HAGAMOS ESPACIO A LA PALABRA DE DIOS EN NUESTRA VIDA DIARIA: HOMILÍA DEL PAPA EN EL DOMINGO DE LA PALABRA DE DIOS (26/01/2020)

Este 26 de enero, 3er. Domingo del Tiempo Ordinario y primer Domingo de la Palabra de Dios, el Papa Francisco celebró la Santa Misa en la Basílica de San Pedro centrando su homilía en el relato del Evangelio del día, que narra el inicio del ministerio público de Jesús, “nos dice cómo, dónde y a quién el Señor comenzó a predicar”. “Leamos algún versículo de la Biblia cada día. Comencemos por el Evangelio; mantengámoslo abierto en la mesita de noche en casa, llevémoslo en el bolsillo, veámoslo en el celular, dejemos que nos inspire diariamente. Descubriremos que Dios está cerca de nosotros, que ilumina nuestra oscuridad”, fue la exhortación del Papa Francisco en su homilía de este Domingo de la Palabra de Dios, instituido por el Santo Padre mediante su Carta Apostólica Aperuit illis, con el fin de “no dejar empolvar la Biblia como si fuera un libro más”. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

«Jesús comenzó a predicar» (Mt 4, 17). Así el evangelista Mateo introdujo el ministerio de Jesús. Él, que es la Palabra de Dios, vino a hablarnos, con sus palabras y con su vida. En este primer Domingo de la Palabra de Dios vamos a los orígenes de su predicación, a las fuentes de la Palabra de vida. Nos ayuda el Evangelio del día (Mt 4, 12-23), que nos dice cómo, dónde y a quién Jesús comenzó a predicar.

1. ¿Cómo comenzó? Con una frase muy simple: «Conviértanse, porque está cerca el reino de los cielos» (v. 17). Esta es la base de todos sus discursos: decirnos que el reino de los cielos está cerca. ¿Qué significa? Por reino de los cielos se entiende el reino de Dios, es decir su forma de reinar, de estar ante nosotros. Ahora, Jesús nos dice que el reino de los cielos está cerca, que Dios está cerca. Aquí está la novedad, el primer mensaje: Dios no está lejos, Aquel que habita los cielos descendió a la tierra, se hizo hombre. Eliminó las barreras, canceló las distancias. No lo merecíamos: Él descendió, vino a nuestro encuentro. Y esta cercanía de Dios a su pueblo es una costumbre suya, desde el principio, incluso desde el Antiguo Testamento. Decía al pueblo: “Piensa: ¿qué pueblo que tiene a los suyos tan cercanos como yo estoy cerca de ti?” (cf. Dt 4, 7). Y esta cercanía se hizo carne en Jesús.

Es un mensaje de alegría: Dios vino a visitarnos en persona, haciéndose hombre. No tomó nuestra condición humana por un sentido de responsabilidad, no, sino por amor. Por amor asumió nuestra humanidad, porque se asume lo que se ama. Y Dios asumió nuestra humanidad porque nos ama y gratuitamente quiere darnos esa salvación que solos no podemos darnos. Él desea estar con nosotros, darnos la belleza de vivir, la paz del corazón, la alegría de ser perdonados y de sentirnos amados.

Entonces entendemos la invitación directa de Jesús: “Conviértanse”, es decir, “cambien de vida”. Cambien de vida porque ha comenzado una forma nueva de vivir: ha terminado el tiempo de vivir para sí mismo; ha comenzado el tiempo de vivir con Dios y para Dios, con los demás y para los demás, con amor y por amor. Jesús repite hoy también a ti: “¡Ánimo, estoy cerca de ti, hazme espacio y tu vida cambiará!” Jesús llama a la puerta. Por eso el Señor te da su Palabra, para que la acojas como la carta de amor que escribió para ti, para hacerte sentir que Él está a tu lado. Su Palabra nos consuela y nos anima. Al mismo tiempo provoca la conversión, nos sacude, nos libera de la parálisis del egoísmo. Porque su Palabra tiene este poder: de cambiar la vida, de hacer pasar de la oscuridad a la luz. Esta es la fuerza de su Palabra.

2. Si vemos dónde Jesús comenzó a predicar, descubrimos que comenzó precisamente en las regiones que entonces se consideraban “oscuras”. La primera lectura y el Evangelio nos hablan de hecho de aquellos que estaban «en tierra y sombras de muerte»: son los habitantes de la «tierra de Zabulón y Neftalí, camino del mar, más allá del Jordán, Galilea de los gentiles» (Mt 4, 15-16; cf. Is 8, 23-9,1). Galilea de los gentiles: la región donde Jesús inició a predicar se llamaba así porque estaba habitada por distinta gente y resultaba en una verdadera mezcla de pueblos, lenguas y culturas. Era de hecho el Camino del mar, que representaba una encrucijada. Allí vivían pescadores, comerciantes y extranjeros: ciertamente no era el lugar donde se encontraba la pureza religiosa del pueblo elegido. Sin embargo Jesús comenzó desde allí: no desde el atrio del templo de Jerusalén, sino desde el lado opuesto del país, desde la Galilea de los gentiles, desde un lugar fronterizo. Comenzó desde una periferia.

Podemos sacar un mensaje: la Palabra que salva no va en busca de lugares preservados, esterilizados, seguros. Viene en nuestras complejidades, en nuestras oscuridades. Hoy como entonces Dios desea visitar aquellos lugares donde pensamos que no llega. Cuántas veces nosotros en cambio cerramos la puerta, prefiriendo ocultar nuestras confusiones, nuestras opacidades y dobleces. Las sellamos dentro de nosotros, mientras vamos al Señor con cualquier oración formal, teniendo cuidado de que su verdad no nos sacuda por dentro. Y esta es una hipocresía escondida. Pero Jesús, dice hoy el Evangelio, «recorría toda Galilea […], anunciando el Evangelio y curando todo tipo de enfermedad» (v. 23): atravesaba toda aquella región multiforme y compleja. Del mismo modo no tiene miedo de explorar nuestros corazones, nuestros lugares más ásperos y difíciles. Él sabe que sólo su perdón nos cura, sólo su presencia nos transforma, sólo su Palabra nos renueva. A Él que ha recorrido el Camino del mar, abramos nuestros caminos más tortuosos — aquellos que tenemos dentro y que no queremos ver o escondemos —, dejemos entrar en nosotros su Palabra, que es «viva, eficaz, […] y discierne los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4, 12).

3. Finalmente, ¿a quién empezó a hablar Jesús? El Evangelio dice que «mientras caminaba junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos […] que echaban las redes al mar, pues eran pescadores. Les dijo: “Vengan tras de mí, los haré pescadores de hombres”» (Mt 4, 18-19). Los primeros destinatarios de la llamada fueron pescadores; no personas cuidadosamente seleccionadas con base en sus habilidades u hombres piadosos que estaban en el templo orando, sino gente común que trabajaba.

Notamos lo que Jesús les dice: los haré pescadores de hombres. Habla a los pescadores y usa un lenguaje comprensible para ellos. Los atrae a partir de su vida: los llama allí donde están y como son, para involucrarlos en su misma misión. «Y ellos inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (v. 20). ¿Por qué inmediatamente? Sencillamente porque se sintieron atraídos. No fueron rápidos y dispuestos porque habían recibido una orden, sino porque habían sido atraídos por el amor. Para seguir a Jesús no bastan los buenos compromisos, es necesario escuchar todos los días su llamada. Sólo Él, que nos conoce y nos ama hasta el final, nos hace tomar la barca en el mar de la vida. Como lo hizo con aquellos discípulos que lo escucharon.

Por eso necesitamos su Palabra: escuchar, en medio de las miles de palabras de todos los días, esa Palabra que no nos habla de cosas, sino nos habla de vida.

Queridos hermanos y hermanas, ¡hagamos espacio dentro de nosotros a la Palabra de Dios! Leamos cotidianamente algún versículo de la Biblia. Comencemos por el Evangelio: tengámoslo abierto en la mesita de noche en casa, llevémoslo en el bolsillo con nosotros o en la bolsa, veámoslo en el celular, dejemos cada día que nos inspire. Descubriremos que Dios está cerca de nosotros, que ilumina nuestras tinieblas y que con amor conduce nuestra vida.

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