RENOVAR LA CONCIENCIA DEL DON RECIBIDO EN EL MATRIMONIO: PALABRAS DEL PAPA A MIEMBROS DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA (27/01/2023)

Con motivo de la inauguración del Año Judicial, el Papa Francisco recibió este 27 de enero en audiencia, en la biblioteca del Palacio Apostólico Vaticano, a los miembros del Tribunal de la Rota Romana, proponiéndoles una reflexión sobre el matrimonio. El matrimonio según la Revelación cristiana – afirmó el Santo Padre – no es una ceremonia o un acontecimiento social, ni una formalidad; tampoco es un ideal abstracto: es una realidad con su precisa consistencia, no “una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno”. Compartimos a continuación, el texto completo de su intervención, traducido del italiano:

Queridos prelados auditores:

Agradezco al Decano por sus corteses palabras y saludo cordialmente a ustedes y a todos aquellos que realizan funciones en la administración de la justicia en el Tribunal Apostólico de la Rota Romana. Renuevo mi aprecio por su trabajo al servicio de la Iglesia y de los fieles, sobre todo en el ámbito de los procesos referentes al matrimonio. ¡Hacen mucho bien con eso!

Hoy quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones sobre el matrimonio, porque en la iglesia y en el mundo hay una gran necesidad de redescubrir el significado y el valor de la Unión conyugal entre hombre y mujer sobre el que se funda la familia. De hecho, un aspecto que ciertamente no es secundario de la crisis que impacta a muchas familias es la ignorancia práctica, personal y colectiva, acerca del matrimonio.

La Iglesia recibió de su Señor la misión de anunciar la Buena Noticia y ésta ilumina y sostiene también ese “misterio grande” que es el amor conyugal y familiar. Toda la Iglesia puede llamarse una gran familia y de una manera totalmente particular a través de la vida de aquellos que forman una iglesia doméstica recibe y transmite la luz de Cristo y de su Evangelio en el ámbito familiar. «Siguiendo al Cristo “que vino” al mundo “para servir” (Mt 20, 28), la Iglesia considera el servicio a la familia una de sus tareas esenciales. En tal sentido, tanto el hombre como la familia constituyen “el camino de la Iglesia” (San Juan Pablo II, Carta a las familias, 2 de febrero 1994, 2).

El Evangelio de la familia se refiere al designio divino de la creación del hombre y la mujer, es decir al “principio”, según la palabra de Jesús: «¿No han leído que el Creador desde el principio los hizo hombre y mujer y dijo: por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos se convertirán en una sola carne? Así que ya no son dos, sino una sola carne. Entonces que el hombre no divida aquello que Dios ha unido» (Mt 19, 4-6). Y este ser una sola carne se inserta en el designio divino de la redención. San Pablo escribe: «Este misterio es grande: ¡lo digo en referencia a Cristo y a la Iglesia!» (Ef 5, 32). Y San Juan Pablo II comenta: «Cristo renueva el primitivo designio que el Creador inscribió en el corazón del hombre y la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un “corazón nuevo”: así los cónyuges no solo pueden superar la “dureza del corazón” (Mt 19, 8), sino también y sobre todo pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne» (Exhort. ap. Familiaris consortio, 22 noviembre 1981, 20).

El matrimonio según la Revelación cristiana no es una ceremonia o un evento social, ni una formalidad; mucho menos es un ideal abstracto: es una realidad con su precisa consistencia, no «una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse según la sensibilidad de cada uno» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 66).

Podemos preguntarnos: ¿cómo es posible que ocurra una unión que involucra tanto entre el hombre y la mujer, una unión fiel y para siempre y de la cual nace una nueva familia? ¿Cómo es posible esto, teniendo en cuenta los límites y la fragilidad de los seres humanos? Conviene que nos planteemos estas preguntas y que nos dejemos atrapar por el asombro ante la realidad del matrimonio.

Jesús nos da una respuesta sencilla y al mismo tiempo profunda: «Que el hombre no divida aquello que Dios ha unido» (Mt 19, 6). «Es Dios mismo el autor del matrimonio», como afirma el Concilio Vaticano II (cf. Const. past. Gaudium et spes, 48), y eso puede entenderse con referencia a cada Unión conyugal particular. De hecho, los esposos dan vida a su unión, con el libre consentimiento, pero sólo el Espíritu Santo tiene el poder de hacer de un hombre y una mujer una sola existencia. Además, «El Salvador de los hombres y esposo de la Iglesia viene al encuentro de los cónyuges cristianos a través del sacramento del matrimonio» (ibid., 48). Todo ello nos lleva a reconocer que cada verdadero matrimonio, incluso aquel no sacramental, es un don de Dios a los cónyuges. ¡El matrimonio siempre es un don! La fidelidad conyugal se apoya en la fidelidad divina, la fecundidad conyugal se funda en la fecundidad divina. El hombre y la mujer están llamados a acoger este don ya corresponderse libremente con el recíproco don de sí mismos.

Esta hermosa visión puede parecer utópica, en cuanto que parece no tener en cuenta la fragilidad humana, la inconstancia del amor. La indisolubilidad es a menudo concebida como un ideal y tiende a prevalecer la mentalidad según la cual el matrimonio dura mientras hay amor. ¿Pero de qué amor se trata? También aquí hay a menudo inconsciencia del verdadero amor conyugal, reducido al plano sentimental o a meras satisfacciones egoístas. En cambio, el amor matrimonial es inseparable del matrimonio mismo, en que el amor humano, frágil y limitado, se encuentra con el amor divino, siempre fiel y misericordioso. Me pregunto: ¿puede existir un amor “debido”? La respuesta se encuentra en el mandamiento del amor, así como Cristo lo dijo: «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Como yo los he amado a ustedes, así ámense también ustedes los unos a los otros» (Jn 13, 34). Podemos aplicar este mandamiento al amor conyugal, que también es un don de Dios. Se puede obedecer este mandamiento porque es Él mismo quien apoya a los cónyuges con su gracia: “como yo los he amado, así ámense”. Se trata de un don confiado a su libertad con sus límites y sus caídas, por el cual desearse el bien entre marido y mujer necesita continuamente purificación y maduración, comprensión y perdón recíproco. Esta última cosa quiero subrayarla: las crisis escondidas no se resuelven en lo oculto, sino en el perdón recíproco.

El matrimonio no debe idealizarse, como si existiese solamente ahí donde no hay problemas. El designio de Dios, al ser puesto en nuestras manos, se realiza siempre de manera imperfecta y sin embargo, «la presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías y propósitos cotidianos. Cuando se vive en familia, ahí es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esta autenticidad, el señor reina ahí con su alegría y su paz. La espiritualidad del amor familiar está hecha de miles de gestos reales, de gestos concretos. En esta variedad de dones y encuentros que hacen madurar la comunión, Dios tiene su propia morada. Esta decisión une “valores humanos y divinos”, porque está llena del amor de Dios. En definitiva, la espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el amor divino» (Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia, 19 marzo 2016, 315).

Es necesario redescubrir la realidad permanente del matrimonio como vínculo. Esta palabra es muchas veces mirada con sospecha, como si se tratara de una imposición externa, de un peso, de un “lazo” en oposición con la autenticidad y libertad del amor. Si en cambio, el vínculo es entendido precisamente como relación de amor, entonces se revela como el núcleo del matrimonio, como don divino que es fuente de verdadera libertad y que custodia la vida matrimonial. En este sentido, «la pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros. Estas aportaciones no son únicamente convicciones doctrinales, y mucho menos pueden reducirse a los valiosos recursos espirituales que siempre ofrece la iglesia, sino que deben ser también recorridos prácticos, consejos bien encarnados, estrategias tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas» (ibid., 211).

Queridos hermanos y hermanas, hemos hecho evidente que el matrimonio, don de Dios, no es un ideal o una formalidad, sino que el matrimonio, don de Dios, es una realidad, con su precisa consistencia. Ahora quisiera subrayar que ¡es un bien! Un bien extraordinario, un bien de extraordinario valor para todos: para los mismos cónyuges, para sus hijos, para todas las familias con que entran en relación, para toda la Iglesia, para toda la humanidad. Es un bien que se difunde, que atrae a los jóvenes a responder con alegría a la vocación matrimonial, que consuela y reaviva continuamente a los esposos, que saca adelante los distintos frutos en la comunión eclesial y la sociedad civil.

En la economía cristiana de la salvación el matrimonio constituye ante todo el camino maestro para la santidad de los cónyuges mismos, una santidad vivida en lo cotidiano de la vida: éste es un aspecto esencial del Evangelio de la familia. Es significativo que la iglesia hoy esté proponiendo como ejemplos de santidad a algunas parejas de cónyuges; y pienso también en los innumerables esposos que se santifican y edifican a la iglesia con esa santidad que yo he llamado «la santidad de la puerta de junto» (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 19 marzo 2018, 4-6).

Entre los muchos desafíos que afectan la pastoral familiar al ir al encuentro de los problemas, de las heridas y sufrimientos de cada uno, pienso ahora en las parejas de esposos en crisis. La Iglesia, tanto los pastores como los otros fieles, las acompaña con amor y esperanza, buscando apoyarlas. La respuesta pastoral de la Iglesia intenta transmitir vitalmente el Evangelio de la familia. En este sentido, un recurso fundamental para enfrentar y superar las crisis es renovar la conciencia del don recibido en el sacramento del matrimonio, un don irrevocable, una fuente de gracia en la cual podemos siempre contar. En la complejidad de las situaciones concretas, que requieren a veces la colaboración de las ciencias humanas, esta luz sobre el propio matrimonio es parte esencial del camino de reconciliación. Así la fragilidad, que siempre permanece y acompaña incluso a la vida conyugal, no llevará a la ruptura, gracias a la fuerza del Espíritu Santo.

Queridos hermanos y hermanas, alimentemos siempre en nosotros el espíritu de reconocimiento y gratitud al Señor por sus dones; y así podremos también ayudar a los demás alimentarlo en las distintas situaciones de su vida. Que nos lo obtenga la Virgen, Virgen fiel y Madre de la Divina Gracia. Invoco los dones del Espíritu Santo sobre su servicio a la verdad del matrimonio. De corazón los bendigo. Y les pido por favor orar por mí. Gracias.

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