LA ADORACIÓN ES UN GESTO DE AMOR QUE CAMBIA LA VIDA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA (06/01/2020)

El Papa Francisco presidió la mañana de este 6 de enero, la Misa por la Solemnidad de la Epifanía del Señor, en la Basílica de San Pedro. En su homilía, animó a adorar al Niño Jesús como lo hicieron los Reyes Magos porque “la adoración es un gesto de amor que cambia la vida. Es actuar como los Magos: es traer el oro al Señor, para decirle que nada es más precioso que Él; es ofrecerle incienso, para decirle que sólo con Él nuestra vida puede elevarse hacia lo alto; es presentarle mirra, con la que se ungían los cuerpos heridos y destrozados, para prometer a Jesús el socorro a nuestro prójimo marginado y sufriente, porque allí está Él”. Reproducimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

En el Evangelio (Mt 2, 1-12) hemos escuchado que los Magos comienzan manifestando sus intenciones: «Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (v. 2). Adorar es la finalidad de su recorrido, la meta de su camino. De hecho, cuando, llegados a Belén, «vieron al niño con María su madre, se postraron y lo adoraron» (v. 11). Si perdemos el sentido de la adoración, perdemos el sentido de marcha de la vida cristiana, que es un camino hacia el Señor, no hacia nosotros. Es el riesgo del que nos advierte el Evangelio, presentando, junto a los Magos, unos personajes que no logran adorar.

Está ante todo el rey Herodes, que usa el verbo adorar, pero de manera engañosa. Le pide de hecho a los Magos que le informen sobre el lugar donde estaba el Niño «para que — dice — yo también vaya a adorarlo» (v. 8). En realidad Herodes sólo se adoraba a sí mismo y por ello quería deshacerse del Niño con la mentira. ¿Qué nos enseña esto? Que el hombre, cuando no adora a Dios, es llevado a adorar su yo. E incluso la vida cristiana, sin adorar al Señor, puede convertirse en una forma educada de alabarse a uno mismo y el propio talento: cristianos que no saben adorar, que no saben orar adorando. Es un riesgo serio: servirnos de Dios en lugar de servir a Dios. Cuántas veces hemos cambiado los intereses del Evangelio por los nuestros, cuántas veces hemos cubierto de religiosidad lo que era cómodo para nosotros, cuántas veces hemos confundido el poder según Dios, que es servir a los demás, con el poder según el mundo, que es ¡servirse a sí mismo!

Además de Herodes, hay otras personas en el Evangelio que no logran adorar: son los jefes de los sacerdotes y los escribas del pueblo. Ellos indican a Herodes con extrema precisión dónde nacería el Mesías: en Belén de Judea (cf. v. 5). Conocen las profecías, las citan exactamente. Saben a dónde ir — grandes teólogos, ¡grandes! —, pero no van. También de esto podemos sacar una enseñanza. En la vida cristiana no basta saber: sin salir de uno mismo, sin encontrar, sin adorar, no se conoce a Dios. La teología y la eficiencia pastoral sirven de poco o nada si no se doblan las rodillas; si no se hace como los Magos, que no fueron solamente sabios organizadores de un viaje, sino que caminaron y adoraron. Cuando uno adora, se da uno cuenta de que la fe no se reduce a un conjunto de hermosas doctrinas, sino que es la relación con una Persona viva a quien amar. Es estando cara a cara con Jesús que conocemos su rostro. Adorando, descubrimos que la vida cristiana es una historia de amor con Dios, donde no bastan las buenas ideas, sino que se necesita ponerlo a Él en primer lugar, como hace un enamorado con la persona que ama. Así debe ser la Iglesia, una adoradora enamorada de Jesús, su esposo.

Al inicio del año redescubrimos la adoración como exigencia de la fe. Si sabemos arrodillarnos ante Jesús, venceremos la tentación de ir cada uno por su camino. Adorar, de hecho, es hacer un éxodo de la esclavitud más grande, la de uno mismo. Adorar es poner al Señor en el centro para no estar más centrados en nosotros mismos. Es poner cada cosa en su lugar, dejando a Dios el primer puesto. Adorar es poner los planes de Dios antes que mi tiempo, que mis derechos, que mis espacios. Es acoger la enseñanza de la Escritura: «Al Señor, tu Dios, adorarás» (Mt 4, 10). Tu Dios: adorar es sentir que nos pertenecemos mutuamente con Dios. Es hablarle de “tú” en la intimidad, es llevarle la vida permitiéndole entrar en nuestras vidas. Es hacer descender su consuelo al mundo. Adorar es descubrir que para orar basta decir: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28), y dejarnos impregnar de su ternura.

Adorar es encontrar a Jesús sin la lista de peticiones, pero con la única solicitud de estar con Él. Es descubrir que la alegría y la paz crecen con la alabanza y la acción de gracias. Cuando adoramos permitimos que Jesús nos sane y nos cambie. Adorando damos al Señor la oportunidad de transformarnos con su amor, de iluminar nuestra oscuridad, de darnos fuerza en la debilidad y valentía en las pruebas. Adorar es ir a lo esencial: es el camino para desintoxicarse de muchas cosas inútiles, de dependencias que anestesian el corazón y aturden la mente. Adorando, de hecho, se aprende a rechazar lo que no debe ser adorado: el dios dinero, el dios consumo, el dios placer, el dios éxito, nuestro yo erigido en dios. Adorar es hacerse pequeño en presencia del Altísimo, para descubrir ante Él que la grandeza de la vida no consiste en tener, sino en amar. Adorar es redescubrirnos hermanos y hermanas frente al misterio del amor que supera toda distancia: es obtener el bien de la fuente, es encontrar en el Dios cercano la valentía para aproximarnos a los demás. Adorar es saber guardar silencio ante el Verbo divina, para aprender a decir palabras que no hieren, sino que consuelan.

Adorar es un gesto de amor que cambia la vida. Es actuar como los Magos: es traer al Señor el oro, para decirle que nada es más precioso que Él; es ofrecerle incienso, para decirle que sólo con Él nuestra vida se eleva hacia lo alto; es presentarle la mirra, con la que se ungían los cuerpos heridos y destrozados, para prometer a Jesús el socorro a nuestro prójimo marginado y sufriente, porque allí está Él. Usualmente sabemos orar — pedimos, agradecemos al Señor —, pero la Iglesia debe ir aún más allá con la oración de adoración, debemos crecer en la adoración. Es una sabiduría que debemos aprender todos los días. Orar adorando: la oración de adoración.

Queridos hermanos y hermanas, hoy cada uno de nosotros puede preguntarse: “¿Soy un cristiano adorador?” Muchos cristianos que oran no saben adorar. Hagámonos esta pregunta. ¿Encontramos tiempos para la adoración en nuestros días y creamos espacios para la adoración en nuestras comunidades? Está en nosotros, como Iglesia, poner en práctica las palabras que rezamos hoy en el Salmo: “Que te adoren, Señor, todos los pueblos de la tierra”. Adorando, nosotros también descubriremos, como los Magos, el sentido de nuestro camino. Y, como los Magos, experimentaremos una «alegría grandísima» (Mt 2, 10).

Comentarios