanos. Podría ser el momento de la decepción, de esa decepción extrema y de la percepción del propio fracaso. Pero Francisco en ese instante de tristeza, en ese instante oscuro ora, ¿Cómo ora?: “Laudato si’, mi Señor…”. Ora alabando. Francisco alaba a Dios por todo, por todos los dones de la creación, y también por la muerte, que con valentía llama “hermana”, “hermana muerte”. Estos ejemplos de los Santos, de los cristianos, también de Jesús, de alabar a Dios en los momentos difíciles, nos abren las puertas de un camino muy grande hacia el Señor y nos purifican siempre. La alabanza purifica siempre.

Los Santos y las Santas nos demuestran que se puede alabar siempre, en las buenas y en las malas, porque Dios es el Amigo fiel. Este es el fundamento de la alabanza: Dios es el Amigo fiel, y su amor nunca falla. Él siempre está junto a nosotros, Él nos espera siempre. Alguno decía: “Es el centinela que está cerca de ti y te hace avanzar con seguridad”. En los momentos difíciles y oscuros, encontremos la valentía de decir: “Bendito eres tú, oh Señor”. Alabar al Señor. Esto nos hará mucho bien.

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